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Μodă

La Milán bebedora

Renata Molho recuerda cuando Italia estaba de moda.

Fotografia de Lele Saveri En 1979, la semana de la moda de Milán superó a la de París tanto en beneficios brutos como en lo referente a volumen de negocio, marcando el inicio de una edad dorada para la norteña ciudad italiana. Estalló todo poco después es una bacanal de fiestas, pasarelas, sexo, revistas, fotógrafos, supermodelos y repulsiva decadencia al estilo de la Antigua Roma. Una década más tarde, de todo aquello no queda nada. Recientemente, en el transcurso de una cena temprana, charlamos acerca del apogeo de Milán en los años 80 con Renata Molho, quien trabajó como estilista durante la mayor parte de esa década para cualquiera que fuese alguien, y durante los 90 como una de las mejores periodistas especializadas en moda de toda Italia. Renata es hoy la editora de la sección de moda del Sole 24 Ore (el equivalente italiano del Financial Times), escribiendo también para Vogue Italia y otras revistas del grupo Condé Nast. Es, asimismo, la autora de la única biografía que se haya publicado hasta la fecha del indiscutido rey de aquella época dorada, Giorgio Armani. No sólo es Renata, como cabía esperar, una de las personas más sofisticadas y elegantes que jamás hayamos conocido: también es, ésto no lo esperábamos, una mujer increíblemente franca y directa. Vice: La edad de oro de la moda italiana transcurrió entre los primeros 80 y los primeros 90, y Milán era algo así como el centro de ese mundo. ¿Dónde estabas durante ese período? Renata Molho: Empecé a trabajar en el mundo de la moda en 1982, y podría decirse que al principio era prácticamente una esclava. El primer gran boom había estallado unos años antes, y ya entonces había una menor demanda de mano de obra. Trabajaba en una agencia llamada Verve, la única que durante los primeros 80 cubría el espectro al completo: comunicación, publicidad, catálogos, y editoriales y sesiones fotográficas para las revistas. La agencia la integraban personas que, como yo, lo coordinaban todo, desde los cástings a la producción pasando por el estilismo. Trabajé mucho para una revista llamada Donna, que por aquel entonces era más importante y respetable que Vogue Italia. Los editores eran Flavio Lucchini, procedente de Condé Nast, y Gisella Borioli. Yo tenía que hacer de todo. Una semana tenía que encargarme del reportaje central de Donna con el último vestido de Ferré y el mejor fotógrafo, la mejor modelo y el mejor maquillador, y la siguiente de un catálogo desplegable dirigido a las amas de casa. Aprendí al instante que, en ese trabajo, los asuntos pequeños son los más difíciles. Cuendo cuentas con el vestido maravilloso y el fotógrafo célebre, no hay nada realmente que tengas que hacer. Aprendí un montón. ¿Cómo era el ambiente en esos años? Una locura. Todo el mundo era entusiasta y creativo y estaba dispuesto a todo. Te sentías como si estuvieras a punto de iniciar algo importante. Todos queríamos inventar cosas nuevas. Y en lo que se refiere al entusiasmo y la alegría, era un mundo totalmente distinto. En los medios tradicionales, institucionalizados, el entusiasmo se había volatilizado. Aún podías crear alguna cosa cuando yo empecé. La presión publicitaria era mucho menor. Ahora te envían un par de tops y un vestido y eso es todo. En aquellos días nos quedábamos todos en la oficina hasta las tres de la madrugada, y quiero decir todos, de los asistentes a los fotógrafos pasando por los estilistas. Y lo hacíamos con una sonrisa en la cara. Todo resultaba novedoso. De Giorgio Armani al último mono, como lo era yo, todo el mundo permanecía en pie, emocionado por estar trabajando. Algo tendría que ver el dinero que se movía por ahí… Cantidades ridículamente elevadas. ¿Sabes cuánto ganaba yo en 1983? Millón y medio de liras al día. Al cambio actual, unos mil euros. Diarios. Si encargabas algo a Verve, Renata Molho te iba a costar mil euros por cada día de trabajo. Y eso que yo no era nadie. Imagina el dinero que otros llegaron a hacer. Pero también dices que era un esfuerzo colectivo. ¿Habían entonces menos choques de egos? En cierto modo, así era. Había una jerarquía que respetar, por supuesto, yo no podía hablar en tono informal con cualquiera, pero de todas formas reinaba un cierto igualitarismo. Por ejemplo, en la zona de Via Tortona, que es ahora el centro neurálgico de la moda en Milán, con cerca de 300 bares y restaurantes, estudios y salas de exposición, había entonces un único bar, el Telex. Acostumbrábamos todos a ir allí, del primero al último. Sólo era un bar italiano normal, pero los propietarios servían montañas de ostras frescas y litros de Campari. Y tú te sentabas ahí con Richard Avedon, con Oliviero Toscani o David Bailey.

