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En Ruta Hasta El Final

Este 1994, la valenciana “Ruta del Bakalao” vive su momento crítico: es su año de gloria popular y de expansión, congrega decenas de miles de fiesteros adeptos cada domingo por la mañana, pero a la vez sufre la...

texto joan m. oleaque

Flyer de Heaven, un after rutero sencillamente brutal.

Este 1994, la valenciana “Ruta del Bakalao” vive su momento crítico: es su año de gloria popular y de expansión, congrega decenas de miles de fiesteros adeptos cada domingo por la mañana, pero a la vez sufre la resaca agotadora de largos meses de mala prensa y persecución policial. Hasta el secretario de estado de seguridad Rafael Vera ha querido eliminarla y dice que la Ruta es una de sus prioridades, después de ETA. La Ruta tiene un futuro de lo más incierto, pero aún se disfruta hasta el extremo y con más militancia que nunca.

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—¡Que se jodan, que me registren, que hagan lo que quieran! Yo aquí no voy a dejar de venir.

El tipo mira a la carretera, donde la guardia civil para a todo aquel que se le antoja—siempre que sea joven y conduzca coche—para registrarle el vehículo y el cuerpo (ropa interior e incluso orificios íntimos, sea mujer u hombre). El goteo de pastillas y de papelas de speed es habitual, pero nada más. Impresiona el despliegue policial, con perros, con fusiles, con agentes femeninas dispuestas a la inspección íntima de chicas en busca de lo que sea. “Hay que estar con la fiesta más que nunca”, insiste el joven. Se presenta como Paco Trueno, “un dj que pincha duro”. Ahora no está de faena, sino de fiesta. Se encuentra en el parking de Heaven, un

after hours

de la zona playera de El Perelló, a unos 20 km. de Valencia. Tiene “veintitantos años” y se considera “veterano de la fiesta”. Viste vaqueros negros, botas de motorista, gafas de sol con forma de pera y cristales de espejo y está sin camisa. El coche, polvoriento, luce un maletero abierto y lleno de botellas, hielo y vasos. A su alrededor revolotea gente que se sirve copas de él. Es la 1 del mediodía de un domingo de finales de noviembre, uno de los pocos realmente fuertes antes de que las discotecas de la ya conocida por siempre como

ruta del bakalao

se preparen para la mayor traca del año: la de Navidad, cuando todo el mundo recala en ellas casi como en un ritual establecido.

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Fiesta en la que pinchaba Monica X. Abajo a la izquierda, vestido de azul, está Chimo Bayo.

“Se nos quiere hacer pagar por todos los problemas de drogas que tiene la juventud de España”, indica José Conca, disc jockey de Chocolate, una de las salas legendarias de

la fiesta,

situada a no muchos pasos de Barraca, la madre del cordero. El verano del 93, una edición de la revista Tráfico—de la Dirección General de Tráfico—alertó de la existencia de una ruta de discotecas terminales que unía Madrid con Valencia, y de que esto generaba—potencialmente—muerte y locura. Roberto Ramírez, director provincial de la DGT, se cansó de decir que esa unión discotequera infinita era mentira. Pero los medios nacionales olieron sangre en pleno agosto y se plantaron en Valencia, “la meca de la fiesta”, según la revista. Y alucinaron, claro. Sólo con mostrar algunas escenas corrientes aquí—6.000 jóvenes en órbita un domingo al sol—ya les bastaba para impactar. Empezó entonces la caza mediática del más desfasado, del que más vomitaba, del que competía con el colega a ver quién jalaba más éxtasis, de la chica que bajaba medio desnuda y en coma de un coche. La impresión en los espectadores/padres fue brutal, los boceras/periodistas exigieron que rodaran cabezas y el secretario de Estado de Seguridad, Rafael Vera, decretó como prioridad policial el control de la ruta. Desde entonces, la guardia civil y la policía secreta se multiplica en los clubes. La llamada “ley de la patada en la puerta” —o Ley Corcuera—permite el registro a discreción. Hoy parece más fácil esnifar en la puerta de una iglesia que dentro de una discoteca de este circuito. La cosa ha derivado, pues, hacia los aparcamientos, el interior de los coches y recovecos varios.

