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Eduardo Arroyo

Eduardo Arroyo nos recibió primero en París y luego en su Madrid natal, las dos ciudades que han vertebrado el recorrido vital y profesional de este pintor de referencia del exilio español que, en sus propias palabras, tuvo la...

EDUARDO ARROYO

ENTREVISTA DE CAROL PARÍS, RETRATO DE LUÍS DÍAZ DÍAZ, COORDINACIÓN: TONI L. QUEROL

Eduardo Arroyo nos recibió primero en París y luego en su Madrid natal, las dos ciudades que han vertebrado el recorrido vital y profesional de este pintor de referencia del exilio español que, en sus propias palabras, tuvo la suerte de perderse la Transición y La Movida. Su verbo afilado de vendedor de crecepelo septuagenario (esto también lo dice él, que quede claro) nos acabó de rendir a los pies de este peso pesado del neofigurativismo español, quien no tuvo reparo alguno en hablar largo y tendido de sus dos grandes pasiones, los libros y el boxeo, y de paso nos regaló un cursillo intensivo de historia del Pop Art. Tampoco hubo que tirarle de la lengua precisamente para que se ensañara con el arte contemporáneo y con el papanatismo que según él señorea el panorama artístico actual. No esperábamos menos de alguien que ya en los años 60 escupía ácido sobre "la vanguardia"—que él entendía como una prolongación de la moda, a la que habría que combatir—y se inspiró en la obra de Joan Miró La Masia—convirtiendo el huerto original en un campo de exterminio—para crear su obra España te miro el culo.

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Vice: Hola, señor Arroyo. Leyendo entrevistas y textos suyos, no puedo evitar pensar que siempre ha lamentado haber sido pintor en lugar de escritor.

Eduardo Arroyo: Es que mi relación con la literatura es muy intensa. Cuando a finales de los 50 me fui a París, mi intención era ser escritor. Y aún hoy paso más tiempo leyendo, o en librerías, que yendo a los museos. He hecho el Ulises Ilustrado de Julián Ríos, tres libros de Juan Goytisolo, y luego la Biblia. En fin, muchísimas cosas, y ese es el resultado de una cosa que en algunos momentos ha estado mal vista como es la relación entre pintura y literatura. Hasta los años 70, hubo una relación muy fuerte entre ambas disciplinas y los editores quizá aún hoy la mantienen; ahora, por ejemplo, veo que hay un filón en todo esto con la gente que hace tebeos, ahora hay cantidad de novelas que se están adaptando en formato cómic. Claro que las ilustraciones que yo he podido hacer son cosas más clásicas; no tienen nada que ver con la novela gráfica.

En sus cuadros encontramos tanto la presencia de pintores como Velázquez, Van Gogh y Fernand Leger como de escritores como Walter Benjamin o James Joyce. ¿A qué se debe tal amalgama de personajes?

Es que mi formación ha sido siempre literaria, a pesar de que dibujaba desde mi infancia, y con mucha dignidad. Todos esos fenómenos que luego he reproducido en mis cuadros no dejan de ser homenajes, citas, intereses, demostraciones de lo que a mí me interesa de la literatura. En mi biblioteca tengo desde Walter Benjamin a Sebald.

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Sebald… ¿Le interesa entonces la narrativa de viajes o toda esa teorización del concepto de viaje? ¿Lo relaciona usted con su vivencia del exilio en Francia?

Bueno, uno siempre tiene afinidades literarias con autores que han vivido problemas similares a los que ha vivido uno mismo, o de cultura similar. Me he acercado siempre más a autores como Sebald o Walter Benjamin o Trotski o Ganivet porque considero que han vivido cosas—en otro momento y quizá de manera mucho más dramática que yo—que yo he vivido también.

¿Y de qué afinidad surge la serie en la que recrea figuras de gángsters?

La verdad, me gusta mucho el cine negro pero no consumo mucha literatura negra, al margen de algunos autores americanos, como Simenon. Lo que sucedió en esa época es que vi que mi pintura se había convertido en muy chillona, y quería reposar ese tono. En la época anterior a esta serie yo estaba con tonos muy fuertes, y quise rebajar esos tonos chillones de la paleta e introducir tonos más sórdidos y oscuros. Estas series de litografías denominadas Toda la ciudad habla sobre ello son pinturas de la ciudad, de la noche, basadas en una temática cercana al cine negro, pero en realidad el interés radicaba en un problema formal.

