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El número de ¿Y tú qué coño estás mirando?

El alma en llamas

California está ardiendo. ¿Podrá salvarla un variopinto grupo de reclusos?

Fotos deby James Pogue, collages de Winston Smith

Siempre alegas. Estadísticamente hablando. Literalmente, no hay límite –hoy, en el periódico, hay una cita de un tipo condenado a cadena perpetua por robo a mano armada– a lo que te pueden hacer si presentas batalla, y de todas maneras ellos tienen, la mayoría de las veces, los documentos, los vídeos de vigilancia, el arma debajo del asiento del pasajero, y tú encajas los golpes que recibes. Porque los números con los que te abordan –diez años y medio, ocho años al 80 por ciento, es todo muy barroco– son sólo el principio. Cuanto más elevado es el número, más duro es el patio, y en California, este segundo conjunto de números –patios del nivel 3, patios del nivel 4– pueden denotar su propia clase de castigo.

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Justin alegó, y nunca había oído del programa Campo de Conservación cuando él y su mujer, Kelly, fueron sentenciados en el condado de Fresno, California, por llevar a cabo una enorme operación de fraude hipotecario.

“Vinieron al juicio vistiendo ropas de calle”, reza el artículo del periódico local afiliado a la ABC sobre la vista en la que Justin fue sentenciado a casi diez años de cárcel, “pero les deja- ron puestas las esposas”. El artículo se publicó con una foto de Justin y su mujer en el juzgado: Kelly mira directamente al juez, hosca y desafiante. Justin, encorvado, con una franja de barriga sobresaliendo por debajo de un polo verde, mira de forma abyecta a su mujer y parece hundido.

Cuando le conocí el pasado mes de agosto, Justin, que pidió que no publicara su apellido, vestía un mono naranja de recluso, a pesar de que estábamos a 20 millas de la prisión más cercana. Estaba sentado ante una de las largas mesas de plástico en el centro del Puesto de Mando de Incidentes de la Ciudad de Tuolumne, una increíblemente ajetreada base de lucha contra incendios construida en un parque en medio de la diminuta Tuolumne, justo al lado del Bosque Nacional de Stanislaus, en la californiana Western Sierra.

Una tercera parte de la base estaba ocupada por una serie de carpas de lienzo blanco, no mayores que el garaje de un tractor, dando cada una alojamiento a 32 reclusos. El resto de la base funcionaba como centro de operaciones y hogar de los miles de bomberos y personal de apoyo que trabajaban para contener el incendio de Rim, que empezaba a extenderse por las sendas de los bosques nacionales de Stanislaus y Yosemite y cuyo frente más próximo se encontraba apenas a unas millas de donde nos encontrábamos. Había camiones antiincendios aparcados en las estrechas calles en precaución ante la posibilidad de que el fuego saltara hasta un cañón cercano y bajara rodando hasta el pueblo. El humo era tan denso que nos quemaba los ojos. “Mis hijas saben que sus padres están en la cárcel”, me dijo Justin. “Pero si les preguntas, sólo te dirán, “Mi papá es bombero”.

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Justin está en el programa Campo de Conservación californiano, una enorme pero poco conocida colaboración entre el Departamento de California de Corrección y Rehabilitación y Cal Fire, la agencia antiincendios del Estado. El programa, en vigor desde 1946, dispersa a unos 4.200 criminales de California lejos de sus superpobladas y peligrosas cárceles, reubicándolos desde la frontera con Oregón hasta el condado de San Diego en 42 campos situados en zonas rurales con peligro de incendios. Dado que Cal Fire sólo cuenta con 4.700 empleados a tiempo completo, los equipos de reclusos –como en el que trabaja Justin– suponen una parte enorme de la capacidad del Estado en la lucha contra el fuego. Los reclusos pasan la mayor parte del año cumpliendo en los campos sus condenas, construyendo parques entre otras labores, pero cuando se declara un incendio son enviados todos al lugar, alojándose en una base provisional hasta que se logra contener el fuego.

Don Camp observa un grupo de pinos en llamas.