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Aquí está Monica X cortando el bacalao.

Lejos quedan los años iniciáticos de las discotecas que fundaron el circuito fiestero valenciano, Barraca y Chocolate. Ambos era clubes playeros en plan guiri—están ubicados en Les Palmeretes, cerca de El Perelló—devenidos a lo largo de los 80 en discotecas donde sólo se pinchaba lo más raro, lo que nadie más se atrevía a pinchar. Juan Santamaría fue el hombre que lo propició cuando era dj de Barraca. “Venían a mostrarme música y yo decía, a mí dame lo que nadie más se quede”, explica. Juan, que ha impulsado tiendas de discos de importación vitales aquí como Zic Zac y Radical, se había curtido en garitos de Londres, se dormía escuchando en la radio a John Peel, había veraneado en la Ibiza hippy y había marcado la pauta como dj en las mejores discotecas de Benidorm. Hablamos de principios de los 80, y Juan unió ambas filosofías: música rock, música no bailable, que él convertía en

dance

combinándola con cortes de sintetizadores y con sonido EBM llegado de Bélgica. “A Barraca no iba nadie, y empecé a pinchar lo que me dio la gana”. Y la gente respondió: la juventud de Valencia necesitaba destacar, y lo hizo a través de este invento. Discotecas de costa que se comportaban como lo más radical de Nueva York.

Cartel anunciando una batalla entre DJ’s madrileños y valencianos.

A Juan le siguió Carlos Simó, hoy hombre clave en Puzzle (también en El Perelló, la sala más estilizada de todas), que llegaba a mezclar Nina Hagen con Nina Simone, y que rompía sus discos frente al público en cuanto se ponían en la radio. “En Ibiza no nos atrevemos a pinchar lo que se pone allí”, ha contado Reche, dj de Space, el after ibicenco que arrasa en la isla desde hace cinco años, auspiciado por la estela horaria estrictamente matinal que nació en otra discoteca: la valenciana Spook Factory, en Pinedo, a un paso del lago de la Albufera y de los arrozales. El contraste que ha venido ofreciendo Spook respecto a su entorno es, siendo suaves, brutal. Su dj primigenio, Fran Lenaers, ha jugado un papel clave en acercar la filosofía estética y musical extravagante de Barraca a un público menos extremo, más accesible, pero aún más sediento de fiesta, de dejar esta dimensión para viajar a otra. Luego, con el posterior salto de este dj al club ACTV, en la playa de la Malvarrosa, y más tarde al cercano Coliseum—un

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reafter

de domingo tarde—, la influencia de Lenaers se propagó. ACTV es un club ahora mucho más comercial, pero aún tremebundo con sus sesiones de domingo noche. Es, también, el preferido por los no valencianos, un honor que hasta no hace mucho lo tenía N.O.D, after de domingo mañana (y lunes mañana) situado en la tierra de secano de Ribarroja. Quizá lo más espectacular de N.O.D ha sido siempre “el río”, un trozo del Turia cercano a la discoteca donde los más desfasados se han dedicado a bailar al sonido de sus propios coches con cara de no haber dormido en un mes y el cerebro perdido en algún rincón del maletero.

Ese ritual era innecesario, aunque atractivo de contemplar por lo radical y lo absurdo del hecho. Y es que un decreto para zonas de ocio con características especiales—y alejadas de la ciudad—permite desde hace un año los horarios infinitos a clubes musicales en Valencia. Antes, digamos, no estaba tan claramente reglamentado. Las discotecas a las que afecta ofrecen todo un circuito regulado de

afters

sin parangón en Europa que, una mañana de domingo, y sumando todas las opciones—las diez o doce oficiales que jalonan costa e interior, y las copias menos legales en pueblos perdidos—puede aglutinar hasta 50.000 personas totalmente idas. Y, paradójicamente, a medida que los medios de comunicación no valencianos—los autóctonos estaban acostumbrados, ya que las discotecas de vanguardia se han convertido en tradición—se han escandalizado de estos horarios. Sus periodistas han filmado o fotografiado tanta raya de coca o pastilla como han podido en los alrededores de las salas, por las que llegan a pasar en distintas sesiones horarias encadenadas hasta 10.000 personas. Y lo que han conseguido es… el efecto llamada. “Si hasta por la tele te dicen que aquí hay sexo para todos, fiesta salvaje sin fin, música de baile día y noche, ¿cómo no vas a venir?”, se pregunta Ramón, que llega desde Tarragona tras haberse levantado de la cama. “Esto es la verdadera fiesta, en Barcelona se ha copiado, pero lo auténtico está aquí, lo más libre, lo mejor”.

