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Vice Blog

DIARIO DE UN ESCRITOR QUE NO ESCRIBE PARTE TRES

Me da un flashback

Creo que ahí, en ese preciso momento, cuando dejé de sentirme tan solo, fue cuando comenzó el flashback.
Mi madre murió de Alzhéimer. Es una pena que no la conocieras. Fue vedette y actriz y cantante de pluma, lentejuela y gran pecho al aire, poco talento y sonrisa italiana (aunque era extremeña). Por eso cantaba copla, jotas y rancheras. Luego se pasó al soul traducido. Incluso canciones de la trova cubana, su favorita siendo "Veinte años". Ésta última normalmente sólo la cantaba cuando iba bebida o drogada, que era la mayor parte del tiempo, lo que hace que me sepa la letra de memoria desde niño. Lo cierto es que la pobre cantaba como un perro y bailaba todavía peor, pero tuvo la suerte, paciencia y determinación de casarse con un hombre de provecho (fortuna de ladrillo y politiqueo) que le compraba teatros y la enchufaba de extra en anuncios televisivos y produjo tres espectáculos diseñados para su lucimiento (que siempre cerraban por falta de público) y la única película que rodó como protagonista antes de dedicarse a la filantropía, al baile y a destrozarse la vida. En sus últimos años perdió muchísima capacidad auditiva, pero ni siquiera eso le importó: se dejó la piel modernizándose (actualizando currículum, que decía ella) en academias y after-hours y llegó a bailar dubstep, powerpop, fuzz funk, hip hop y rock shoegaze reconociendo el ritmo de la música a través de las vibraciones sonoras del suelo bajo sus pies descalzos. Como un chucho ciego, en cualquier sitio que entraba (y entraba en muchos, créeme) embutida en modelos imposibles y carísimos, lanzaba los Louboutin contra la barra y se dejaba abandonar a las bases extáticas, pasando de brazo en brazo y sin parar en ninguno. Así hasta la puerta. Cuando salía despedida, normalmente al callejón trasero entre basuras, volvía a entrar por la puerta luminosa recomponiéndose descalza sin esperar colas y entonces volvía a empezar ilusionada. Creo que en algún concierto de punk escandinavo llegó a lanzarse en plancha a las masas. Al menos eso dijo ella cuando tuvieron que reconstruirle la mandíbula (momento que aprovechó para hacerse varios raspados, limados de caderas, lipoescultura e implantes). Por supuesto, en los últimos años, casi todos sus "amigos" fueron maricones (hombres solteros cuarenta años más jóvenes que admiraban su inconsciencia vital y su alegría irresponsable y necesitada de atención), lo que hacía que además de ser tremendamente feliz (por horas), estuviese completamente sola. Es normal que con tan ilustre árbol genealógico (un padre ausente y una madre presente sin cortes publicitarios) yo saliese artista. Torturado, por supuesto. Además de las miles de leyendas nocturnas que aún perduran, si hay algo que recuerdo de ella es que no conocía el rencor porque no tenía recuerdos. No pensaba en el pasado y desconocía la nostalgia. Para ella la existencia era un estado etílico eterno y borroso que ni las operaciones de miopía podían enfocar a perpetuidad. Así que no dejó de ser justicia poética que cuatro años después de la muerte de mi padre y heredada toda su fortuna (consiguiendo el respeto que nunca tuvo por su talento con el dinero), esa enfermedad (justo esa y no otra) comenzara a descomponerla. Estamos en la habitación de mi madre en el pabellón de cuidados paliativos del hospital privado más caro de la ciudad. Aquel hospital privado repleto de mármol, dorado y jardines llenos de jazmines y galanes de noche que has visto en mil revistas. El mismo hospital donde está dando a luz la actriz hiper-famosa que ha lanzado un comunicado desde la clínica de desintoxicación en la que estaba ingresada bajo pena judicial para convocar a toda la prensa posible a sus puertas. Son los últimos días de mi madre, delgada, mortecina, ausente. Yo me siento junto a su cama, acunándole la mano, lo que queda de ella. Acariciándola en silencio. La mirada perdida en la ventana desde la que veo el jardín apacible y los exclusivos enfermos paseando.

