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Las comunas ya no son propiedad de los hippies

Hemos descubierto a un grupo que se llama Club del Río, sus componentes tienen un huerto, viajan en furgo y viven en una comuna.

Este mundo está lleno de propuestas de ocio cansinas y por eso sabemos apreciar los planes divertidos que invitan de verdad a despegar el culo del sofá. Cada semana, AXE te descubre la cultura, viajes, tendencias y arte que hacen que valga la pena vivir. Soñemos con un planeta mejor.

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"¡No somos hippies!", dicen al unísono. No están todos los del grupo. O por lo menos, no los que suben al escenario en los conciertos. Pero en la habitación de Esteban, alfombras kilim, chimenea estucada, guitarra sobre la cama bien hecha, estamos por lo menos ocho personas. "Todos los de la casa, también los que no son del grupo, aportan cosas", dice Álvaro, el otro cantante de Club del Río. Se refiere a la casa centenaria en la que viven estos amigos a punto de cumplir los 25 –hay desde un poeta hasta un diseñador de calcetines, pero a esto ya llegaremos– y que funciona como una comuna cultural perdida en las afueras de la ciudad.

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Club del Río nació en 2007 cuando todavía Álvaro y Estaban no se llamaban así. "Nuestros hermanos mayores se pasaban el día dándonos la tabarra para que quedásemos porque los dos tocábamos la guitarra", recuerda Álvaro. Al principio estaban ellos dos solos, cantaban en inglés con un loop del que salía su faceta más experimental. Red Apple, Walden, Mutea, Mundo radar … de todos estos grupos que montaron nació Club del Río. Añadieron una guitarra clásica. Dos percusionistas, un teclado y un bajista. Se autoprodujeron un disco y firmaron con la discográfica El Volcán hace un año. Regrabaron el disco con el productor musical Juan de Dios y con colaboraciones ilustres como Soleá Morente o El Canijo de Los Delinquentes. Hace sólo un mes que lanzaron su ecléctico e inclasificable primer disco, Monzón, y que lo estrenaron en la Sala Sol con vítores y el aplauso del público. "Nuestra influencia principal ha sido habernos juntado con más gente que hacía música y tocar mucho –cuenta Esteban–. Teníamos la costumbre de tocar cada vez que nos juntábamos, en casas, en salones… No queríamos parecernos a nadie, simplemente que la música que hacíamos creciese". Tiene sentido que buscasen una casa para seguir tocando.

Su casa es un secreto en medio de una urbanización a la que se entra por una verja privada. Está a veinte minutos de Madrid y la protegen tupidos setos en los que parecen haber trabajado media colección de naipes de Alicia en el país de las maravillas. Se accede a ella por una puerta pequeña y verde camuflaje que da entrada a un jardín en cascada. A la izquierda hay un huerto que ellos mismos cultivan. Junto a la cocina, un local de ensayo. En la puerta, la furgoneta de Álvaro, en la que planean recorrer su gira –que comienza el 17 de enero en Moby Dick– y en la que quieren instalar "un estudio móvil para poder enchufarnos donde queramos". Sobre el jardín está la casa, que perteneció a una mujer única, una pintora, me cuentan. Es de color claro, tiene dos plantas, tejado picudo como si detrás se escondiese la arena de los Hamptons. Parece que, de un momento a otro, Vampire Weekend fuese a aparecer entre sus estancias para cantar "Cape Cod Kawassa" en el salón.

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Cruzamos en silencio el primer piso, donde esta tarde tiene lugar la presentación de una nueva revista digital llamada La Grieta, ideada por Lorenzo, otro amigo de la casa. En el mes y medio que llevan viviendo en ella, han celebrado todo tipo de reuniones culturales: conciertos acústicos, exposiciones de arte, tardes de magia… "Funcionamos como una comunidad, apoyamos a nuestros amigos y conocidos prestándoles este espacio", dice Álvaro. Nunca publicitan sus encuentros. Son eventos privados de Facebook, reuniones de amigos y amigos de sus amigos. "La gente está enfadada con como están las cosas y por eso prefiere apoyar iniciativas de los que tiene cerca", explica el cantante de Club del Río. "Tal y como están las cosas, los jóvenes tenemos que aprender a montárnoslo por nuestra cuenta", añade Estaban.