El giro fue radical respecto a obras suyas anteriores, tan centradas en parodiar "lo español".

Sí, pinturas como El caballero español forman parte de una época precedente, durante los años 70, y de lo que entonces se llamaba "la obsesión de España": temas como el alzamiento, los toros… En cambio, los cuadros noir surgen de una atracción por la oscuridad, del deseo de pintar la noche que produjo en mí unos cambios formales muy fuertes.

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También tiene una serie dedicada a la bailaora Carmen Amaya, con cierta fascinación por aquel incidente que protagonizó en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York, donde volcó el sommier de su cama para asar unas sardinas que acababa de comprar. ¿Cómo se enteró de esa historia?

Mira, cuando no sabemos qué hacer, lo mejor es leer poesía, literatura. Pero, sobre todo, pasear por la ciudad, leer el periódico, todos los días. Es allí—y en el momento de su lectura—cuando surge la posibilidad de encontrar ciertas solicitaciones. Y apareció allí, en un periódico, en el artículo de un escritor andaluz llamado Fernando Quiñones la historia de cómo Carmen Amaya se alojó en el Waldorf Astoria durante los años 40 en Nueva York, donde había ido a participar en el programa televisivo de Ed Sullivan y recreaba también esa surrealista situación. Esto, que puede parecer una anécdota, me pareció un fenómeno poético importante, y por ello ha sido sujeto de parte de mis obras.

Otro de sus libros se titula Sardinas en aceite. ¡Más sardinas! ¿Hay algún otro bicho que se repita como leitmotiv en su obra?

Yo diría que en mi obra hay una presencia obsesiva de moscas. Cuando voy a los museos voy buscando cuadros donde aparezcan moscas. También he hecho algunas esculturas en torno a este insecto. He nacido en un país, España, que siempre he definido como "el Paraíso de las Moscas"; un país en el que las moscas se manifiestan con mucha libertad y, aunque quizá no nos gustan y las evitamos, y aunque quizá ya no tengan la fuerza ni la presencia que tenían en mi juventud, siguen muy presentes en este país.

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Hablaba usted de pasear por la ciudad, de leer… ¿podemos decir entonces que se comporta como un flâneur o que usa estrategias situacionistas? Ese vagabundear sin rumbo por la ciudad a la búsqueda de una epifanía.

Pues sí. A mí la literatura que me gusta es justamente esa, la del vagabundeo; gente como Sebald o un escritor que me interesa mucho como es Vila Matas. En mi pintura hay también algo de vagabundeo, algo de ese tiempo dedicado a saltar de una cosa a otra, de generar inconexiones aparentes. Es ese movimiento de simulada incoherencia lo que me interesa.

Otro de los temas fundamentales en Vila Matas es el de la impostura…

Sí, el tema de la máscara. Ahora estoy escribiendo sobre eso, precisamente. El mundo del escondite, de la ofuscación, de la fuga. Y este mundo tiene lugar también cuando uno está pintando. Cuando pinto estoy obsesionado en saber qué ocurre en, y detrás, del cuadro, lo entiendo como una especie de biombo o parapeto. Siempre me ha interesado saber, penetrar, cual rayo X, y ver lo que hay detrás. Es una obsesión que nunca podré resolver, pero que me importa y me preocupa.

Casi se convierte usted en uno de los gángsters de sus cuadros, con el rostro lleno de colores, como cegados por las tonalidades de la paleta.

Sí, en realidad esa época mía es una especie de autoironía sobre los pintores, un autoreproche o reproche que sugiere que los pintores a veces están tan obsesionados con su pintura que no ven la realidad. Todo el tema de las mascaradas y del color en el cuerpo me interesa.

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¿Cree entonces que hay demasiada impostura en el mundo del arte?

Para mí el mundo del arte no tiene nada que ver con lo que yo pienso que es el arte. A mí todo ese mundo no me interesa para nada. Yo sólo soy un viejo pintor que sigue pintando al óleo sobre lienzo, algo que, como ya dije alguna vez, está mal visto porque huele a trementina y a aceite de lino.