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Cagoenlaputa deja ya de tocarme, cojones – murmura mi madre. Me vas a desgastar la mano con tanta caricia, mariposón.
Nunca hemos sido una familia de vínculo físico ni de teleserie. Pero sé que no es ella. Sé que es la enfermedad. Porque ella nunca ha opinado. Ella no hablaba. Ella hacía. Y lo hacía todo a escondidas. Bebía a escondidas. Se colocaba a escondidas. Tenía talento a escondidas. Mentía a escondidas. Amaba a escondidas. Ella era lista. No se dejaba atrapar ni conocer. Retiro la mano. Se instaura entre nosotros un conocido silencio familiar, el mismo que nos ha mantenido unidos toda la vida.

¿Qué haces imbécil? –me pregunta escupiendo en una palangana y recolocándose en la cama blanca. Sobre su cabeza descansa el enorme lienzo que pintó hace años un amigo suyo que murió de sida (uno de los primeros casos) y que mi madre hizo traer consigo cuando la ingresaron. Ya no recuerda el nombre ni la cara del pintor así que dice, a cualquiera que quiera escucharle, que es un autorretrato que pintó ella misma bajo la atenta mirada de Lucien Freud en Londres. Porque en las últimas dos semanas le ha dado por decir que se llama Elsa y que es pintora. Yo le dejo hacer sin intentar matar la imaginación y verborrea que ha despertado la enfermedad, una nueva manera de esconder sus carencias. No deja de ser lo mismo que hago yo a diario. Mentir y rellenar silencios para que no descubran quién soy realmente, aterrado de que eso pueda significar el rechazo. En eso mi madre no se diferencia demasiado del resto de la humanidad, yo incluido. En el cuadro se puede admirar su belleza liviana, sus mejillas sonrojadas de bebedora compulsiva (nunca tuvo problemas de palidez), su increíble parecido a Monica Vitti y esa sonrisa ingenua que le hicieron tan atractiva en un tiempo. Un tiempo más allá del pasado, prehistórico. Ahora el cuadro sirve de cabecero y crucifijo y constata el calendario cruel de toda una vida, de centenares de estaciones: bajo él descansa todas las noches una mujer arrugada que nada tiene que ver con esa pintura.

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Pienso.

¿Piensas?

En que te estás muriendo. En el amor. En todos los libros que no he escrito. En lo que me echo de menos.
Es ese jardín de mierda, tanta flor y tanto verde, que te ablanda. Abajo el verde. La ciudad es el futuro. Y mis cuadros. Me podías haber traído unos cortinones naranja oscuros. Con flecos grandes y pesados, por supuesto. Como los del teatro. ¡Cómo echo de menos subir a un escenario! El público me reclama y yo aquí encerrada mirándote a ti la cara.
Desisto en explicarle que hace siglos que no pisa uno y que nadie se acuerda de ella, ni cuando estaba en activo. De hecho, con total seguridad, el público descansa relajado sabiendo que está fuera de juego y encerrada.
¿Necesitas algo mamá? – le pregunto levantándome de la silla y comenzando a caminar. Me siento algo inservible.

Tráeme una copa. Estoy reseca.

Me desplazo al minibar y procedo a intentar engañarla como hago a diario varias veces, cada vez que solicita líquido. Llegó a intentar convencerme de que el suero que le inyectan por vía intravenosa (hace una semana comenzó a dejar de masticar) pasaría mejor si iba regado con Cointreau así que junto a su médico decidimos echarle colorante para convencerla de que accedíamos a sus peticiones. Cualquier cosa con tal de hacer sus últimos días lo más amables posibles. Desde el minibar y a espaldas de ella lleno un vaso enorme de agua con gas. Se lo acerco a la cama y le ofrezco el supuesto gin tonic. Lo recoge con alegría y se lo lleva a los labios curtidos e inmediatamente me escupe el contenido a la cara.

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¡¿Qué quieres, matarme?!

No respondo. Me echo a llorar, vencido, en silencio, como cuando era pequeño, delante de su mirada excruciante. Me siento de nuevo a su lado y sollozo. He vuelto a tener doce años en cuestión de segundos. Ella me mira, paciente. Sabe lo que viene a continuación.

Te han vuelto a dejar, ¿no?

Asiento en el aire.

¿No lloras porque me muero, eh? ¿Te ha dejado, es eso?

Sí – consigo admitir entre sollozos huérfanos.

No llores, cojones. Merengue cursi. No te duran ni un telediario. Todas terminan dejándote – comienza a hacer gárgaras con el agua, divertida. Parece un delfín. Si pintases como yo, por lo menos podrías expresar lo que sientes. Pero claro, no habiendo heredado nada de mi creatividad…

Mamá… No quiero que te mueras.

Cállate ya, imbécil - mi madre comienza a reírse entre convulsiones. Se incorpora en la cama y veo todo lo que ha adelgazado en estos últimos meses. Recuerdo con tristeza que era una mujer muy bella.

