La primera vez que me enamoré tenía 12 años. Por esos días —como ahora—, la escuela no era un lugar propicio para el amor. El mío fue un amor fallido, siento admitirlo. Fui incapaz de confesárselo tanto a mis padres, como a Manuel, el implicado.Es fácil hablar de estas cosas cuando se ha alcanzado el confort entumecido de la adultez, pero en ese entonces las sensaciones eran tan intensas que yo también podría haber dado la vida por lo que sentía: esa cosa genuinamente única. A pesar de todo, y aunque no repetiría la experiencia, no veo como una tragedia mi paso por la escuela. Lo que rescato de ese tiempo fue haber formado mi personalidad (a costa de lo que fuera) en un lugar así, porque me dio la herramienta más valiosa de todas: la duda.
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Dudo de todo: de mí, de mi jefe, de la autoridad, de lo establecido. Dudo que algún día las cosas cambien, pero dudo también que resistamos más tiempo en las mismas condiciones. Hace 12 años, en mi escuela, ser gay o lesbiana era algo injustificable, caprichoso, "una moda pasajera" alimentada tan sólo por el beso en pantalla de Madonna y Britney o por las rusas pre-Putin de t.A.T.u.Hoy en día el panorama no es muy distinto, por lo que nos dimos a la tarea de diseñar un manual básico de supervivencia para los estudiantes gay y en apuros.