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Identidad

Crecí creyendo en un falso profeta

Un tipo convenció a mi madre de que el fragmento secreto le había sido revelado para que él lo tradujera, anunciando así el final de los días. Mi madre creyó que él era el nuevo profeta de Dios.
secta falso profeta
La autora y su madre

Cuando tenía ocho años, fui bautizada en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Mis padres eran devotos creyentes; se casaron en el templo tres semanas después de que mi madre regresara de una misión. Íbamos a misa todos los domingos, asistíamos a los acontecimientos parroquiales semanales y rezábamos juntos todas las noches.

Una vez al mes, se invitaba a los fieles a dar su testimonio en la iglesia, lo que significaba que tenían que subir al estrado, acercarse al micrófono y declarar su fe delante de todos los presentes. Los miembros más devotos lo hacían regularmente, y a menudo rompían a llorar en plena declaración, abrumados por la presencia del Espíritu Santo. Mis padres siempre nos animaban a mí y a mis hermanos a subir al púlpito. La idea me aterrorizaba. No se me ocurría nada original que decir y nunca derramaba una lágrima, pese a que era lo que se esperaba de mí.

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A medida que me hacía mayor, empecé a preguntarme por qué yo no lloraba, por qué no sentía nada. Recuerdo haber tratado desesperadamente de reproducir alguna emoción al ver a mis compañeros completamente abandonados al sentimiento en los campamentos religiosos. Deseaba que las lágrimas me brotaran de los ojos. A veces sentía un atisbo de llanto a punto de desatarse, pero enseguida desaparecía.

Creía en la iglesia pero no era capaz de sentir lo que sentían los demás. Quería llevar ropa llamativa y estilosa, no vestir modestamente. Quería salir con chicos y hablar de tetas. Los demás padres me consideraban una mala influencia para sus hijos, hasta el punto de que a veces me excluían de las reuniones. Además, mi madre era guapa, vivaz y ambiciosa, rasgos que no encajan demasiado con la fe que profesa la Iglesia SUD.

Mis padres se acabaron divorciando y mi madre se enamoró de un hombre no perteneciente a la Iglesia, con quien se acostó. Atormentada por el sentimiento de culpa, fue inmediatamente a confesarse, pero el sacerdocio la había excomulgado, ya que el sexo prematrimonial era el peor pecado que se podía cometer después del asesinato. Durante tres años, a mi madre se le prohibió participar o hablar en la iglesia. Era como si llevara una enorme letra escarlata cosida al pecho. Después de aquello, fue muy duro para todos nosotros tratar de encajar nuevamente en la comunidad.

Cuando la humillación del proceso de penitencia se disipó, nos trasladamos a Utah. Habíamos estado haciendo espectáculos de ventriloquía juntas y yo había compuesto unas cuantas canciones; esa era nuestra oportunidad de empezar una nueva vida.

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Entonces conocimos a Adam.

Mi madre y Adam (he usado un nombre ficticio) se conocieron en un baile para solteros organizado por la Iglesia SUD. Ella decía que guardaba un sorprendente parecido con alguien con quien había soñado años atrás. En el mormonismo es habitual pedir a Dios que te envíe señales o tratar de buscarlas, así que cuando conoció a ese hombre con el que había soñado –un hombre con un magnetismo muy especial- después de superar una angustiosa penitencia, estaba claro que aquello era una señal, que quería decir algo.

Mi madre es una de las personas más inteligentes que he conocido. Es brillante, divertida y absolutamente encantadora, pero tiene problemas de confianza. No es que le cueste confiar en la gente –eso más bien es cosa mía-, sino que no puede evitar confiar en todo el mundo. El mormonismo prioriza la fe sobre los hechos, y la confianza en el profeta es un precepto obligado; esto lleva al devoto a sufrir una especie de ceguera. Cuando mi madre conoció a Adam, tenía el juicio considerablemente empañado.

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La iglesia cree que Joseph Smith utilizó unas piedras mágicas para traducir el Libro de Mormón a partir de las planchas de oro que un ángel le entregó. Según narra la historia, una parte del libro contenía profundas revelaciones que se ocultaron al mundo y que se revelarían durante los últimos días. Ahí la historia cojea. Si un tipo puede aparecer de la nada y convertirse en profeta al traducir una escritura misteriosa que nadie más es capaz de ver, ¿por qué no iba a poder aparecer otro tío y revelar lo que había escrito en ese pasaje secreto?

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Adam no tenía reparos en admitir que una vez había sido un hombre polígamo que convenció a su comunidad de que era un profeta. Ahora era un tipo soltero que frecuentaba los bailes organizados por los mormones. Allí conoció a mi madre. Empezaron a pasar tiempo juntos y, con ayuda de otras personas que decían ser creyentes, Adam convenció a mi madre de que el fragmento secreto le había sido revelado para que él lo tradujera, anunciando así el final de los días. Incluso afirmaba poseer una muestra y contar con la aprobación de la Iglesia. Finalmente logró convencer a mi madre de que él era el nuevo y verdadero profeta de Dios.

Recuerdo que al principio su presencia me incomodaba. A aquellas alturas ya conocía demasiado bien el elenco de hombres extraordinarios y malvados que se sentían atraídos por la naturaleza ingenua de mi madre. Su vida estaba plagada de acosadores, eruditos y sociópatas con pretensiones. Así que me mantuve alerta cuando llegó Adam, aunque solo tenía 12 años. Enseguida me ganó el corazón a base de elogios a mi forma de cantar y de comprarme chucherías.