En la cima de las escaleras blancas de caracol hay un lucernario, paredes blancas rescatadas de las fantasías eróticas de Virginia Woolf. Es el verdadero salón de los inquilinos de la casa. Los muebles son del siglo XIX. Sillones de cuero, cómodas de caoba, una máquina de escribir Woodstock sobre un escritorio de madera vieja. Encima de la mesa, desgastada, una edición vieja de un libro de Chesterton. Más libros apilados por las esquinas. Chimeneas que no consiguen caldear el frío de la inmensa casa. Una raqueta de bádminton cuelga de la pared.

"Queríamos seguir con el grupo y estábamos buscando un piso en Madrid –recuerda Álvaro–. Pero entonces apareció esta casa donde cabíamos todos". "Fue una suerte, esta opción nos permitía tocar y ensayar todo el tiempo", añade Esteban. En su habitación, donde me cuenta su historia, van entrando uno a uno, como quien no quiera la cosa, los demás inquilinos. Hay un poeta, un filósofo ("no digas que soy filósofo", me pide él), un profesor de pádel, un diseñador de calcetines –Socketines–, los tres integrantes de Club del Río (Álvaro, Esteban y Juan, que en el momento de la entrevista está en un concierto de Joaquín Sabina) y un último compañero, enigmático porque vive en una casa aparte del resto, al que se refieren como "El Príncipe". "No es que se dedique a nada artístico, es un artista en su vida", se ríen. Cuando estamos acabando la entrevista aparece Borja, un amigo con el que colaboraron en un proyecto de música electrónica en Matadero. ¿Pero tú también vives aquí?, pregunto. "No –contesta– yo estudio sonido en Inglaterra". "Pero está pasando unos días con nosotros –irrumpe Esteban–. Esta casa tiene que ser así, tiene que acoger".

"¿De verdad que no estamos en Brooklyn?", les pregunto. Se ríen. "De verdad que no. Somos un grupo muy castizo, con tradiciones españolas… En Madrid pueden ocurrir estas cosas", me asegura Esteban. Los miro y dudo. Las escaleras de caracol, el periodismo reinventándose abajo, la música entre chimeneas. Pensaba que venía a esta casa a escribir Gaseosa de ácido eléctrico, el reportaje definitivo sobre la psicodelia musical del siglo XXI español, pero he abandonado la idea desde que he cruzado la puerta diminuta de la entrada cantando White Rabbit. Esta comuna poco tiene que ver con los 70 psicodélicos que narraban Jefferson Airplane o Tom Wolfe. Parece más bien un club de caballeros post mayo del 2011. Un club de jóvenes genios en el que nunca dejan de suceder cosas. La casa de los Royal Tenenbaum en las exclusivas afueras. "El otro día grabaron aquí el videoclip de Club del Río y les quedó muy simétrico, totalmente Wes Anderson", me conceden.

"Pero no somos hippies, ni hipsters, ni modernos, ni nada –insiste Esteban– Aquí hay poco de seguir una moda". "Igual lo que son hipsters son los calcetines", sugiere alguien en la habitación señalando a Jorge, el creador de Socketines, que al final de la entrevista me regalará un par chulísimos de rayas y lunares. Todos se ríen. "No, en serio, es que ni siquiera nos intentamos desmarcar de nada". "Mira, disfrutamos de lo que tenemos. Esto es una experiencia única, somos una comunidad de amigos, una familia –dice Jorge–. Qué más da el nombre que le pongas".

Como llegan las navidades, se nos ha puesto el corazón más tierno. Y para celebrarlo, hemos creado un pack especial de fragancia y afeitado (AXE & Wilkinson), creemos que es un regalo perfecto para corresponder a esas personas que ayudan a cambiar nuestro mundo. Desde AXE, os deseamos un mundo un poco mejor el próximo año!