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Portadas y recortes de las revistas Vogue Italia y Donna del 1980 al 1991, la era dorada de la industria de la moda de Milan. Imágenes por cortesía de Fashion Work Library Club.

Suena estupendo. ¿Qué sucedió?

Perdimos el sentido de la mesura. Mira, cuando empecé, yo me movía entre bastidores. Aún no me había encontrado con los peces gordos, no fue hasta más tarde que empecé a trabajar con los grandes nombres. Pero incluso estando en la periferia puedo decir que todo se movía a una escala más humana. Algunas personas ya se consideraban a sí mismas “estrellas”, pero las cosas aún no habían estallado fuera de toda medida.

Pero lo hicieron. El estereotipo de los excesos de los 80. Los medios, tanto los generalistas como los dedicados a la moda, comenzaron echar leña al fuego, más y más cada vez, y así es como se desarrollaron los cultos a la personalidad. Una montaña de egos apilados uno encima del otro hasta llegar a la era de las top models. La cosa llegó al extremo con Linda y Cindy y las demás chicas. Gianni Versace empezó a verse a sí mismo como ‘Versace’, y Giorgio Armani se transformó en ‘Armani’. Se salió de madre, los editores convertidos en estrellas, los estilistas y relaciones públicas creyéndose Madonna. Una locura colectiva. Tarde o temprano, tal insensatez iba a tener un efecto directo en la calidad del trabajo, y efectivamente lo tuvo. Ahora todo es mucho más superficial y estéril. Cualquier asistente, por sustituible que sea, se cree histéricamente que es indispensable, y la persona que debería ponerle firme está, sencillamente, fuera de sus cabales. ¿Te refieres a los editores? Editores, editoriales y propietarios. Piensa en el poder que las oficinas de prensa tienen hoy. Es probable que dicten el ochenta por ciento de lo que se escribe. En los 80 no era así. Las revistas de moda las escribían gente con buen gusto, o con mal gusto, pero que expresaba sus opiniones. La moda y Milán siempre ido cogidas de la mano, así que imagino que también la ciudad habrá cambiado. Por completo. Cuando lo de la moda explotó, nació la Milano da bere. Deberíamos explicar esta expresión para los lectores no italianos. Milano da bere significa “la Milán bebedora”. Es una expresión habitual para describir los excesos de Milán en los 80. Correcto. Era la época de Craxi, y el partido socialista, con sede en Milán, gobernaba el país. Dinero fácil, fiestas constantes… Una de cada dos personas era extranjera. Una atmosfera muy superficial, pero también vibrante. El dinero de la moda subvencionaba el arte. Piensa en ese local de Fiorucci que pintó Keith Haring. Se respiraba la sensación de que cualquier cosa era posible. No duró mucho. Duró muy poco. El fin llegó en los primeros 90 con el escándalo Mani Pulite, el caso de corrupción en el que se vio involucrado el 60 por ciento del parlamento italiano y que supuso el final de la primera república italiana. Todo el mundo se declaró en bancarrota y se cerró el grifo. La explosión de hedonismo empezó a volverse agria y, más importante aún, la gente ya lo había dado todo en cuestión de creatividad y esfuerzo. De modo que en cuanto el dinero dejó de fluir se colapsó la estructura al completo. El que no se marchó decidió clausurarse en casa. Milán se convirtió en una ciudad de casas cerradas. Murió, en cierto sentido. Y a día de hoy sigue muerta. ¿Estalló la burbuja cuando se acabó el dinero, o se acabó éste al estallar la burbuja? Las dos cosas. Ambas están estrechamente ligadas. Pero no se puede negar que fue el dinero el combustible que alimentó ese período. Cuando el dinero dejó de entrar, todo lo demás se detuvo. Incluyendo la prensa dedicada a la moda. Sí, así lo creo. La cobertura en medios generalistas, la de la prensa especializada, la de las agencias de comunicación… Todas ellas se convirtieron en un homenaje sin alma a cosas que ya habíamos visto con anterioridad. Piensa en los sucesivos revivales que se vienen dando desde que terminaron los 80. Te pondré un ejemplo: incluso hoy, la música que suena en la mayoría de pases de modelos no es más que un popurrí de canciones de los 60, 70 y 80. Un enorme agujero vacío. Ya nada es excitante, y de hecho casi todo es terriblemente aburrido. Los mejores artículos los escriben a menudo editores y periodistas independientes. Las firmas famosas dan la impresión de despachar los asuntos con la mente puesta en cualquier otra cosa. ¿Te has dado cuenta de que ya nadie expresa sus opiniones? Yo abandoné el estilismo en 1991 y empecé a ganarme la vida con la escritura. Debo admitir que he tenido mucha suerte en este campo. Siempre he podido decir exactamente lo que pienso. ¿Tienes el completo apoyo de las editoriales que te publican? Sí. Si un cliente se queja, mis jefes le responden, “Si ésto es lo que la Renata Molho opina, ésto es lo que nosotros opinamos. Gracias y adiós”. Lo mío era poco menos que un caso clínico al empezar a gozar de esta libertad de expresión. Yo era la única reportera especializada en moda del Sole 24 Ore y, contra toda lógica, mi línea editorial condujo a que se vendieran todas las páginas de anuncios del suplemento dominical. Hubo un tiempo en que el trabajo de calidad tenía su recompensa.