Los reclusos son la principal fuente del Estado de los llama- dos “equipos manuales”, aquellos que realizan las más duras, y probablemente más peligrosas, tareas de extinción forestal: caminar hasta zonas profundas de los bosques en llamas, allí donde los grandes vehículos y bulldozers no pueden llegar. Una vez allí, emplean motosierras y herramientas de mano para crear lo que se conoce como línea de contención: a grandes rasgos, una trinchera que el fuego, si todo sale como se ha planeado, no puede saltar. Los equipos que hacen este trabajo para el gobierno federal son conocidos como avanzadillas, y se tiende a pensar en ellos como héroes. Como los 19 componentes de una avanzadilla de Granite Mountain que fallecieron abrasados en junio pasado, trabajando en una extinción en Arizona.

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Los incendios forestales han ido aumentando en tamaño y frecuencia en toda la franja occidental, siendo en especial un problema en California, con sus enormes poblaciones rurales y semiurbanas desperdigadas en bosques, chaparrales y desiertos en todo el Estado. La combinación trae desastres como el que en Cal Fire se conoce como el “asedio de fuego de 2003” en el sur de California: 14 incendios forestales, 750.043 acres de terreno quemados y 3.710 viviendas destruidas, mil millones de dólares en daños a la propiedad y 24 fallecidos, todo en una sola temporada.

Mientras tanto, los recortes presupuestarios en los programas de rehabilitación y las nuevas directrices en materia de sentencias han convertido el sistema penitenciario del Estado en un desastre fiscal y moral. El gasto en prisiones ha aumentado un 486 por ciento, ajustado a la inflación, desde 1980, y el sistema se halla ahora bajo tutela federal después de que repetidas resoluciones judiciales dictaminaran que el hacinamiento en las cárceles era un castigo cruel e inusual. Pero California siempre ha sido un Estado construido gracias a la reinvención sencilla y las soluciones limpias, y cuando supe del programa Campo de Conservación, me quedé fascinado ya que era una solución típicamente californiana para afrontar dos de los problemas del siglo XXI a los que se enfrenta el Estado: coger la sobreabundancia de prisioneros y usarlos para combatir la sobreabundancia de incendios.

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No hace mucho me mudé a California buscando reinventarme, y me interesé de una forma no muy a la moda en los intentos del Estado de abordar sus diversos problemas políticos y ecológicos. Cuando el incendio de Rim –llamado así por el borde [rim] del World Vista en la autopista 120, cerca de donde un cazador, en agosto, encendió ilegalmente una fogata que se propagó fuera de control– se declaró en una de las zonas más hermosas del planeta, la preocupación se convirtió en algo parecido a una obsesión. Sin esperar a que una revista me lo encargara e incluso sin recibir confirmación de ningún funcionario de que podría charlar con los presos o ver el fuego, cargué mi camión y me dirigí a la Sierra.

Para cuando llegué a Tuolumne, el fuego ya se había extendido a un ritmo casi impensable, proyectando a través de los bosques lenguas de fuego hasta ocupar un terreno de entre 30 y 50 mil hectáreas. Un incendio de 50.000 acres es por sí solo algo que el Servicio Forestal estadounidense califica como un “incidente mayor”. El fuego de Rim acabaría quemando más de 250.000 acres, convirtiéndose en el tercer mayor incendio de la historia de California. Los ecologistas que inspeccionaban esta sección de Western Sierra llamaban ya al incendio “el Grande”.

Un recluso haciéndose trenzas en el pelo en Ciudad de Tuolumne.

Yo había conducido desde Los Ángeles, y telefoneando desde una parada de camiones en Modesto me las arreglé para ponerme en contacto con un teniente del Departamento de

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California de Correcciones y Rehabilitación [CDCR, por sus siglas en inglés] llamado Dave Fish, comandante del campo de residencia de reclusos llamado Baseline. Refunfuñó, pero dijo que podía unirme a ellos.

Cuando llegué había un total de 623 reclusos luchando contra el fuego; la mayoría de ellos estaban durmiendo en las carpas blancas de la base de incidencias, pero el teniente Fish tenía a varios equipos de 17 hombres viviendo en el campo Baseline, a 20 millas carretera abajo desde Tuolumne.

El trayecto desde Tuolumne hasta Baseline es precioso, cruzando grupos de robles y matorrales hasta llegar a un viejo camino rural que atraviesa un mar de dorados y ondulantes cultivos. Durante el viaje vi señales escritas a mano que decían cosas como GRACIAS POLICÍAS + BOMBEROS y TU VIDA VALE MÁS QUE MI CASA.

