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Cuando analizo mi experiencia de vida, cómo se siente ser yo día a día, mi instinto es decir no, no me aburre. Pasan muchas cosas. En un día promedio, hablo con una que otra persona interesante, leo sobre el sufrimiento del mundo, sobre Drake y Theresa May, y veo videos go-pro de osos que persiguen atletas. Normalmente tomo un par de bebidas calientes, fumo un cigarro y me arrepiento, como chocolate y orino unas cuantas veces. En las noches tomo unas cervezas, veo episodios viejos de Catchphrase o voy a clubs nocturnos y finjo que no estoy cansado. Y eso es solo por fuera. Mi mente es una montaña rusa. Me siento feliz cuando veo a mi novia, decepcionado cuando veo mi torso, enojado cuando leo la sección de comentarios y estresado cuando preparo huevos cocidos. Me río con mis amigos y lloro una vez cada dos o tres años. A veces es muy cansado pero no es aburrido.
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Esa es la pregunta: ¿Cómo es posible que la generación que tiene más cosas esté aburrida de la vida? ¿Acaso creamos una nueva forma de aburrimiento? Un aburrimiento que surge por el exceso de opciones y no por la ausencia de éstas. Casi diario siento que podría estar haciendo algo más. Quiero prepararme un café, revisar Twitter, cambiar de canción, etcétera. La enorme lista de películas y series de Netflix se convierte en una lista de cosas pendientes por ver, los artículos que guardé para leer después son como guías de un examen que nunca voy a pasar. Este aburrimiento se manifiesta como inquietud; no estamos "aburridos de la vida", más bien estamos esperando a que empiece la vida. Este aburrimiento indiferente e inquieto me parece una técnica de supervivencia. La única forma natural de lidiar con el gran volumen de contenido que desvía nuestra atención es cambiar constantemente las cosas a las que nos dedicamos; un ruido blanco que desarrollamos para ahogar el volumen de todo en un segundo.