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El número de la farándula

Así es Hollywood, ¿no?

Marilyn brillaba como si tuviera un elemento radiactivo bajo su piel.

Un primer plano de Marilyn tomado justo antes de su prematura muerte a los 36 años. A inicios de los 60 se había convertido en sex symbol internacional, pero no por casualidad su vida se estaba viniendo abajo.

Primavera de 1953, en una fiesta en casa de John Hodiak, en Doheny. “¿Conoces a Marilyn Monroe?”, me preguntó él. Yo no la conocía. “Está ahí abajo, en el patio”, dijo, guiándome hasta la terraza. El sol brillaba. No había ni una nube en el cielo. La rubia que tomaba champán y se reía con un par de personas levantó la mirada cuando Hodiak gritó, “¡Hola, preciosa! ¿Qué haces?” Le brillaban los dientes. Su pelo era tan blanco que relucía casi como un aura. Sus piernas eran largas y esbeltas y llevaba unas mallas blancas ajustadas que la hacían parecer más alta de lo que era en realidad. Llevaba unas sandalias abiertas rojas de tacón y las uñas pintadas de un precioso rojo sangre. Brillaba como si un núcleo radioactivo yaciese bajo su piel e irradiase destellos de luz blanca y cálida a través de un top también blanco, sin mangas, que resaltaba sus hombros, brazos y garganta. Sus pechos parecían dos cumbres, los pezones marcándose como si fuesen las puntas de unos dedos. Mientras nos saludaba con la mano, dijo “¡Hola, John! Únete a la fiesta”. Es el cumpleaños de alguien, dijo.
“Yo ya tengo mi propia fiesta”, dijo Hodiak. “Venga, ven”. Hodiak me presentó. “El amigo de Jonathan quiere ser una estrella, así que vente y cuéntale tus secretos”. Saludé a Marilyn. “Encantado de conocerte”. Ella también me saludó. Mirándome detenidamente a través de las gafas de sol, dijo, “Tráete a tu amigo John Hodiak y uníos a la fiesta”. Dijo que su fiesta era mucho mejor que la nuestra y que iba a ser maravilloso.
“La palabra es ‘diferente’, querida”, dijo Hodiak. “No ‘maravilloso’”.“Venga ya, John”, dijo riéndose, “es lo mismo, ¿no?”. “Tus fiestas son más atrevidas”, dijo, señalándole con el dedo. Ella hizo un puchero. “No son más atrevidas, ¡sólo más divertidas!” Ese fue nuestro primer encuentro. Simple. Hola. Hola.

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Fotografía tomada a principios de los 50, más o menos cuando apareció en La Jungla de Asfalto [The Asphalt Jungle] con Sterling Hayden y Louis Calhern. Todavía era una desconocida, pero fue un pequeño papel clave en su carrera hacia el estrellato.