De haber tenido alguna preconcepción acerca de una institu- ción correccional, mi llegada al campo Baseline me habría dejado desorientado. Dejé atrás las puertas y el campo parecía más un grupo de casas rancheras que una cárcel. No había valla alrededor del perímetro, y aunque había un puesto de control en la entrada, estaba desatendido y nadie me registró al entrar con mi camión.

En la entrada había un estanque koi diseñado, construido y mantenido por los reclusos que dormían en barracones dispuestos alrededor del parterre principal. Los 17 hombres de cada equipo antiincendios dormían juntos para generar camaradería. El teniente Fish, un hombre de estatura media e increíblemente servicial, me recibió en el parterre.

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Fish, como me dijo que le llamara, me enseñó el lugar y me presentó a un recluso llamado Washington, un hombre negro de 32 años asombrosamente modesto que estaba a pocos meses de finalizar una condena de 12 años por robo a mano armada. Me habló con voz tan baja que mi grabadora no registró casi nada de lo que dijo, explicando que al principio le sorprendió la libertad que había en el campo.

“Llegué aquí y no había muros”, dijo Washington. “¿Después de una década?” Él, como todos los reclusos, tuvo que superar un proceso de cualificación que tiene en cuenta la gravedad del crimen y el comportamiento pasado en el sistema de prisiones. Asesinos, violadores y, bueno, pirómanos, están excluidos. La mayoría de los presos restan dos días de sus condenas por cada día que pasan en el campo, pero el juez de Washington le ordenó que debía cumplir al menos un 80 por ciento de la sentencia. “Campo o no campo, tío, he pasado toda mi vida adulta en prisión”, dijo. “Nunca he ido a un club para mayores de 21 años”.

El flanco sur del incendio de Rim.

El contrabando era un problema, me explicó Fish. “Pueden hacer que sus colegas conduzcan hasta aquí y les dejen un te- léfono móvil, cigarrillos, drogas, lo que sea, escondido entre la maleza. Y después usar el móvil para planear fugas, ataques a los funcionarios, de todo. Si tienes un móvil en el campo, te largas. Pero encontramos muchos. Hubo un tipo al que le descubrimos un móvil bajo las sábanas. Un agente vio su resplandor. El tío se puso en pie de un salto, le dio un codazo en la cara al agente y echó a correr. Le acabaron pillando. Ahora está de vuelta en la cárcel con el agravante de haber escapado y atacado a un agente. Aquí, si no acatas las reglas no te quedas mucho”.

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El grupo de Washington se esta- ba equipando para bajar a donde el fuego, así que Fish y yo condujimos juntos hasta la base de incidentes en Tuolumne, donde desayunamos con otro teniente, el comandante del campo Mount Bullion, en el condado de Mariposa, a 60 millas de donde estábamos. Ejercía de re- presentante de la agencia CDCR y era lo más cercano al hombre de referencia para todos los coman- dantes de campo y sus equipos. Su verdadero nombre era Chris Dean, pero todos los reclusos parecían referirse a él simplemente como “el Loo”. Era un hombre imponente, con su cabeza rapada, las siempre presentes gafas de sol y un bigote afeitado con las puntas hacia abajo. Podría haber hecho esto o ser un motero fuera de la ley, pero nada entre medio.

“Pregunta a cualquiera de los federales”, dijo Fish mientras daba cuenta de unas galletas, huevos y cuencos de bayas frescas, el desayu- no preparado por cocineros reclusos para todo el campo. “Te dirán que estos hombres sacan adelante tanto trabajo como los hotshots”.

“Pero si suceden cosas como que nuestra colada no está lista”, añadió “el Loo”, “y los chicos de Cal Fire tienen que esperarse hasta que las ropas de los reclusos estén limpias, ¿crees que no va a haber resentimiento contra nuestros chicos? ¿Los prisioneros? Tenemos que vigilar esa clase de cosas. Trato de que nuestros chicos coman temprano para no meternos en el camino de los profesionales”.

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Fish me contó la historia de un recluso que murió en algún lugar del sur de California cuando un vehículo que transportaba a un equipo fue embestido por un Subaru que invadió su carril. “Volcó, cayó barranco abajo y un tipo acabó con el cráneo aplastado”, dijo. “Un bombero profesional que muere así es un héroe. Muere en acto de servicio. La gente ve diferente al tipo que murió. Pero aun así alguien tiene que llamar a su madre”.