ENTREVISTA DE FEDERICO SARICA

Es cierto que hubo un colapso económico en Milán en 1992, pero también que los grandes personajes del pasado ya no existen. A mí me parece que muchas de las personas que hoy trabajan en la industria de la moda son bastante incompetentes. Todo el mundo tiene un título que se ha sacado en uno de esos institutos de la moda que no creo que existieran en los 80. Esas escuelas no tienen hoy mucha utilidad. Se basan mucho en la teoría. ¿Para qué necesitas la teoría? Para nada. Lo que necesitas es experiencia, haber vivido, visto y hecho otras cosas. Yo enseñé durante un tiempo, y les decía a mis estudiantes: “Ver una pintura de Chagall es mucho más importante que haber leído todos los números de Vogue que se han publicado”. Yo no fui a ninguna escuela de moda. Dibujaba y escribía por decisión propia, y entré en este mundo de manera casual. Y aun así, el primer trabajo que me ofreció la agencia fue el de hacer un cásting en la calle para una campaña de Oliviero Toscani. ¿Sabes? No hice más que entrar y ya me habían puesto en la mano una enorme cámara Polaroid. Me dieron una palmadita en la espalda y dijeron, “En marcha”. Y yo me puse a caminar por Milán fotografiando gente. Les gustó tanto lo que hice que dos días después me encargaron crear el estilismo para una sesión de Avi Meroz, un gran fotógrafo del que por desgracia no se habla mucho estos días. Meroz, Gastel, Ferri y compañía hicieron todas las grandes campañas publicitarias de los 80. ¿No te dio un poco de miedo? No tenías, literalmente, ninguna experiencia. Por supuesto. Estaba aterrorizada, me tiraron de cabeza a la piscina sin saber nadar. Pero entonces no teníamos tantos complejos como ahora. Llegué al set con una maleta Samsonite enorme llena de ropas, y ni una sola pista de qué hacer con ellas. Sólo me dijeron dos cosas: “En primer lugar, cuando no sepas qué hacer, ponle a las modelos medias negras; en segundo lugar, usa tu cerebro”. Así es como empecé y, gracias a Dios, todavía estoy aquí. ¿Cómo era tu relación con todos aquellos fotógrafos de renombre? ¿Te menospreciaban por tu falta de experiencia? Recuerdo mi primera interacción con Avi Meroz. Me dijo, “Renata, necesitamos un sombrero. Un sombrero. ¿Tienes un sombrero?” Yo no lo tenía. Me entró el pánico, me volví loca buscando uno. El responsable del peinado y el maquillaje, Antonio, vino a mi rescate. Sabía que era mi primer trabajo importante y me dijo, “Mírale directamente a los ojos y dile que un sombrero no quedará bien”. Lo hice, y Avi me creyó. Así que había una jerarquía pero también igualitarismo, una frescura en la que contaba la opinión de cualquiera. Todavía pienso en Antonio y en lo que me dijo ese día. Era una persona fantástica y un artista de talento. Murió de SIDA. Muchos otros lo hicieron. Muchos. Fue una masacre. Mirándolo con la perspectiva del tiempo, creo que quizá fue el primer hachazo en caernos, aniquilando las fantasías de omnipotencia que alimentaban nuestro trabajo. Una locura. Imagina el constante flujo de chicos que llegaban a Milán procedentes del campo, donde vivían con sus padres en una casita, y que a las pocas semanas ya eran invitados de honor en el Ritz. No podían entender lo que les estaba sucediendo, era como si estuvieran en un remolino. No había ninguna información sobre el SIDA, como tampoco había límites ni escrúpulos. La fiesta pronto se convirtió en un baño de sangre. ¿Cayeron muchos amigos tuyos víctimas del SIDA? Me acuerdo de mi maquillador favorito, Giuseppe Ciulla. Un chico muy dulce. En cualquier otra época hubiera llegado a Milán, empleado de mecánico, casado con una chica dulce y regordeta y quizá