La siguiente vez que la vi fue en una soirée de Wynn Rocamora en Outpost Drive. Marilyn estaba en una habitación, tirando del cable del teléfono. No había transcurrido mucho desde que la conociera en Doheny. Rocamora se ocupaba de un puñado de estrellas, además de prometedores aspirantes a estrellas como yo. Dijo que no era el agente de Marilyn pero que “todo llegaría”. Sonreí. Ella se acordaba de mí, aunque no de mi nombre; simplemente dijo “Eres el amigo de John Hodiak”. Le dije que sí y le volví a decir mi nombre, aunque no estaba muy seguro de si se acordaría. Más tarde supe que ella nunca se olvida de las cosas, o mejor dicho, nunca se olvida de las caras, a las que pone alguna etiqueta para recordarlas. Yo era “el amigo de John Hodiak”. Ella me presentó de aquel modo. John era mi mentor, y no el tipo de “amigo” que se asocia típicamente en la terminología de Hollywood. Mientras se peleaba con el teléfono dijo, “La maldita línea está ocupada cada vez que llamo”. Frustrada, dijo que llamaría al operador para interrumpir la señal de ocupado. Le pregunté si solía hacer eso muy a menudo. “Si no lo hago, no puedo contactar con la persona con la que necesito hablar”, dijo ella. Marcó el número del operador de llamadas de larga distancia para probar el número antes de preguntar si había visto a Hodiak últimamente. “Se va a Nueva York”, dijo ella. Asentí. “John es una persona admirable”, dijo ella, y colgó el teléfono. “¡La línea todavía está ocupada!” Se estiró el labio superior hasta casi la parte de abajo de sus dientes superiores. Más adelante pude comprobar que tenía ese tic: ponía los dedos en su labio superior y se daba ligeros golpecitos para acentuar sus cavilaciones, o porque no quería mostrar los dientes al hablar. No había razón alguna para que escondiera sus preciosos dientes. Me recordó a mi ex agente, Henry Wilson, que decía que mis dientes eran pequeños, que necesitaba fundas de porcelana, o que debía extraérmelos y ponerme dientes postizos. A menudo Marilyn también tiraba de su labio superior mientras hablaba, como para ponerlo encima de sus dientes, ayudándose con la punta de la lengua. Pensé que tal vez su lógica era que, si estiraba su labio superior, su nariz parecería más pequeña, aunque su nariz era preciosa. Hacer eso no le dejaba hablar bien, y ceceaba. Tenía ideas muy extrañas sobre su apariencia —comercialmente, lo más importante de Marilyn— pero, en realidad, no tenía que hacer nada. Solo tenía que estar de pie, quieta, y dejar que las ondas magnéticas irradiasen. Me estaba mirando mientras jugaba con el cable del teléfono. Las risas de la sala principal parecían ponerla nerviosa. Daba la impresión de que se estaba escondiendo. Sin saber qué más decir, la felicité por su trabajo en la película Niágara. Cuando mencioné sus anteriores películas, abrió los ojos de par en par, su labio superior volvió a su posición natural y ella rápidamente se puso la mano delante de la boca. “¡Eran horribles!”, dijo. “No hablas en serio. Aún me persiguen”. Para mantener viva la conversación le pregunté qué era lo siguiente que iba a hacer. “Ah, mierda”, dijo. “No lo sé. Sinceramente, no tengo ni idea de por qué hago lo que hago. No parece estar muy bien o ser importante…” Le dije que creía que ella lo hacía genial, incluso en las primeras películas. Le conté que fui a la Fox para hacer una audición para Divorciémonos [Let’s Make It Legal] pero “Robert Wagner consiguió el papel. Richard Sales dijo que yo era demasiado joven para estar casado con Barbara Bates”. Marilyn se rió. “¡Qué tontería! Ese era el papel que yo tendría que haber interpretado. El de Barbara Bates. Hice un casting para el maldito papel y me pusieron en una guardarropía. Richard Sales es un imbécil”. Sus ojos brillaron. “Total, para lo que hice en aquella película… un muñeco de cartón podría haberlo hecho igual”. “Yo creo que estuviste fantástica”, dije. “Muy convincente en Niágara. Me quedé hipnotizado”. Mientras me miraba de un modo muy extraño, de forma intensa pero a la vez relajada, dijo, “Son estos momentos los que son especialmente gratificantes, cuando alguien te dice algo como lo que tú acabas de decir. Quedarse hipnotizado…” Suspiró, tirando del cable del teléfono. Dijo que tenía tanto trabajo que ni siquiera estaba segura de lo que estaba haciendo, porque todo era horrible. “No me refiero al trabajo sino a las peticiones. La gente abrumándome. Trabajo muy duro y aún así me tienen pendiendo de un hilo. Es terrible”.
Yo no tenía muy claro qué era tan terrible, pero le dije, “Así es Hollywood, ¿no?”


Marilyn posando en una playa, de joven y antes de ser rubia platino. Localización desconocida. Muy probablemente se tomó a finales de los 40, durante su temprana carrera como modelo.