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Portada del CD mix de la discoteca Spook Factory. 

Ciertamente, en Barcelona se copió el modelo de música variopinta y trallera para gente con ganas de salirse de lo normal. “Pero ha sido un desastre”, indica el propietario de una discoteca valenciana. “Aquí hemos tenido hasta ahora un descontrol controlado; pero allí, como en Madrid, ha sido un descontrol absoluto”. De hecho, este año un decreto catalán ha obligado el cierre de los afters. El primero en caer, Ocho, el templo de la

mákina

(o

bakalao

a la catalana, más rápido y duro)

Fiesta de aniversario en la discoteca Barraca.
El autor de este artículo es el señor de las melenas. 

“En la fiesta de Valencia todo era guay, la gente se mezclaba, no había violencia ni garrulos ni

puterío

”, explica Mónica, de 25 años, que merodea por el aparcamiento de Heaven. Sabe lo importante que fue la expansión de la mescalina en la noche de Valencia durante los 80, y considera que las pastillas han heredado hoy su mito. “Viene demasiada gente que no sabe estar”, dice, “y eso ha atraído a la prensa y a la policía”. “La música es peor que antes, la gente es peor también, todo es más vulgar, hay más problemas, pero resistiremos”, dice, “no nos van a quitar la fiesta”. Hasta Channel 4, para su programa Eurotrash, mandó un equipo a tomar nota de una romería de coches y fiesteros que puede llegar a alargarse en los alrededores de Valencia de jueves a martes. Los que empiezan tan pronto y acaban tan tarde son los casos extremos, los que buscan droga en cualquier antro alejado de las grandes discotecas del circuito, los fiesteros sin norte, los

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ruteros

que no quieren volver a la realidad. El resto, tiene un pie—a veces a duras penas, cierto—puesto en la vida diaria. Alarga el fin de semana para tomar vacaciones de ella. La química tiene esa función. Como la música, los llamados

pastelitos

, una versión ñoña del

happy hardcore

europeo que mezcla estribillos cantados en un inglés de cursillo intensivo con bajos cañeros y melodías de opereta. El resultado funciona especialmente, claro, si se mezcla con éxtasis, reconvertida, por el corte, en una droga cada vez más barata y anfetamínica. Contra lo que algunos creen, aquí no se rechaza la palabra bakalao, que es como se describe desde Madrid a la música que se pincha en la zona. En todo caso, se rechaza la k, porque bacalao es una palabra fiestera casi tradicional que servía, en argot, para referirse a la fiesta interclasista, la droga que había en ella, el ambiente que se movía y la música inclasificable y ecléctica que todo lo inundaba.

Hoy, es cierto, la experiencia humana de

la ruta

se ha vulgarizado, ha sido asimilada por decenas de miles de personas—se empezó con unos pocos cientos—, pero los que la han catado no parecen querer soltarla, quizás por el miedo a crecer. Pero el presagio de la guardia civil insistente, de las chicas registradas a pleno sol, de los chicos cacheados como delincuentes peligrosos, del aluvión de multas por posesión de estupefacientes… es ominoso. Las discográficas valencianas y catalanas expectoran música de baile de usar y tirar, y nadie se abre a nada nuevo. El fenómeno Chimo Bayo ha sido copiado por otros con peor fortuna, y su “exta-sí, exta-no” ha sido regurgitado por un grupo fantasma de Albacete en forma de estribillo demasiado deplorable: “Cuatro ruedas tiene mi coche/Cuatro pastillas me como esta noche”. Mala cosa para los fiesteros que abogan por la resistencia. Qué mal pinta esto.