Los incendios crean una especie de intimidad general, un poco como en los campus universitarios masculinos. Los hombres tienden a hacer amigos rápidamente, con la misma rapidez con la que se encienden los ánimos. Mientras estuve allí, al menos un recluso perdió los estribos con su capitán y fue mandado de regreso a la prisión, y un equipo de hotshots de Oregón fue enviado a casa después de que uno de los hombres le escupiera en la cara a un funcionario, si bien circulaban varias versiones de la historia. “No son sólo los reclusos los que se meten en peleas aquí”, dijo “el Loo” cuando terminamos nuestra comida. “Aunque, sí, se pelean un montón”.

Fish intervino: “Lo que pasa es que son grupos de hombres. Todos amontonados. Los hombres se pelean entre ellos”.

El Loo tenía una especie de visión intuitiva que iba más allá, y fue él quien dedujo que podría interesarme Justin, el preso del fraude hipotecario, a quien conocí esa tarde en la base

de incidentes. Era calvo y tímido, la clase de persona a la que imaginas que calificaban a menudo de “dulce”, y había crecido n Clovis, la ciudad gemela

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de Fresno. Sus padres eran maestros en la escuela secundaria local. Él se mudó al estado de Fresno y aceptó también un empleo como profesor de secundaria. Vivió solo en un complejo de apartamentos en las afueras y dirigió a un equipo de la Liga Pequeña de béisbol.

Justin había llevado lo que a él le parecía una existencia mundana hasta que conoció a Kelly, la mujer que se convertiría en su esposa y cómplice. Él tenía 28 años; ella 23, y vivían en el mismo edificio. Ella hizo emerger algo en Justin, algo que él, a lo largo de los dos días siguientes, fue incapaz de explicarme. “Era muy hermosa”, me contó. “Lo hicimos todo rápido. Dos meses después de conocernos se vino a vivir conmigo. Y dos meses después de eso, compramos una casa juntos”. Kelly trabajaba de procesadora hipotecaria. “Otros dos meses después, me presentó a algunas de las personas para las que trabajaba”. Estos hombres eran, al parecer, colombianos, y eso es todo lo que le pude sacar a Justin. Pidieron a Justin y Kelly que se trasladaran a Temecula, entre San Diego y el condado de Orange, para iniciar una oficina.

  “Nos convertimos en gente distinta”, dijo. “Compramos coches, casas”. Le pregunté qué tipo de coches. “Oh, ya sabes, como Lincoln Navigators”. Lo escribí. Él se lo pensó un momento. “Yo también tenía un Lamborghini Gallardo. Y un Porche Speedster de 1957. Cuando tienes dinero, haces cosas”.

Al cabo de dos años, Justin y Kelly volvieron a Fresno para empezar una operación propia. Dirigían una agencia inmobiliaria y firmaron préstamos hipotecarios en nombre de docenas de personas que no podían pagarlos o que hasta desconocían haberlos solicitado. En una ocasión falsificaron la firma de una desconocida y obtuvieron un préstamo de un millón de dólares a su nombre por una plaza de aparcamiento vacante.

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Mientras todo eso sucedía, la pareja vivía una existencia paradójica: iban a la iglesia y él volvió a entrenar al béisbol. “Era de locos”, dijo Justin. “Había involucradas agencias inmobiliarias, compañías de seguros, bancos”. En el punto álgido de sus negocios tuvieron 50 empleados. Él buscaba gente que hablara español con fluidez. “Yo tenía el deseo de que me tuvieran miedo”, dijo.

“Estábamos cerrando hipotecas múltiples a nombre de una sola persona. Cuando vinieron a por nosotros dijeron que habíamos tomado a la comunidad hispana como objetivo. Así fue cómo nos procesaron”. Recibieron acusaciones por un total de 180 delitos que cubrían hasta el último aspecto de su operación; ellos, finalmente, aceptaron admitir su culpabilidad en sendos delitos de robo con agravantes y fraude fiscal.