Otra cosa mal vista y que huele fuerte es el boxeo, deporte prácticamente erradicado en nuestro país, y una de sus mayores pasiones de toda la vida.

Ah, mi interés por el boxeo viene desde niño. No voy a hacer proselitismo sobre este asunto—porque entiendo que seguramente a mucha gente no le guste—pero es que estamos hablando de algo que está desde la antigüedad; de un deporte ancestral que ha producido páginas y páginas, imágenes magníficas inspiradas en él, muchas de ellas en la literatura, muchas otras en la pintura. Quizá sea el deporte que más imágenes ha producido. Y, bueno, tengo una biblioteca pugilística verdaderamente importante y que por suerte sigue viva y activa. Aunque reconozco que esto no le interesa ya a casi nadie. Lo del boxeo ya no tiene arreglo. Lo curioso es que a través de mi relación con suplementos literarios franceses, italianos y españoles he podido constatar que hay unos pocos autores actuales y jóvenes que sienten verdadera fascinación por el tema. ¿Que no hay boxeo? Pues qué le vamos a hacer… Yo sigo con mis pasiones y con aquellos que las compartan.

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¿Y cómo consume ahora boxeo?

Lo consumo poco porque, en realidad, ya no existe en España: ya no hay combates, ya no se publican los resultados. Por ejemplo, mi amigo Darius Michalchevski, boxeador polaco ya retirado, vino a Madrid porque le invité a la presentación de un número de la revista Matador, y llamé a los dos periódicos deportivos de Madrid, el Marca y el As, y no tenían ningún redactor de boxeo. Aquí está dicho todo. La prohibición ha funcionado magníficamente bien. He luchado mucho en esto, pero no hay nada que hacer. Lo más difícil es saber qué hacer con nuestras pasiones. Ante las pasiones hay que poner buena cara aunque parezca que ya pertenecen al pasado. Cuando yo me encuentro a alguien a quien le interesa el boxeo podemos hablar ocho horas seguidas, como un personaje absurdo que cuenta cosas que ha visto. Se convierten, entonces, en cosas épicas, relatos de batallas, narraciones extraordinarias que cuando se terminan se terminan.

Acaba teniendo una especie de áurea o mística clandestina.

Sí, es más el relato de alguien que habla de estas cosas desde el entusiasmo y la melancolía.

Cortázar decía que el relato tiene que noquear al lector. ¿Y la pintura? ¿Se ve usted a sí mismo como un Rocky de la pintura?

Vivimos en un mundo contrario a todas las conquistas que se habían hecho. Y el boxeo, como la pintura, es una forma de recuperación de las libertades perdidas. Pero en esa relación del cuadro con el boxeo, en esa lucha, el que siempre sale más mal parado soy yo. La relación que tengo con el cuadro es una relación apasionada mientras lo pinto; se trata de una confrontación ante la que siempre tengo la sensación de haber perdido. Pero dentro de este lenguaje, y de esta confrontación, la victoria no es una cosa que me interese especialmente.

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¿Le interesa más la derrota?

No, no, tampoco me interesan las imágenes de losers. No se trata de una sensación de fracaso, sino de una realidad.

¿Qué manera tiene de trabajar? Me pregunto si puede trabajar en un texto y en un cuadro a la vez.

Se trata de una frecuentación cotidiana del taller. Me levanto por la mañana muy temprano y, salvedades de viajes o de compromisos puntuales, empiezo a pintar. Y esto es una cosa que se hace de pie. Luego a las dos interrumpo, y ya no pinto por la tarde. Entonces lo que hago lo hago sentado: escribir, dibujar, leer. Pero digamos que la parte más importante del día es aquello que hago por la mañana, cuando me centro en la pintura.

Supongo que el poder trabajar con luz natural también condiciona su rutina diaria.

No necesariamente. Aquello de que los estudios o talleres han de tener luz natural no es algo fundamental. Yo no he sido de esos; he pintado en cuevas, en almacenes oscuros con luz artificial, en depósitos. No necesito toda esa historia de la luz natural.

Esto me recuerda al libro de Jacques Derrida, Nunca escribo sin luz artificial, donde comenta algo similar, que para escribir sus textos subía a una buhardilla sin luz natural y que con la luz de un fluorescente conseguía un grado máximo de concentración.