¿Le llamaste tú, verdad? Estoy convencida de que no aguantaste…

Asiento con la cabeza. Nos vimos. Me ha dicho que siente que es un distanciamiento, que no me ve como una pareja –explico. Hablamos del amor, de lo que ella necesita. De lo que yo busco. De lo que quiero.

¿Y qué quieres?

Escribir, creo.

No se vive escribiendo a no ser que hagas tochazos históricos y lleves melena cardada y escribas frente a un ventanal con plantas, a ser posible en un barrio residencial a las afueras del centro. Ni siquiera llevas camisa. La mierda que escribes tú no la quiere leer nadie. ¿Para qué coño quieres escribir? El futuro está en la energía térmica y en mis pinturas.

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Necesito demostraros que valgo.

¿Le has rogado que no te abandone, verdad?

Le he dicho que era lo más importante de mi vida. Que yo creo en el amor. Que creo en nosotros.

Dios mío, pero ¿tú qué buscas? ¿Fuegos artificiales? ¿Que se te carde el pelo cuando le veas? ¿Que la tipeja entre en una habitación y tú levites en círculos? ¿Que te solucione la vida alguien que no eres tú?

Le miro. Esa mujer moribunda está más viva que yo, aunque pese tanto como el papel, la muy hija de puta. Y dice cosas. De hecho no calla. Es un muñeco que habla. No entiendo cómo dura viva tanto tiempo. Llevo tres semanas de luto adelantado y ella sigue viva. Sólo habla y habla y habla.

¿Sabes lo que es el amor? – continúa entretenida como una niña hurgando entre las durezas de sus pies. El amor es lavarse los dientes cuando el otro está cagando compartiendo un cuarto de baño mientras se mantiene una conversación de lo más natural. Eso es el amor. Aguante, paciencia y sacrificio. Esfuerzo. Lo demás es… mierda. Cuentos. Pajas con el corazón.

Apúntate eso para un título: Pajas con el corazón.

Si pudiera detener el tiempo y hacer que volvieseis a quererme. Los que me quisisteis demasiado y luego, un día, olvidasteis seguir haciéndolo. Tú, ella -– lanzo las manos al aire intentando expresar lo que mis palabras no pueden. Me tintinean los anillos en el espacio silencioso y aséptico del hospital. ¿Eso se puede hacer en los sueños, no? ¿Parar el tiempo? ¿Cambiar las cosas?

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Ni lo sé ni me importa. De todos modos, esto es un flashback. ¿Tanto anillo en las manos no te destroza el prepucio?

Me los quito para masturbarme.

Bien hecho. Necesito un tiro y un copazo – dice mi madre repentinamente eufórica. Para ponerme a tono. Me estoy quedando pelada de frío, coño, y sinceramente aburres a las piedras con tanto drama. No es que sea una insensible, es que tengo prisa.
Dicho y hecho. Se levanta de la cama y rescata de un cajón, ante mi mirada atónita, un sombrero de ala ancha arrugado y coronado por una flor de terciopelo blanca y dos pendientes de racimos de perla más grandes que sus manos. Camino de la puerta se maquilla los labios de un color azul celeste pálido. Parece un dibujo animado o una prostituta rusa.

¿Dónde vas mamá? Que te estás muriendo…

Me voy a Tiffany´s a comprarme joyas o a comerme un bollo, ¿qué te parece? Y de camino, me tomaré un carajillo que estoy destemplada y pinta que hace viento. ¿No tendrás unos euros para dejarme? ¿Me das las llaves para ir en moto? Siempre he querido ir en moto con la melena al viento - si sólo pudiese explicarle que hace meses que el pelo se le ha empezado a caer y que lo que en otro tiempo era una cabellera imponente ahora son pequeñas islas de vida seca. ¿Dónde está mi navaja de Albacete?

Hace años que la perdiste, mamá. Y no tienes moto. Tenías chófer pero le despediste porque te abandonó cuando decidió no seguir rindiéndose a tus encantos y volver a su mujer. ¿Dónde vas?

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A bailar house. Ya te lo he dicho, cojones. ¿Y mi sacacorchos de Svarowski? – anda rebuscando por los cajones de toda la habitación, en camisón transparente, descalza, sombrero y maquillada, lo que añade a la estampa una fragilidad insoportable.

No lo sé, mamá.

¿Y el cabrón de mi hijo? – continúa buscando en los cajones como si su vida dependiese de encontrar ese objeto.

