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Lo sexy y lo cruel

Ya basta de piropos

Aunque les cueste creerlo, no nos gusta que los extraños nos sabroseen.

Según la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH) del 2011 casi el 32% de las mujeres mexicanas de más de 15 años han sido violentadas en espacios públicos. De ellas, el 69.5% ha recibido “piropos” ofensivos, al 34.9% las han tocado sin consentimiento y al 18.2% les han hecho sentir miedo a ser atacadas o abusadas sexualmente. En el 89% de los casos el agresor es un desconocido.

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Dudo mucho que alguna de las lectoras que vean este artículo (sobre todo si viajan en transporte público) no haya sentido la rabia que provoca ese chiflidito pendejo, la mirada lasciva que te escanea el cuerpo, ese grito puerco o el apretujón de algún imbécil que parece haberte confundido con una fruta. Parece que eres acreedora a esa violencia únicamente por el hecho de ser morra, así nomás.

Yo sé que las cosas van cambiando, que estamos mejor de antes y cuanto discurso progresista ocupen, pero la neta no estamos ni remotamente cerca de poder hablar de equidad. No se me confundan, caritas de popó, no le estoy tirando a una igualdad absoluta, más bien lo que no topo es por qué la diferencia sexual se traduce, socialmente, como inferioridad.

Ser mujer significa que manejas mal, no te ves bien con la cara lavada, que debes ser amable y sonreír porque las mujeres no se enojan, se ponen dramáticas y hormonales, por eso es tan difícil trabajar con ellas. Si eres mujer te pueden gritar, manosear y hasta violar, pero no te preocupes, toda la sociedad va a hacer un esfuerzo por mostrar que tú lo provocaste o que estás exagerando. Nomás échenle un ojo a los comentarios en las noticias sobre el caso de la podóloga de Chivas y La Volpe o pensemos que el acoso sexual no está considerado en el Código Penal Federal, ni en los códigos penales de 16 estados de la República (y estoy segura de que aquí no faltará un comentario sobre lo exagerado de la victimización femenina).

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En la Ciudad de México el 50% de las morras han sido agredidas en espacios públicos. Según las estadísticas del programa “Viajemos seguras”, promovido por el Instituto de las Mujeres, en el 2013 se atendieron 2187 casos de los cuales el 95% de las víctimas eran féminas y el 90% de los agresores eran vatos; los casos van desde vejaciones y toma de fotografías hasta violación, pasando por acoso y abuso sexual.

Igual lo que más escandaliza es la gratuidad de la violencia y la facilidad con la que la aceptamos, por ejemplo, la política de vagones y camiones de uso exclusivamente femenino ¿es una medida de seguridad o reitera la inferioridad? ¿Hasta cierto punto no es como decir “pues los hombres son así y no se pueden controlar, tons' mejor los separamos de las morras”? No puedo evitar sentir un dejo de resignación en esta clase de medidas.

Es muy difícil explicarle a un hombre por qué esos piropos son tan ofensivos, he topado a demasiada banda que realmente cree que nos gustan y que son divertidos (así como ese pinchi comercial que más bien parece un llamado a no volver a alimentar a un dude en tu vida), que si nos encabronamos y respondemos es porque somos apretadas y no sabemos tomarnos las cosas a la ligera, porque ellos lo hacen “por echar desmadre y para chulearlas”.

La razón por la que entre los sabroseos y el abuso hay menos de un paso (y por lo que dan miedo), es que dicen: “estás aquí para que te vea, para que me ría, para que me excite; no eres una persona, eres una cosa que está aquí para mi disfrute”. Ésa es la violencia cotidiana y gratuita que se instala a cuentagotas en todos nosotros, que a mí me vuelve una cosa y a ti, vato, te reduce a una bestia babeante que sólo puede desear (simón, a ti también te ponen una camisa de fuerza, pero ya hablaremos de eso).

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Nos cuesta un huevo entender que las diferencias de género no son naturales sino culturales, y que por tanto, las normas y conductas no están dictadas de una vez y por todas. Nos cuesta todavía más entender que hay muchas más opciones además de los famosísimos “uno que es hombre” y “vieja tenía que ser”.

Les dejo la lectura obligada 'Cómo se siente una mujer' y cierro con la misma pregunta que hace su autora Claudia Regina: ¿Y usted, lector hombre, cuando es abordado por un tipo de forma hostil en la calle, piensa “por favor, no se lleve mi celular” o “por favor no me viole”?

'Cuando daba las pláticas de la pastilla del día después, un día me mandaron a un hospital el Neza, salí como a las nueve de la noche. La verdad es que yo en esa época no usaba tanto el metro y era cuando apenitas habían separado a los hombres de las mujeres, tons' yo no conocía esa información. Estaba nerviosa porque era de noche y no era la zona más chida, así que me subí rápido al metro y había un chingo de gente. Total que la cagué y entré al vagón de los hombres, eran un chingo y pues puro machín rudo y, güey, en el momento en que entro —y que todos te empujan— alguien me dio el agarrón de su vida, me manoseó toda bien cabrón. Muy feo. Me volteé, comencé a pegarle al primero que vi y me dijo “si yo no hice nada”. No sé, me bajé llorando, estuvo bien culero y me quedé muy espantada un buen rato'.

-Alejandra, 32

'Un día por la tarde salí de la universidad camino a mi casa. Siempre tomaba el metro en la estación Zapata y bajaba dos estaciones después, en Eugenia. Ese día llevaba prisa y decidí subirme al vagón sin esperar a llegar a la zona donde sólo suben mujeres y niños. De repente, entre la estación de Zapata y División del Norte el metro se detuvo. Pasaron casi treinta minutos antes de que avanzara otra vez. Sabía que estaba en los vagones en los que la mayoría de los pasajeros son hombres y sabía que por el tiempo de espera la siguiente estación estaría bastante llena. Es así que decidí acercarme un poco a las puertas, así no tendría que hacer mucho esfuerzo para bajar en la siguiente estación. Por supuesto, al abrirse las puertas en el andén de División del Norte fui desplazada por una multitud de hombres hasta el fondo de las puertas opuestas. Intenté pedirles en buen plan que se movieran para dejarme pasar, ya que bajaba en la siguiente estación. Nadie hacía el mínimo esfuerzo por moverse. Intenté nuevamente, esta vez acompañando la solicitud del contacto visual. Nada. Intenté acercarme a las puertas para poder salir. En el proceso, sentí tantas manos encima que no sabía ni siquiera a quién echarle la culpa. Todo estaba tan lleno que era imposible dirigirse al sitio que uno quería y evitar el contacto físico, especialmente de la bola de imbéciles que iban tocándome. Seguí insistiendo, con más desesperación: “bajo en la siguiente, por favor, déjenme pasar, me están lastimando, por favor”. Nadie hacía nada. Sólo unos cuantos comenzaron a reírse. Llegamos a Eugenia y no logré bajar. Vamos, ni siquiera logré moverme del punto en el que estaba. Para la siguiente estación decidí que no iba a perder más el tiempo. Sólo recuerdo que al llegar al andén tomé mi paraguas (era temporada de lluvias) y comencé a golpear a todo el que estaba en frente de mí y a gritarles todas las peladeces que me venían en mente. No recuerdo a cuántos golpee, no recuerdo qué dije. Sólo sé que estaba muy enojada y sentía las palpitaciones del corazón en la cabeza. Pocas veces he tenido experiencias como éstas, en las que el enojo y la impotencia te hacen perder la memoria por unos instantes'.

-Martha, 23

@dorotrix