Sí, es así. En cierto sentido, yo estoy acostumbrado a lo que me echen; estoy formado en la dificultad. Para mí el trabajo no es una floritura ni un placer extraordinario; en verdad, es más bien un proceso angustioso y duro. Además, a Derrida lo conocí bastante.

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¿Conoció a Derrida?

Sí, habíamos coincidido en casa de algunos amigos comunes. Pero bueno, era un hombre púdico, al que no le gustaba mucho hablar sobre lo que estaba escribiendo. En aquella época, que yo recuerde, hablábamos más de política. Es quizá también por todo esto que me gusta mucho Walter Benjamin; un autor que para los filósofos no es un filósofo. Mis intereses se acercan más a la política y a la actualidad. Yo leo todos los periódicos.

El libro de Benjamin Dirección única está compuesto de fragmentos donde lo cotidiano se convierte en epifanía, y varias situaciones y objetos corrientes adquieren una nueva dimensión. ¿Ve usted paralelismo entre este enfoque y su trayectoria como pintor?

Sí, seguramente. Aparte de la gran admiración que siempre he tenido por Walter Benjamin, comparto con él varias características: Benjamin se hizo comunista sin haber leído jamás a Marx—que es de un aburrimiento total—, pero esto no impedía que fuéramos comunistas los dos. También tenemos en común la costumbre de presentarnos en la estación, antes de hacer un viaje, tres horas antes de que salga el tren. Son muchas las cosas que me lo hacen familiar, aunque debo reconocer que lo que siempre me impresionó fue su rostro: nunca he visto una foto de él en la que esté sonriendo. Aunque comprendo por qué no sonreía, su vida no fue un camino de rosas. Para una persona como yo es fácil conectar con un autor que en realidad nunca aceptó la idea de ser filósofo. Y, sí, siempre me ha interesado esa idea fantástica que él tiene respecto a lo cotidiano, las pequeñas cosas, los detalles que están lejos de la filosofía. Él se centraba en las cosas fundamentales de la vida, como pueden ser un botón o un juguete.

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Hay una cita de Benjamin que querría que me comentara: "Debería hacerse un análisis descriptivo de los billetes de banco. Un libro cuya ilimitada fuerza satírica sólo tuviera su igual en la fuerza de su objetividad. Pues en sitio alguno adopta el capitalismo, dentro de su sacrosanta seriedad, un aire más ingenuo que en estos documentos." ¿Podríamos decir que el arte, los lienzos, son también documentos donde se refleja el capitalismo?

Este es un tema de difícil resolución. El problema que tiene hoy el arte es un problema ancestral ante el que yo creo que no hay que extenderse mucho. Sí, no se puede entender el arte sin dinero ni el dinero sin el arte. Siempre me ha preocupado y me ha hecho reír toda esa gente que se escandaliza y dice que con un cuadro de Picasso se podrían comprar cuatro mil coches. Cuatro mil coches se terminan y el cuadro de Picasso sigue allí. Todavía muchos inocentes, retóricos y, sobre todo, demagogos, hablan del "arte gratis para el pueblo". Todo esto son una serie de pamemas absolutamente estúpidas. El arte, afortunadamente, siempre ha estado ligado al dinero. Imagínese usted cómo sería hoy el Museo del Prado sin dinero, si hubiesen comprado caballos, por ejemplo, en lugar de comprar Tizzianos [risas]. Bah, es que es para reírse, de verdad.

No sé, a veces se critica por criticar.

Sí, es sólo retórica y estupidez. Es como cuando uno quiere regalar un pijama que nadie quiere, sólo para salir en el periódico. Me explico: durante el franquismo, se veía en la prensa a las señoras de los vencedores, de las familias franquistas, que iban, para limpiar su conciencia, a regalar a los pobres horribles enaguas, faldas raídas que sobraban en sus roperos. O sea, la horripilación de este mundo es la traslación del anterior. No ha cambiado absolutamente nada.

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¿Entiende, pues, que el arte contemporáneo se basa en una absoluta pantomima y modernidad de baja estofa sólo movida por la pasta?