Se les ofreció un trato, en virtud del cual los 16 años de condena ofrecidos a Justin en un principio se quedarían en algo menos de diez, con la mitad del tiempo en régimen abierto en caso de buena conducta, siempre y cuando Kelly se declarara culpable y accediera a ingresar en prisión un mínimo de dos años y medio; debido a la masificación del sistema en el Estado, tendría que pasarlos en la penitenciaría del condado de Fresno. Al parecer él tuvo que convencerla, pero al final ella aceptó el trato y ahora se comunican por carta una vez al mes. “Intento contarle dónde estoy”, dijo, “pero hablas de ciervos y del paisaje y ella escribe luego, ‘¿Tú sabes en qué clase de infierno estoy viviendo?’, así que hay cosas que me guardo para mí”.

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Justin a la cabeza de la fila con otro recluso, Jonathan Portillo.

Después de recibir sentencia, Justin fue enviado temporalmente a Wasco, una prisión al norte de Bakersfield, donde esperó a saber en qué prisión permanente tendría que pasar los restantes cinco años de condena. “Wasco no era ninguna broma. Llegué allí y vi las torretas con ametralladoras arriba, bajo ese sol tórrido, y pensé, ‘esto es muy serio’. Tuve la suerte de que hubo un motín. Unos cuantos tíos fueron apuñalados. Todos los demás fueron al agujero y así sólo tuve que ocuparme de mí mismo”.

Supo del programa de campos durante una charla en los dorm torios. Averiguó que tendría que cumplir tres años en un ala de nivel 3 antes de optar a ser cualifica- do, pero resultó que le aceptaron inmediatamente. Le envió a “el Loo” cartas desde Wasco en las que solicitaba ser admitido en el programa. “Oyes cosas”, dijo, “acerca de quién es un buen comandante, sobre dónde quieres estar”. Fue admitido en el programa Campo de Conservación y unas semanas más tarde le enviaron a Jamestown para recibir entrenamiento. “Así, de una condena de 16 años pasé a 10 años y medio, y ahora con lo del campo se ha reducido a dos y medio”, dijo. “Genial”.

Hablamos durante horas, con “el Loo” compartiendo la mesa y observando de forma benigna desde detrás de sus gafas de sol, ofreciendo de vez en cuando algún detalle esclarecedor de la vida en prisión. “El Loo” recordaba las cartas, cuando le pregunté sobre ellas. Poniendo una voz ligeramente afeminada, dijo, “‘Por favor, teniente Dean, por favor, por favor, ¿puedo ir a su campo?’ Cosas así”.

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Cuando terminamos me dirigí a Sonora, lo más parecido en las cercanías a una ciudad. Estuve cada noche bebiendo un máximo estricto de seis Coors en la taberna Zane’s Iron Horse, donde para entonces los habituales ya me empezaban a conocer, al menos no por el nombre sino más bien como “ese tío de Los Ángeles con botas de cowboy y pinta de sarasa”. Mi rutina consistía en irme de Zane’s a eso de la medianoche y conducir hasta más allá del campo de incidentes hasta el Black Oak Indian Casino, donde apostaba para intentar recuperar el dinero que me había pulido en cervezas; después, como me había quedado con 239 dólares en la cuenta bancaria y un hotel quedaba fuera de la cuestión, conduje hasta Stanislaus, donde encontré un camino de tierra por el que recorrí milla y media más porque sí. Después me eché a dormir en el bosque. Yo había estado intentando ocultarles a Fish y a “el Loo” mi estilo de vida, que eran hombres serios con un serio incendio entre manos, pero mi olor y mis problemas ocultando mis resacas eran demasiado evidentes. Pero fueron indulgentes.

Un hotshot de Arizona emplea una antorcha de goteo para prender fuego a unos matojos.

Al día siguiente, Fish y “el Loo” ayudaron a arreglar las cosas para que pudiera unirme y ver a Justin luchando contra el fuego. O, como sucedió, iniciar un fuego para luchar contra el fuego, una contraintuitiva clase de método de urgencia para controlar incendios forestales.

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Me presenté en la base de incidentes sobre las 10 de la mañana y me encontré a un alto y serio funcionario de Cal Fire llamado Don Camp, a quien habían pedido que me llevara a tratar de localizar al equipo de Justin en plena labor. Salimos en su Chevy Silverado de Cal Fire y nos desviamos del camino para encontrarlos, siguiendo una senda abierta por un bulldozer que se adentraba en la extraña mezcla boscosa que conforma el montano bajo de la Western Sierra, la zona forestal que encuentras antes de toparte con la verdadera zona alpina. Nos adentramos más y más, dejando atrás pinos ponderosa, libocedros, robles negros y manzanitas.