“Nuestro amigo John Hodiak”, dijo, “lo entendería, y diría que son horribles. Probablemente diría que son tan malos que no lo puede aguantar más y que por eso se va a Nueva York”. Le dije que lo entendía, pero que fueron esos momentos que había mencionado, cuando “me quedé hipnotizado”, los que hicieron posible hacer la demás basura. No es que creyese que lo que ella había hecho fuese basura, ni remotamente. “¡Oh, ya lo creo que es basura!”, dijo. “Y tú lo sabes. Somos como peces en una pecera sucia”. Me miró y preguntó, “¿De dónde eres?”. “LA”, le dije. “Nací en el Hospital General. He vivido la mayor parte de mi vida en Hollywood”. “Yo también nací en el Hospital General”, dijo ella. “En el ala de caridad”. “Ahí nací yo”, dije. “Mi madre estaba de parto y fue al hospital en tranvía. No tenía dinero para un taxi. A veces tocaba en el metro. Era amiga de Jean Harlow”. “Eso es muy raro”, dijo Marilyn. Sus ojos parecieron brillar, pero de repente se fijaron en un tipo corpulento con gabardina azul que se acercaba a nosotros. Ella le conocía, pero le ignoró y me dijo, “Aprecio lo que has dicho sobre quedarte hipnotizado, pero, ¿te refieres a estar como en un trance inducido por un hipnotizador?” Me sentía como si yo mismo me hubiese acorralado en una esquina con tanto parloteo. “Si lo quieres ver así”, dije. “Si no hipnotizado, sí cautivado. Es una palabra mejor. Personalmente, quiero hacer algo que valga la pena como actor, o como lo que tú has dicho”. “¿Qué he dicho?” “Has dicho ‘importante’. Sé lo que quieres decir. Como querer interpretar el papel de Montgomery Clift en Río Rojo [Red River]”. Ella dijo que le encantaba esa película. Le encantaba Howard Hawks, aunque siempre se “enfadaba” con ella. También le encantaba La Diligencia [Stagecoach], y ansiaba “desesperadamente” hacer una película con John Ford. Incluso había soñado hacer algo como Lo que la carne hereda [Pinky]. “En mis sueños soy pelirroja”, dijo. “No tengo por qué ser castaña”. No, dije, ciertamente no. “Cuando alguien está hipnotizado por una película, ¿crees que se abre algo en su interior, como dicen que pasa cuando te hipnotizan?” preguntó. Dije que imaginaba que sí. “Como si fuera una cuestión de identidad”. “¿Qué quieres decir con ‘identidad’?” “Identificarse con el personaje. Llevarlo contigo. Hacer que forme parte de tu vida, aunque solo sea para anhelar…” “Algo mejor”, terminó la frase por mí. “¿Qué sentido tiene hacer algo si no es para mejorar? Es como si alguien está enfermo y nadie viene ni siquiera a traerle unas tostadas”. Asentí, aunque no estaba seguro de lo que quería decir. Ella continuó, “Tengo que volver a intentar llamar a este número otra vez”, y se giró hacia el teléfono. Hizo una llamada de larga distancia mientras yo miraba su hombro y su cuello. Pudo conectarse, así que me aparté educadamente. La cara del hombre gordo estaba más blanca que la nieve; ella todavía le ignoraba. Él la llamó varias veces, intentando que dejase el teléfono. Se tuvieron que ir, dijo. Me sonrió, y yo le dije que era un amigo de John Hodiak. “¿Si?”, dijo. “¿John está aquí?”. Negué con la cabeza. Esperamos mientras Marilyn finalizaba una llamada que se convirtió en un ansioso monólogo entre susurros del que ninguno de los dos pudo oír nada. Terminado, dijo. “Que les den. Cuando alguien duda de algo y no quiere entender, solo se puede decir ‘que les den’”.
El hombre gordo asintió y le tendió la mano, la cual ella ignoró. Marilyn susurró algo y sonrió. De repente su comportamiento había cambiado al de una persona que yo había visto en pantalla. Incluso su voz cambió. Empezó a caminar diligentemente hacia un grupo que estaba al otro lado de la habitación, el cual incluía a Rocamora, Rory Calhoun y Jean Howard. Se detuvo tras unos pocos pasos. “Discúlpame un momento”, le dijo al gordo, y me tendió la mano. Se la cogí. “Me alegro de que seas amigo de John”, me dijo. “Ahora mismo necesita amigos desesperadamente. Yo podría ser mejor amiga para él, ya sabes, le quiero mucho, y es terrible lo que han hecho precisamente ahora que él está tan triste”. Me pregunté si se refería a su divorcio de Anne Baxter, una estrella de la Fox que odiaba a Marilyn y a quien Marilyn odiaba a su vez desde Eva al desnudo [All About Eve]. Me dio un pequeño beso en la mejilla y dijo suavemente, “Tenemos que pasar más tiempo con John”.
Asentí. Estuve a punto de preguntarle qué le estaban haciendo a John, pero el gordo interrumpió. “¿Marilyn? Por favor…” Me dijo adiós con la mano y dijo, “Ciao, la vedrò presto”. Unas semanas después almorcé con Hodiak en Musso & Franks. “La mitad del país está seducido por Marilyn”, me dijo. “Es una mina de oro para la Fox. Seducirá al mundo entero, pero la pobre chica nunca encontrará su sitio en él. Es dulce, tímida, obstinada y narcisista. Tiene potencial suficiente para hacer ganar mucho dinero a los que la venden, pero, Jonathan, la chica está necesitada”. “¿Qué es lo que necesita?” pregunté. “Ahora estás en el club”, dijo. “Ya lo verás tu mismo”. En realidad, ella eludía cualquier tipo de especulación. Cuando le conté lo de la fiesta de Outpost, las dos veces que la había visto desde entonces, él empleó la palabra ‘añagaza’; una estratagema para atraparte. “Te pone ojitos, te habla en italiano”, dijo. “Ahí va otra palabra: ‘engatusar’”. Recuerdo haber entornado los ojos. “¿De qué estas hablando?” Él sonrió. “Te ha seducido”. “No, no”, dije. “Es diferente. Es algo espiritual, como conectar interiormente… Es difícil explicarlo”. “Yo te lo acabo de explicar”, dijo él, asintiendo despacio, sin dejar de sonreír. Fotos de archivo cortesía de John Gilmore