¿Tu hijo mamá?

Sí, el ingrato hijo de puta que no ha venido ni un solo día a verme. Tu amiguísimo. Ese. El que se burla y me odia pagando su propia incapacidad con odio y resquemor gratuito. El que se forrará cuando la diñe.
De nuevo el dinero. Todo se convirtió en una cuestión de dinero para ella desde la muerte de mi padre. Todo giraba en torno a él. La inundó.

Tu hijo… Soy yo. Pero yo no te odio. Yo… - mi madre se da la vuelta y me mira a los ojos, expectante -bueno, ya lo sabes. No hace falta que te lo diga…

La habitación estalla en un silencio atronador repleta de cajones abiertos vacíos. Mi madre de pie en mitad de la misma rodeada de blanco parece pequeña y perdida, desahuciada. Por primera vez veo confusión y dolor en su mirada. Una mujer sola e indefensa, incapaz de pedir perdón, rebelándose a aceptar, escapando de sí misma y de todo lo que construyó, sin entender. Ahora que nos hemos reconocido, unos instantes, no sabemos qué decirnos. Estamos colocados como en un duelo del oeste, frente a frente, midiéndonos. Intentando encontrarnos sin atrevernos a avanzar.

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Han repartido copias de "El principito" en Afganistán – apunta ausente, hipnotizada. Lo he visto en las noticias.

Algo he leído, sí.

Me pregunto por qué repartieron ese libro y no alguno de los tuyos. Tienes dos, ¿no, cariño? Eso me dijiste, al menos, hace ya mucho tiempo. Casi no lo recuerdo. Pero no deben ser lo suficientemente buenos para que los repartan, ¿no crees? - Ahí está. Su capacidad imbatible de hacerme sentir abandonado y menospreciado. Su amor chantajista y exigente. Su condena de vergüenza compartida con el mundo. La coletilla. La famosa estocada que ha marcado mi infancia. La incapacidad. La ineptitud. El onmipresente "no eres suficiente".

¿Qué hago yo ahora mamá? ¿Ahora que has decidido irte?

Yo qué cojones sé. Te vendría bien hacerte cargo de ti mismo. Que ya tienes una edad.

Me han detenido mamá. Unos maderos. Hace unos minutos. En casa. Ahora probablemente me llevan detenido a algún lugar. Y ni siquiera sé por qué. ¿Qué hago?

Pues seguir viviendo. Renunciar. Ganar. Aceptar que no tienes talento y vives de las rentas. Aprenderte una copla. Intentar que te dure algún amigo o algún polvo. Bailar descalzo. Caminar. Que es la única puta forma de contestar a todas esas preguntas. Como hacemos todos – vuelve a iniciar su frenética actividad de búsqueda, como si no hubiese ocurrido nada. La observo sin ser capaz de articular palabra.

Dame esa cadena.

Es un regalo tuyo, mamá. No puedes llevártela.

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¿No querrás que salga a la calle sin nada dorado, no? Urraca… – murmura arrebatándomela.

Inmediatamente se desplaza al armario empotrado (¿va en patines?) y rescata su bolso de Hermés. Lo revisa con ansiedad. La veo encorvada con medio cuerpo dentro del bolso y recuerdo que de pequeño a menudo me ponía "Desayuno con diamantes" cuando se sentía melancólica y había bebido de más, la misma mujer histriónica e histérica que ahora tengo frente a mí. De madrugada me sacaba de la cama, movida por una necesidad imperiosa de compartir y me explicaba lo que eran los días rojos. Así conocí lo que era el miedo. En la cara de Audrey Hepburn con antifaz explicando que los días rojos eran aquellos en los que sentía miedo y no sabía por qué.

¿Cada día hay menos días rojos, verdad mamá?

Tú has salido subnormal perdido, corazón. ¿Me das dinero o tengo que atracar un banco? Estos hijos de puta de los enfermeros se me han llevado la cartera de Vuitton y creo que me han quitado el gramo que tenía escondido. Extrae con soltura una toga reluciente del armario. ¿Qué habrán hecho estos desgraciados con mi ropa?- pregunta al aire. Entiendo que lo que mi madre se está poniendo debió de pertenecer al anterior ocupante de la habitación, un juez del Supremo, probablemente.
A mí también me gustaría saber dónde han metido mi Margiela. No pongas esa cara de marciano. Soy moderna y práctica. Tiro con lo que hay. En dos meses esto que ves será tendencia – no intento convencerla de que parece un muñeco de feria, con una sábana negra cuatro tallas más grande que ella, una juez mengüante. Intento acercarme pero ella se retira, suavemente. Abre la boca y aprieta los muños, buscando aire.