A ver, estoy absolutamente de acuerdo con lo primero que dice. En cuanto a la pasta, la pasta no es un problema: los cuadros no tienen precio, el arte no tiene precio cuando es arte. Ahora tengo 73 años. Si a los 20 años, cuando empecé a pintar y a vender cuadros, me hubieran dicho en lo que se iba a convertir el mundo del arte hoy, me hubiera convertido en cualquier otra cosa: en editor, bibliotecario, farmacéutico, boticario… o hubiera abierto una tienda de ultramarinos. No hubiera sido artista, eso está claro. No tengo nada que ver con lo que hoy es el mundo del arte, salvo con algunas salvedades, algunas excepciones lógicas, claro, de mi generación. Sería también absurdo pensar que la gente joven no tiene interés en el arte, pero resulta que ahora se vende la idea de que hay más gente y más artistas interesantes que nunca. Pero pensar que de verdad hay cinco mil artistas o personas inteligentes repartidas en diferentes autonomías de España… Estos jóvenes artistas creen que les están defendiendo, cuando en realidad les están enterrando. Son como las brigadas franquistas del General García Valiño, compuestas por jóvenes de 16 años que iban a morir en la batalla. Pues ahora es igual. Este mundo del arte, de gente de la moda, de gente de la cocina, donde todo el mundo es "artista"… todos estos van al cadalso cada año. Van a la muerte, como iban con García Valiño; van a la muerte civil, a la frustración y a la catástrofe. Y se creen artistas, además.

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Es como aquella frase de Dalí: "Si eres mediocre, incluso aunque te esfuerces por pintar muy, muy mal, enseguida se notará que eres mediocre". Quizá ya no existe esa aurea mediocritas o dorada medianía en la que hay cierta humildad y todo el mundo hace lo que puede.

Exactamente. Ahora sobre todo hay arrogancia, y sobre todo una cosa estúpida de esta sociedad española reaccionaria, si usted se pone a reflexionar. No se dice si esto 'es reaccionario', 'es cutre' o 'es vulgar', se dice que 'es moderno'. Bah. Es como la gente que se pone tatuajes. A ver, que cada uno haga lo que quiera con su cuerpo, a mí me da exactamente igual, pero cuando yo veo ese hedonismo generalizado que no produce nada más que tatuajes feos, horribles… es como todas esas historias de los graffitis de los suburbios industriales de todas las ciudades del mundo. Ese horror que es siempre el mismo, la misma caligrafía, el mismo estilo. Todo el mundo es artista. Estoy absolutamente convencido de que un grafittero se cree un gran pintor. Sólo falta darle una bombona de color para que se convenza. Y toda esta horripilación es una plaga que llegó a España con la caída de Salvador Allende, cuando llegaron las tropas de muralistas chilenos. Aquello fue la pera marinera: destrozaron los pueblos de España con ese coñazo insoportable, retórico y falsamente progresista. Pero bueno, esos muros ya han ido cayendo con el tiempo, que la naturaleza los gana. En realidad hoy el arte es un mundo de graffiteros que se creen grandes artistas y, encima, casi siempre incomprendidos. No se dan cuenta de que ser incomprendido como artista es lo peor que te puede ocurrir: eso te lleva directamente a pedir limosna debajo del acueducto [risas].

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¿Y a usted qué le sugiere la palabra Pop?

Bueno, cuando hablamos de Pop y de Pop Art en mi caso sólo tengo que referirme a la Historia, porque todo esto del pop musical es una chorrada, y reservo mis orejas para otro tipo de situaciones. Hablamos de un movimiento pictórico muy claro; después del expresionismo abstracto americano, nació una generación de artistas que rechazaban la abstracción americana. Surgieron una serie de pintores interesantes, como Jasper Johns o Litchenstein. Hubo muchos; algunos han quedado y otros se han ido. Para mí esto es lo que es el Pop Art americana, el Arte popular exclusivamente dedicado al arte. Es la generación de artistas americanos que surge de la misma manera que lo hacemos otros en París. Y al mismo tiempo; nosotros nunca hemos estado influenciados por la Pop Art americana ni tampoco por los ingleses, ni los ingleses por nosotros, ni los americanos por nosotros. Es una generación espontánea que a finales de los 50 se manifiesta como reacción a la triunfante abstracción del arte en el mundo. Esto también ocurría en Inglaterra, donde rechazaban sobre todo a artistas del establishment como Victor Pasmore o Ben Nicholson. En esa misma época, hubo una generación espontánea de pintores que se convirtieron en pintores figurativos, llamados ahora neofigurativos, y que rechazaban esa herencia abstracta generalizada que era entendida como una manifestación del poder. Esta es la historia del Pop Art.