Condujimos tres horas y pasamos largos ratos tratando de localizar nuestra posición en los mapas esbozados y entregados a diario en el puesto de mando. Nuestro Plan de Acción ante Incidentes, esbozado y entregado cada día al igual que los mapas, nos avisaba de que si el foco principal del incendio –a un par de millas de distancia– cobraba altura, podía enviar ascuas o pequeñas llamas por el aire hacia la maleza que nos rodeaba provocando varios incendios más pequeños. Si eso sucedía, estos puntos de fuego y el foco principal podían, al buscar combustible y ca- lor, tender a fusionarse, quemando todo lo que hubiera en medio. Por emplear una comedida frase hecha de los bomberos forestales, esto “nos daría problemas”.

Finalmente logramos encontrar al equipo de Justin, a millas del camino más cercano, trabajando en lo que llamaban “operación de encendido”, o lo que es lo mismo, creando un fuego provocado que enviarían hacia el foco principal del incendio. El objetivo de esto era quemar al menos parte del material combustible entre el incendio y nosotros, de modo que, si el fuego de Rim alcanzara este punto, todos los árboles y matojos que podrían alimentar

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el fuego ya habrían ardido. Esta franja de bosque era en ese momento el frente crítico. El

fuego había sido contenido en todas partes menos en una rocosa e inhabitable región llamada Yermo del Emigrante, donde era posible que terminara apagándose en las rocas. Pero ahora estaba avanzando hacia una zona de la línea de contención que protegía una línea de pueblos a lo largo de la autopista 108.

El mando antiincendios estaba preocupado por que el terreno pelado que protegía la carretera –la línea de contención– creado por los equipos de reclusos y los bulldozers no lograra detener su avance, lo que podría hacer que los pueblos cercanos fueran pasto de las llamas. Para empeorar las cosas, el Plan de Acción ante Incidentes nos advertía de que los niveles de humedad de los “combustibles de mil horas” de los bosques –árboles maduros que, en teoría, podían arder durante semanas– era de un ridículo 6 por ciento, lo que creaba una situación en la que los árboles perennes podían potencialmente estallar en llamas como si fueran matorrales secos.

Un hotshot pasa por una zona quemada del Bosque Nacional de Stanislaus.

Justin estaba a la cabeza de un equipo de reclusos repartidos a lo largo de la línea de contención. Le habían acabado de nombrar guía del equipo, una posición de prestigio, el responsable de transmitir y hacer acatar las órdenes del capitán.

Nos estrechamos las manos y se convirtió casi en una fiesta cuando saqué la cámara y empecé a sacar fotos: el equipo y él se concentraron para posar mientras grupos de Manzanitas prendían en llamas detrás de nosotros. Había un par de jóvenes pandilleros de Echo Park y Boyle Heights, cerca de donde yo vivo en Los Ángeles, y nos enfrascamos en una detallada con- versación sobre las posibilidades que tenían los Dodgers en los playoffs. Esta disrupción provocó que Justin y yo recibiéramos los gritos de Don y del líder del equipo ese día, una capitán de Cal Fire llamado Barajas.

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Barajas, un tipo amable de Monterey Park, Los Ángeles, era, con Justin y otros dos capitanes de Cal Fire que dirigían la operación cortafuegos, la única supervisión que tenían los reclusos. No había guardias, y “el Loo” y Fish estaban de regreso en la Base de Incidentes. “Si un tipo está causando problemas”, me dijo Barajas, “no tengo que vérmelas con él. Tampoco podría. Estos hombres tienen armas”.

Para probarlo, Barajas se dirigió hacia los reclusos, que estaban ahora alineados detrás de Justin, marchando en orden militar y cargando con un arsenal de herramientas de mano propias de una revolución de campesinos. Costaba decidir si la situación era un maravilloso anuncio publicitario de la naturaleza huma- na o el efecto devastador para el espíritu que el sistema había provocado en estos hombres. Probablemente una combinación de ambas cosas.

“En muchas ocasiones, un tipo que ha estado dando problemas vuelve al día siguiente con moratones por todas partes”, continuó Barajas. “Y dice que se cayó en la ducha. Eso significa que los otros le han dado una tunda. Porque lo quieren hacer realmente bien aquí. Y si algo sale mal pueden morir personas”.