Finalmente acabé creyendo totalmente en él por accidente. Un día estaba fisgoneando en el ordenador de mi madre cuando encontré unos emails que Adam le había enviado a mi madre. En ellos le decía que Dios la había elegido para hacer su trabajo en aquellos últimos días, entendidos como el segundo advenimiento de Cristo. Cuanto más leía, más convencida estaba: Adam era un profeta.

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Finalmente, después de tanto tiempo sintiendo tan poco, rompí a llorar. De repente, todo tenía sentido. Por supuesto que nunca había encajado en mi entorno: mi familia era especial, estaba destinada a un fin mucho más elevado. La Iglesia me había hecho sentir inadaptada e intrascendente. Pero aquello era muy trascendente.

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Le conté a mi madre lo que había visto. Ella me lo explicó todo y, durante un breve periodo de tiempo, todo fue felicidad. Dirigida por Adam, empecé a diseñar una página web, Angelfire, para la fundación de ayuda a los necesitados que Adam había creado como parte de los designios de Dios. Tuve la oportunidad de ver fugazmente algunos pasajes del fragmento secreto en la pantalla del ordenador. Adam también le dijo a mi madre que su mayor propósito en la vida tenían que ser sus hijos, concretamente yo. Yo iba a cambiar el mundo, dijo. Cuando mi madre me reveló la noticia, creí que iba a estallar de puro orgullo.

Adam empezó a mantener otras relaciones. Inicialmente, mi madre iba a ser su esposa espiritual (léase "sexo"). Después tuvimos que vender nuestras posesiones superfluas y dar el dinero a los pobres a través de la fundación. Vendimos una gran parcela de terreno; mi madre vendió el vestido de boda para el que había estado ahorrando tanto tiempo cuando volvió a casarse.

La siguiente revelación anunció que mis hermanos y yo no podíamos seguir viviendo con mi madre porque la misión que se le había encomendado era muy peligrosa. En lugar de volver a casa de mi padre en California, me quedé en casa de la familia de mi amigo Sean una temporada, para estar cerca de mi madre. Tengo muy buenos recuerdos de esa etapa: jugábamos a videojuegos, vi el canal UHF por primera vez y escribía ensayos sobre Weird Al. Una vida prácticamente normal, si no hubiera sido porque albergaba un gran secreto.

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Yo fingía que todo discurría con normalidad, pero en el fondo seguía creyendo que Dios me había escogido. Por las noches, mientras la familia de Sean dormía, bajaba a hurtadillas a hablar por teléfono con mi madre en susurros. Me tomaba mi responsabilidad muy a pecho y siempre que me sentía excluida o sola, me consolaba pensando que a fin de cuentas teníamos la labor de preparar el Segundo Advenimiento.

Un día, en casa de Sean, me arrodillé para rezar. "Querido Padre celestial, gracias por este día", dije con la oración de inicio habitual. "Sé que Adam es un verdadero prof…". No terminé de decirlo. Me invadió un acuciante y extraño sentimiento. No era capaz de terminar la frase.

Echaba de menos a mi madre. Era consciente de la importancia de hacer enormes sacrificios para alcanzar la salvación en la próxima vida, pero había empezado a preocuparme. Parecía triste.

Mi hermano y yo fuimos a visitarla en el lugar que Adam le había asignado: una habitación individual en un oscuro y deprimente hotel. Los baños estaban en los pasillos y los pasillo estaban llenos de exdrogadictos. Aquella noche había llegado un admirador que, apostado frente al edificio, no dejaba de gritar y de tirarle peniques a la ventana hasta que consiguió entrar. Golpeó la puerta violentamente mientras profería amenazas. Permanecimos abrazados hasta que llegó la policía. Esa era su vida, y estaba sola. Temí por su vida.

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En ese momento no lo sabía, pero Adam había tenido otra revelación. Había estado enviando a hombres para que mantuvieran relaciones sexuales con ella. Mi madre le había rogado que cambiara de opinión, pero él insistió en que era un prueba que debía superar. Sométete a esos hombres, amenazó, o pasarás el resto de la eternidad separada de tu familia . Cada vez que mi madre intentaba buscar una salida, aparecía un proxeneta violento que la forzaba. Mi madre no solo estaba triste, tenía pensamientos suicidas.

Un día, uno de los hombres enviados por Adam vino a acostarse con mi madre y terminó llorando, abrumado por las condiciones en las que mi madre se veía obligada a vivir. Como participante de todo aquel engaño, acabó por confesar que todo había sido un montaje. Esa misma noche la sacó de allí.

Todo empezó a derrumbarse. Adam no era ningún profeta. La cuenta bancaria de la fundación, a la que iba a parar todo el dinero de mi madre, realmente pertenecía a la novia y nueva "primera esposa" de Adam, cómplice del engaño.

Mi madre y yo estábamos sentadas en la colina frente a la casa de Sean cuando me contó toda la verdad entre lágrimas. De repente dejó de importarme ser o no especial. Solo quería que ella estuviera bien.

Y lo estaba, ambas lo estábamos. Empezó ir a terapia. Actualmente está sacándose un doctorado en psicología en medios de comunicación y colabora como activista contra el tráfico de personas. De alguna forma, sigue viendo lo mejor de la gente. Yo lo sobrellevé centrándome en la música y componiendo temas como una nueva forma de llenar mi espíritu. Adam desapareció del mapa un tiempo, pero después reapareció con el fragmento secreto completo, dispuesto a atraer a más seguidores.

Ya no somos mormones y quizá Dios no nos ha escogido para nada, pero al carajo, estamos juntos y yo sigo creyendo que somos especiales.

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Traducción por Mario Abad