atravesado alguna que otra duda sobre su identidad, las mismas que todos tenemos. Pero las cosas eran muy distintas en esos tiempos. Entró en este mundo y perdió la cabeza. Era un chico brillante, entusiasta, inseguro. Todos quisimos decirle que tuviese cuidado. Le vi cambiar de una semana a la otra, fue horroroso. Se fue apagando lentamente, y en tres años había fallecido. Fue muy triste. Hay una cosa que me asombra de ti, y es tu historia como autónoma. Incluso cuando editabas Vogue Italia no te quedaste mucho en las oficinas. Estuve en Vogue tres años, después decidí dejarlo y colaborar desde fuera. Siempre he tenido mucho respeto por Franca (Sozzani, editora jefe de Condé Nast Italia), pero, como me conozco, sé que habríamos acabado peleándonos constantemente. Trabajando como autónoma, todavía puedo mantener con ella una buena relación. La verdad es que no soy una persona que se sienta a gusto detrás de un escritorio. Me gusta ser independiente. Obviamente, me encantaría que alguien me llamara para proponerme crear desde cero mi propia revista, con mi propio equipo. Pero eso nunca ha sucedido. Siempre se me ha propuesto que dirigiera revistas ya existentes y, sinceramente, no hay ninguna con la que me identifique por completo. Eres la autora de la única biografía existente de Armani. ¿Cómo fue? Una bonita experiencia. Dejando aparte el hecho de que se trate de Armani, disfruté escribiendo una biografía. Cuanto más cosas aprendes de un personaje interesante, más empiezas a quererle. Por eso espero no tener nunca que escribir una biografía de, no sé, un teniente nazi. ¿Aprobaba Armani el proyecto? No al principio. Todo el que conoce su personalidad dura y reservada me preguntó en su momento si no estaba asustada. Yo, en mi audacia, estaba tranquila. De hecho, cuando él se dio cuenta de que iba a seguir adelante con el proyecto, me abrió sus archivos, tanto los fotográficos como el material escrito. Aquella fue una investigación realmente maravillosa. Al final me llenó de elogios, y eso que no es un hombre al que se le conozca por hacer cumplidos. Cierto. ¿Y qué piensas de él ahora? Siempre ha evitado ser el centro de atención. Estudiándole, y hablando con las personas que han tenido algo que ver en su vida, creo que logré comprender las razones detrás de algunos de sus actos. En su vida hay un episodio especialmente revelador. Cuando su compañero de siempre, Sergio Aleotti, murió, el único periódico que mencionó el SIDA fue el Messaggero, de Roma. Inmediatamente después de que lo publicasen, Armani canceló el contrato que tenía con ellos como anunciante. El episodio se convirtió en una especie de escándalo entre los medios de comunicación. Habiendo investigado su persona, veo aquello no como un acto de despecho sino como un acto de amor, cuyo objetivo era preservar la dignidad de un hombre. Una de los mejores aspectos del libro es cómo te las arreglaste para reflejar todo un período histórico concentrándote en una sola persona. Uno realmente consigue captar la sensación de cómo cualquier cosa era posible durante esos años. Lo lees y puedes decir algo como ‘oh, vale, así es como Armani se convirió en Armani, éste era él antes de transformarse en quien es ahora’. Sí, y estoy muy satisfecha de esa parte del libro. Piensa en el capítulo que trata de la portada de Time. Un escritor americano descubre los diseños de Armani, decide volar a Milán para entrevistarle, al editor le encanta la historia y le dedica la portada. De la revista Time. El mito de Armani había cruzado el océano. Si yo te preguntara si es posible que un nuevo Armani naciera hoy, ¿qué responderías? Muy sencillo: eso no va a suceder.