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¿Qué te pasa mamá?

He tenido una visión, creo.

¿Estás viendo la luz al final del túnel?

Lo único que veo – dice remangándose la tela que oculta sus bracitos - es una barra de bar y muchas botellas alineadas esperando a que llegue para bebérmelas de un trago. Y a una china, no de costo, una china de mujer oriental acodada en la barra. Una enana de ojos rasgados que utiliza alzas y que como todas las chinas bajas se maquilla demasiado y tiene muy mala hostia y está decidida a hundirte la vida en nombre de todo lo que les haces a las mujeres. Veo que te has convertido en alguien mezquino, cobarde, depresivo, patético, ruin y feo. Te veo solo. Eso es lo que veo. Que estás más solo que la una. Y ahora si me permites, me voy a dar el palo a alguna vieja de esta planta para poder costearme un taxi y el desayuno ya que tú no sueltas ni un céntimo. Ya me echarás de menos cuando falte, asqueroso. No le digas a Vicente que me he ido.

¿Quién es Vicente?

Mi amante, quién va a ser – Dios mío, esta mujer no descansa ni moribunda - Está en esta planta, al fondo. Nos conocimos en la sala de rehabilitación. Quizás haya muerto ya. Aquí nunca se sabe.

Dime algo mamá. Antes de irte. Dime algo que me sirva.
La vida se divide entre los que hacemos cosas y nos arriesgamos, saliendo de estas habitaciones de confort aséptico y los que os quedáis en ellas, los que sólo esperáis a que las cosas os pasen. Esa es la única diferencia que existe entre nosotros, los valientes, y vosotros, los cobardes – comienza a jugar con algo bajo la toga, incómoda. Me lanza las bragas que acaba de quitarse. Las recojo y hundo mi cara en ellas, aspirando su olor. El olfato es el único sentido que tiene memoria, dicen. Son suaves, dulces, de algodón. Toma, quédate con esto. Póntelas cuando me eches de menos. Yo siempre fui una mujer de potorro al aire. ¿Sabes que Peter Sellers era maníaco depresivo? Quizás ahí resida alguna de las respuestas que buscas. Y no pongas esa cara de cromo. Lo heredarás todo. Au revoire.
Mi madre desaparece. Podría salir tras ella e intentar retenerla pero sé que no serviría de nada. Su avidez de vida me lo impediría. Oigo sus tacones uno a uno marqueteando el mármol del pasillo, alejándose, y su característico silbar, la canción cubana (por si te hace tener una experiencia multidisciplinar aquí la tienes . Escucho los aspavientos de la gente que se cruza en su camino y la intentan detener, como si se tratase de una aparición de H.P Lovecraft con colores de Takashi Murakami. La imagino alegre, rebelde, imbatible y sola, danzando con saltitos cortos hacia la muerte y su destrucción total, desentrañando "Veinte años" de María Teresa Vera a pulmón abierto de la misma forma huérfana en que a veces la recuerdo en aquellas mañanas de mi infancia frente al espejo de su tocador, tarareándola con la mirada perdida, el maquillaje corrido por las lágrimas y la madrugada solitaria y la mano temblorosa. Como no sé muy bien qué puedo hacer en una habitación vacía de hospital, me tumbo en su lugar en la cama, aún vestido, y me pongo sus bragas sobre el vaquero. En posición fetal me arropo, sin perder de vista el jardín que puede verse a través de la ventana y los flashes como relámpagos que anuncian en silencio que la estrella de cine ha debido ya dar a luz o que mi madre realmente acaba de atracar a alguien para costearse un carajillo y algo de farlopa. Aprieto las piernas para sentir el roce caliente del algodón de sus bragas y cierro los ojos, entre mantas que no son mías, en la cama de un cadáver que lleva años muerto, oliendo su perfume y su sudor que impregna la almohada, reconociendo mi historia, preguntándome si yo recibiré, algún día, alguna visita, aunque sea en un flashback. Si alguien sabe que estoy aquí y puede llegar a interesarse por mí y entender que ahora más que nunca me gustaría que me quisieran, en un escenario que no existe, haciéndome preguntas de las que aún no sé la respuesta. Ahora que necesito a mi madre, ella ha decidido morirse. Si lo hubiera sabido a tiempo, habría intentado comprenderla.

JAVIER GINER

ILUSTRACION: POL ANGLADA