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Menudo resumen…

Bueno, yo le explico lo que es, porque lo he vivido. Aunque lo que yo diga no tiene ninguna importancia, porque la Historia es cómo se cuenta, no cómo fue. Y esto hay que aceptarlo. A mí me gusta más hablar de la Historia como creo que fue y no como dicen los textos o el poder que fue. La gracia es esta. Claro que esto es como si a mí usted me sorprendiera borracho perdido—cosa que no va a pasar nunca—en un bar contándole a otros borrachos lo que le he contado ahora sobre el Pop Art. Pues usted diría: "Vaya con este pobre desgraciao… debe haber salido de algún psiquiátrico". [risas].

¿Y cómo se siente usted más cómodo: escribiendo o hablando?

Hombre, si yo fuera capaz de escribir en mi vida un buen párrafo sería fantástico. Esto vale mucho más que una conversación, incluso una buena. Pero le voy a explicar a usted una cosa que no sabe: soy un formidable vendedor de crecepelo. ¿Sabe usted esas películas del oeste, cuando se ve a un tipo con una chistera y varios frascos en una carreta, rodeado de campesinos americanos, vendiéndoles crecepelo? Los debe haber visto treinta y siete mil veces, son muy divertidos. Pues yo también; soy un charlatán, un formidable vendedor de crecepelo, y hablo bastante como usted se da cuenta. En las entrevistas me obligan a hablar de mi pintura, pero yo no hablo nunca de mi pintura en mi vida cotidiana. En mi vida, con mis amigos, sigo hablando y sigo vendiendo botes de crecepelo. Esto creo que es lo único que me llevará, no al Paraíso—que no me interesa para nada—, pero sí que me dejará unos años en el Purgatorio.

¿Pero es por pudor? ¿Se sonroja cuando tiene que hablar de su pintura o es que sencillamente le aburre?

No, sólo es que no quiero dar el coñazo. Y sepa usted que la mejor manera para no dar el coñazo a mis amigos es no tener ningún cuadro mío en casa. Esto evita que el amigo en cuestión me diga: "¿Y esto cuándo lo pintaste?". No habiendo ningún cuadro mío se evita que yo hable de mi pintura. Son tácticas de vida. Mis cuadros, cuando los dejo de pintar, dejan de pertenecerme. Al acabarlos, los firmo por delante y por detrás, los titulo y los vuelvo contra el muro. Cuando los presto y luego me los devuelven siempre vienen a mi estudio bastante bien empaquetados y ya no los saco del paquete. Es el mejor antídoto para no hablar más de mi pintura. Pero en cambio hablo de todo lo demás. Y, claro, la gente ya no soporta al "crecepelo" que soy. Pero ése es otro problema.

A veces el arte se nos impone. Hace años, al coger la RENFE para ir a trabajar, tenía que tragarme a la fuerza Las Cuatro Estaciones de Vivaldi por el hilo musical…

¿Sabe usted por qué hacen eso? Se dicen, "Vamos a conseguir que con estas Cuatro Estaciones la clase trabajadora que se mueve en esos horarios siga durmiendo. Que lleguen dormidos a la fábrica o a la oficina". Yo creo que Vivaldi las escribió para prolongar el sueño del trabajador.

Y vivimos en un completo estado de somnolencia.

Yo no quiero ser apocalíptico, pero nada nos invita hoy a pensar lo contrario.

Bueno, señor Arroyo, me ha encantado fragmentar la entrevista en varias charlas, y así haber podido tener mi dosis semanal de conversación con usted.

Gracias, mujer. Pero sepa usted: primero seduzco, y al final se me aborrece.

Gracias a: Clara Narvión, el Museo Reina Sofía, el Museo de Bellas Artes de Bilbao y el Museo Valenciano de la Ilustración Moderna por su colaboración.