Para llegar aquí, el quipo había tenido que bajar por varios escarpados caminos forestales, aproximándose al frente norte del incendio desde la autopista 108; cuando llegaban a un punto donde el vehículo de transporte no podía avanzar más, caminaban, cargando cada uno de ellos un pack de 22 kilos de peso y ataviados con ropas ignífugas Nomax de color naranja brillante. Estaban haciendo un turno de 24 horas –estándar para los equipos de Cal Fire–, sin garantía de que esa noche pudieran dormir un poco. A veces, los equipos trabajan en una extinción hasta tres días seguidos. “Después de tres días”, dijo Barajas, “es obligatorio que se den una ducha”.

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En teoría, los capitanes como Barajas no tienen ninguna responsabilidad correctiva. Si un recluso hace un pausa para orinar y termina escabulléndose en los bosques, no hay nadie que le detenga y, de hecho, nadie cuya responsabilidad sea intentarlo. Pregunté sobre esto a Don y Barajas. Los dos, al unísono, señalaron el bosque y dijeron, “¡Mira a tu alrededor! ¿A dónde iba a ir?”

Dos reclusos encagados de labores de serrado y arrancado de árboles y matojos.

Después Don me contó una historia. “Un día me presenté en el campo y había un oso negro en medio del patio. Estos tíos vienen de las calles, no sabían qué hacer. Fui a echar un vistazo y resultó que el oso había robado una bolsa de basura llena de pruno”. El pruno es un vino hecho en prisión, no permitido. “Estaba borracho hasta el culo, tirado en medio del campo. Todos aquellos tíos estaban aterrorizados. Esos duros pandilleros de ciudad. Nunca habían visto a un oso de cerca”.

Además de Don y Barajas, supervisando la operación estaba un impresionante capitán de Cal Fire llamado Loren. De todas las personas asociadas con el programa de campos con las que yo había tratado, él era el único que estaba poseído por un desprecio hacia los reclusos que primero era difícil de apreciar, pero que luego era inconfundible.

Cuando necesitaba a un par de hombres para que talaran un árbol muerto, llamaba a Justin, que a su vez pedía a gritos hombres y sierras para que fueran con él. Hasta el momento había visto a todos los participantes en la operación caminar, aunque sólo fuera por lo difícil que es correr con 23 kilos a las espaldas. De modo que caminaban. Loren soltó una risita. “Moveos, tíos, venga, ¿esto qué es?”, dijo. Los hombres iniciaron una especie de balanceante trote. Él volvió a soltar una risita. “Mejor”.

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En este punto nos estábamos moviendo con bastante rapidez, marchando en fila india, haciendo un alto, quemando rastrojos con unos aparatos similares a un aspersor de agua que ex- pulsaban una mezcla flamígera de

gas y aceite de motor. Marchando, cortando y quemando, una y otra vez. Dadas las condiciones, estábamos despejando la zona de una forma inesperadamente completa. Don dijo que era una de las mejores operaciones de desbroce que había visto nunca.

Mientras caminábamos charlé un poco con Justin, que no parecía afectado ni por el calor, ni la carga ni el hecho de no haberse sentado en seis horas. Con un característico sonido de chasquidos, un pino ardió por completo en medio segundo desde que se prendió su base hasta llegar a su copa. Los hombres vitorearon el fuego, el mundo al revés.

“Hostia puta”, dijo Barajas. “Me encanta ese sonido”.

Estaba oscureciendo y Don y yo tuvimos que pensar cómo volver al camión y salir del bosque. Loren le hizo un gesto a Justin con la barbilla. “Acampa aquí”, me dijo. “Él y los otros 30 se encargarán de mantenerte en calor”. Justin no reaccionó a esto, en caso de haberlo oído, y ni Don ni Barajas encontraron la broma divertida – como tampoco lo habrían hecho “el Loo” y Fish, de haber estado allí–, lo cual representa la única queja que necesito hacer del campo o de la mayoría de los hombres relacionados con él. Justin y yo nos dimos la mano formalmente. Le pregunté si iba a poder dormir un poco esa noche. No parecía preocuparle mucho.

