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El chico que sobrevivió a un secuestro de los Zetas

Estuvo a punto de morir si no hubiera sido por un número telefónico, garabateado en un pedazo de papel, guardado casi por accidente.

Fotos cortesía de José.

José (no es su nombre real) es un migrante hondureño que estuvo a punto de morir en manos del cártel de los Zetas si no hubiera sido por un número telefónico, garabateado en un pedazo de papel, guardado casi por accidente.

"Yo vine de Olanchito, Honduras, con mi mamá y mi padrastro", cuenta el joven de 20 años, moreno y de rasgos delicados, con las cejas perfectamente depiladas. "Salimos en autobús desde Arriaga, Chiapas, y de ahí no paramos hasta pisar este refugio".

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Sentado afuera del comedor del albergue para migrantes Hermanos en el camino, dirigido por el cura Alejandro Solalinde, en Ciudad Ixtepec, Oaxaca, cuenta: "Sí pensamos llegar en el tren, pero oímos rumores de que habían estado tirando a la gente que se subía y a mi mamá le dio mucho miedo. Total, ya aquí tuvimos suerte porque estaba planeada una caravana que iba al DF a dialogar con el gobierno, así que nos unimos a otros 100 migrantes y que nos vamos a la capital", recuerda con orgullo.


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Oscurece y se oye un pitido largo, seguido del estruendo y crujido metálico de las más de 50 toneladas de La Bestia galopando sobre sus rieles. Los mosquitos no dan tregua; no obstante, todos alrededor parecen absortos en sus charlas, partidas de ajedrez o repasos a rutas en mapas pegados sobre paredes desgastadas.

José no se inmuta. Está acostumbrado a presenciar el mismo espectáculo varias veces por semana. Continúa: "Luego de un mes en la Ciudad de México, mi amiga Paola (también hondureña) y yo decidimos adelantarnos pidiendo aventón hasta Nuevo Laredo, Tamaulipas, donde pensaba esperar a mi mamá".

José y su mamá.

Pero apenas pisaron Reynosa y abordaron un camión hacia el tan anhelado Nuevo Laredo, fueron secuestrados. "Llevábamos media hora de camino, cuando se subieron unos tipos con radios y nos empezaron a preguntar de todo. Yo ahí me di cuenta que estaban puestos de acuerdo con los del transporte, porque el conductor hasta se bajó a platicar con otros que se quedaron abajo. Nos apearon y subieron por más migrantes que venían en otro bus, atrás", cuenta.

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Les quitaron sus cosas y luego los llevaron hasta una casa, donde había alrededor de 30 personas, cuenta José. Los requisaron y les exigieron números telefónicos de sus familiares.

Al otro día los trasladaron a una nueva residencia, donde tenían reclusa a más gente, y comenzaron a hacer llamadas a sus países. Los captores les daban un celular para que en su presencia hablaran con sus allegados, les dijeran que estaban secuestrados por los Zetas y que necesitaban dos mil dólares (cada uno) para salir libres.

José tuvo una oportunidad de burlar la vigilancia de los secuestradores y llamó al único número de México que tenía. Era el de Alberto Donis, el segundo al cargo del albergue en Ixtepec, y lo llevaba en un papel maltratado y guardado por pura suerte en uno de los bolsillos de su pantalón.

Así, después de intercambiar unas palabras con su madre, que por casualidad se encontraba ese día al lado de Donis, les hizo saber las coordenadas de su cautiverio. Nadie se dio cuenta de ello en la casa de seguridad; no obstante, en la Ciudad de México empezaron a movilizarse para rescatarlos.


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Pasaron 11 días hasta que la Procuraduría General de la República (PGR) llegó con un convoy de diez camionetas cargadas con policías armados para librarlos del encierro. Todo gracias al papel arrugado y a la capacidad de Alberto Donis para mover cielo, mar y tierra hasta dar con su ubicación.

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"Por suerte, ese preciso día habían traído a la casa a otros migrantes secuestrados. Éramos poco más de cien y estaba llenísimo. Todo pasó muy rápido. De repente vimos cómo los dos que nos estaban cuidando todo el tiempo salieron corriendo por un pasadizo de arriba y escaparon. Luego recuerdo gente llorando en la planta baja y los policías entrando y buscando a los secuestradores por todo el lugar.

"Después supimos que capturaron a tres de los bandidos, mientras que a nosotros nos llevaron a declarar ante la PGR, en Iztapalapa, en la Ciudad de México. Iban también las dos muchachas hondureñas que nos alimentaban y trabajaban para los secuestradores. Muchos migrantes las acusaron. Yo no porque imaginé que las habrían capturado igual. Y pues, somos hermanos, ¿que no?".