Don y yo condujimos hasta la Base de Incidentes y yo estuve un par de días más durmiendo en los bosques, visitando el campo Baseline y pasando el rato en Sonora, un pequeño

pueblo situado en una colina lleno de la clase de gente que prefiere vivir en las colinas y por la que cuesta no sentir simpatía.

El incendio de Rim sigue activo en el momento en que escribo esto, aunque se ha logrado su contención y la mayoría de los hombres que conocí probablemente hayan vuelto al campo o hayan sido asignados a otro incendio. Me quedé totalmente atrapado por el programa como símbolo de todos los grandes sueños y pequeños fracasos del Estado, y con la propia y personal historia de la reinvención de Justin en los bosques. Fue sólo cuando los rudos habituales de Zane’s me preguntaron

al respecto, que se me ocurrió pensar en qué era lo que había aprendido de toda esta experiencia.

El programa Campo de Conservación al completo genera algunas cuestiones obvias acerca del control social, el espíritu humano y la naturaleza de la prisión moderna. Lo primero que la mayoría de la gente me pregunta cuando se enteran de que hombres encarcelados están arriesgando sus vidas luchando contra incendios forestales, son cosas como, “¿Pero no es una barbaridad?”, y lo segundo, “¿Y por qué no escapan, simplemente?”

La respuesta a la primera pregunta parece ser no, ya que la respuesta a la segunda es que, en general, la mayoría de esos hombres quieren estar allí. No hay criminales envilecidos en los campos, y la razón se debe, en parte, al hecho de que debes al respecto, que se me ocurrió pensar en qué era lo que había aprendido de toda esta experiencia.

El programa Campo de Conservación al completo genera algunas cuestiones obvias acerca del control social, el espíritu humano y la naturaleza de la prisión moderna. Lo primero que la mayoría de la gente me pregunta cuando se enteran de que hombres encarcelados están arriesgando sus vidas luchando contra incendios forestales, son cosas como, “¿Pero no es una barbaridad?”, y lo segundo, “¿Y por qué no escapan, simplemente?”

La respuesta a la primera pregunta parece ser no, ya que la respuesta a la segunda es que, en general, la mayoría de esos hombres quieren estar allí. No hay criminales envilecidos en los campos, y la razón se debe, en parte, al hecho de que debes saber acatar las normas ya sólo para entrar en el programa, y en parte a la aterradora naturaleza de las prisiones en California. “El Loo” y Fish me hablaron largo y tendido acerca de que las cosas no son tan malas como se suele oír, pero es que lo que se oye es malo de verdad: acuchillamientos, ataques sexuales, divisiones raciales más profundas que en cualquier otro sistema del país,…

En cualquier caso, los hombres que conocí estaban muy al tanto de los peligros y exigencias físicas de luchar contra este tipo de fuegos. Ladrones, traficantes de drogas reincidentes, gente que ha pasado la mayor parte de su vida en el sistema carcelario, estaban contentos de estar ahí, y aquellos que se resistían eran devueltos a la cárcel sin contemplaciones.

El proceso de rehabilitación en acción era algo inquietante de ver: da igual cómo lo mires, el efecto parece haber sido el de acabar con la voluntad y capacidad humana para el desafío mediante el trabajo y la identificación con figuras con autoridad pero accesibles. Un efecto, según me contaron “el Loo” y Fish, que rara vez se mantiene una vez los presos son puestos en libertad. “Muchos tíos me dicen,

‘Oye, Loo, ¿puedo volver a tu campo cuando me vuelvan a enchironar?’ Y yo, ‘Tío, me parece que no has comprendido de qué va esto’”. Aun así, uno se pregunta cómo es que un pro- grama tan antiguo, grande y honesto como este puede ser tan poco conocido y tan poco utilizado como plantilla para otros programas de rehabilitación.

Por razones que el CDCR no ha podido por completo discernir, el Programa Campo de Conservación está actualmente un par de cientos de reclusos por debajo de su capacidad. El método más conocido de aliviar la superpoblación en las prisiones es enviar a los criminales de bajo nivel a cárceles comarcales, y el estado está experimentando con el traslado de reclusos a instalaciones privadas fuera del estado. Da la impresión de ser una gran oportunidad perdida. “Aún tengo esa ambición”, me había dicho Justin, hablando de los oscuros impulsos que le llevaron a recibir condena, “pero la tengo bajo control. Ahora, lo que quiero hacer cuando salga es ingresar en Cal Fire”.