Después de todo el protocolo de las declaraciones ante la autoridad, José fue aconsejado por directivos de Hermanos en el Camino, solicitó una visa humanitaria para quedarse en México y volvió al albergue para regularizar su situación con más tranquilidad.

Su madre y su padrastro se aventuraron a pasar de mojados. En el intento, ella fue deportada a Honduras y su pareja cruzó y ya vive en Estados Unidos.

***

En un día muy distinto, a más de seis meses de haber contado la historia del plagio, José bebe a pequeños sorbos el litro de michelada que tiene frente a él.

Es un lujo que no puede darse todos los días, porque los 70 pesos que está ingiriendo con lentitud le rinden para muchas cosas que ya sabe dónde conseguir a buen precio, con el sueldo de su trabajo en un local de quesadillas del Centro Histórico de la Ciudad de México.

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Pero hoy es jueves, el arranque de la farra de fin de semana para la comunidad LGBT, en la Zona Rosa. "Hoy se vale todo", asegura José. "Ser homosexual aquí no es terrible, en mi tierra sí. No me quejo: los mexicanos me han tratado bien, nunca me han visto mal por ser centroamericano. Gracias a Dios conseguí mi visa humanitaria y hasta permiso para trabajar legalmente", cuenta.

José dice estar seguro de no querer dejar tierra azteca; incluso se confiesa emocionado de saber que existe una ONG para jóvenes homosexuales migrantes.

El panorama no es del todo devastador. Más de 54 albergues independientes en el país que, bien o mal, operan. Decenas de ONGs y activistas sociales que gritan y mueven montañas en busca de justicia. Periodistas que ayudan a visibilizar el tema y hacerlo saltar a primeras planas. Abogados y ciudadanos versados en la materia que instan a modificar la legislación vigente, a rellenar sus huecos, a poner luz sobre zonas ambiguas. Patronas veracruzanas (y no veracruzanas) que alimentan a indocumentados a orillas de las vías del tren. Psicólogos ofreciendo servicios gratuitos para subsanar heridas abiertas, sueños mutilados.


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Todos, tercos en el afán de denuncia, mejora, justicia y ayuda. A falta de instituciones oficiales al pie del cañón en sus funciones, cada vez más manos ayudan a sostener esta red de indignación, convertida en fraternidad alternativa, a prueba de todo.

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El joven abre su billetera y saca una tarjeta. "Mira, gracias a este carné puedo sentarme como cualquier mexicano a tomarme una cerveza, sin tener que cuidarme de la autoridad". Es su visa. Con un José menos sonriente que ahora, sobre un fondo verde con holograma del escudo nacional mexicano, sin pupilentes color miel y un poco más delgado, pero oficial.

"Ya no estoy en una situación tan mala como cuando recién llegué. Por eso siempre recuerdo de dónde vengo y quien me dio la mano cuando lo necesité. El padre Solalinde, Alberto Donis y mi amiga Paola, por ejemplo. Esas cosas no se olvidan, como tampoco se me olvida que mi mamá sigue en Honduras y tengo que ayudarla a reencontrarse con mi padrastro en Estados Unidos".

Mientras la noche del jueves en la Zona Rosa comienza a llenarse de plumería, luces neón y tacones altos, él se adentra en la recta final de su segunda michelada monumental, enviada por un admirador secreto, según le dice la mesera. Después de un largo trago, el joven aventura una defensa genuina, por encima de un bloque de cumbias colombianas.

"Como en todo, uno encuentra gente mala y buena. Y a mí me tocó más de la buena. Esa suerte me la dio mi madre en su bendición cuando di un paso afuera de mi casa", dice entre acordeones sudamericanos y uno que otro beat electrónico. "Por eso sé que, cuando en verdad uno busca, encuentra razones para seguir adelante feliz. Yo a México lo quiero mucho, y no lo cambio por nada."

***

En julio de 2015 José se trasladó a la frontera de Chiapas con Guatemala para recoger a su madre, quien otra vez intentará cruzar la frontera norte. Actualmente residen en Monterrey, Nuevo León, en lo que ella recibe la indicación de su esposo para confiar nuevamente su destino a un pollero.

Mientras llega ese momento, él le hace compañía y atiende el mostrador en un negocio de bisutería (donde se compra maquillaje y pelucas para convertirse en Meybelin cuando va de fiesta); no olvida su sueño de algún día actuar en teatro y, esporádicamente, aún tiene pesadillas en las que recuerda secuestrado.