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La vida en la jungla

Calais se distingue por ser el punto más cercano entre Francia y el Reino Unido. Dejando esto aparte, es un sitio de mierda, el lugar en el que refugiados procedentes de Afganistán, Irak, Irán y Somalia se hacinan en un extenso y descuidado campamento...

(*La vida en la jungla)

POR MATHIEU BERENHOLC CON AYUDA DE LAUREEN LANGEDORFF, ILUSTRACIONES DE LAURA PARK

Calais se distingue por ser el punto más cercano entre Francia y el Reino Unido. Dejando esto aparte, es un sitio de mierda, el lugar en el que refugiados procedentes de Afganistán, Irak, Irán y Somalia se hacinan en un extenso y descuidado campamento de cobijos improvisados conocido por sus habitantes y por la prensa como “la jungla”. Este agujero insalubre, ubicado en un tétrico bosquecillo entre el puerto y una fábrica de productos químicos, es la base ideal desde la que planear la entrada ilegal en Inglaterra. A una periodista británica la violaron no hace mucho en la jungla de Calais; el suceso, que se erigió en uno de los más publicitados por la prensa francesa en los últimos meses, provocó agrios debates en torno a la raza, la inmigración, el crimen, la pobreza, los privilegios y el fin del mundo. Lo típico.

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Con la intención de averiguar si la realidad se correspondía con las historias de horror que cuenta la prensa, nos plantamos en la jungla y descubrimos que, efectivamente, lo hace.

Myriam trabaja en Calais para una organización benéfica católica que atiende a los refugiados. La estamos observando a ella y a sus compañeros repartir comida a casi 200 habitantes del campamento. La situación está peligrosamente cercana a convertirse en un tumulto. “Por favor, dejen de empujar”, grita Myriam. “¡Dejen ahora mismo de empujar o cancelaremos el reparto! ¡Jesús, terminarán por matarse entre ellos!”

Dentro de una chabola, una docena de voluntarios se preparan para distribuir alimentos; en el exterior, una turba de refugiados golpea las paredes. Placas de madera cubren las ventanas sin vidrios. La exhausta multitud, cada vez más numerosa, se organiza por nacionalidades. Los afganos con los afganos, los paquistaníes con los paquistaníes; iraquíes, kurdos, somalíes…

En medio del caos nos las arreglamos para hablar con Mohamat, de 28 años, que dice ser de Afganistán (aunque podría ser paquistaní, es difícil de saber; la mayoría afirman ser afganos porque no hay tratado de extradición con ese país).

Vice: ¿Por qué dejaste Afganistán?

Mohamat:

Una noche volví a casa y los talibanes habían matado a mi madre y a mi padre porque yo trabajaba con americanos. Escapé a Paquistán, y de allí entré a pie en Irán. Crucé la frontera por la noche. Luego me fui a Turquía, de Ankara a Estambul y de ahí a Iona. Luego Atenas. Después volé a Milán, y desde Milán llegué a Cannes, luego París, y ahora Calais.

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¿Cómo hiciste el trayecto?

Conduciendo, caminando, en tren, camiones, autobuses… De todo. Tuve que pagar para pasar varias fronteras, pero ya no puedo pagar más. No tengo dinero para pagar a nadie, pero no hay noche que no intente llegar a Inglaterra. Francia no es demasiado buena para mí. Todas las mañanas vienen los policías con sus perros. Me cogen y me llevan a la comisaría y me preguntan mi nombre, yo les digo uno diferente cada día. En Londres tengo un hermano, quiero ir allí y poner una tienda.

Un poco más allá hay 20 mujeres haciendo cola en perfecto orden. Una voluntaria está cabreada porque cree que a una de ellas ya le ha servido su ración. “Todos parecen iguales, no les reconocemos”, dice. “De eso se aprovechan”. Nos parece un comentario arrogante, pero asentimos y seguimos nuestro camino. Por encima del vociferio de los voluntarios se imponen unos gritos de rabia procedentes de la multitud. Dos tipos se están peleando. Parece ser que un kurdo le ha intentado robar la muleta a un somalí porque a los emigrantes tullidos les atienden antes. El somalí se resistió y, al momento, 10 kurdos se habían abalanzado sobre 10 africanos.

Un voluntario atascado en medio del tumulto pierde el conocimiento. Sus colegas le recogen y le sientan en una silla. Un grupo de afganos se ríe a carcajadas, lo cual molesta al único indigente blanco que vemos entre la muchedumbre. “¡Sucios árabes!”, exclama. La situación se convierte en un pandemonio y los voluntarios deciden interrumpir el reparto. Todavía tienen unas cuantas bolsas de plástico, cada una con una lata de atún, algo de pan, una botella de agua y un plátano, pero bueno… Se acabó lo que se daba. Unos 50 hombres que esperaban pacientemente se quedarán hoy sin nada que comer.

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Mientras la multitud se dispersa, Claudie, una voluntaria, divisa a un refugiado llamado Fredun. Es la primera vez que le ve en tres años porque el hombre, de 25 años de edad, estuvo encarcelado por tratar más de la cuenta con unos contrabandistas afganos, responsables de ayudar a los refugiados a subir a los camiones que embarcan en ferry en dirección a Inglaterra. Los contrabandistas controlan los aparcamientos. Setecientos euros es lo que cuesta subir a un camión, esté dentro el conductor o no.

Aunque Fredun dice que él nunca ha sido uno de ellos, los juzgados franceses le acusaron de transferir a Inglaterra los fondos de los contrabandistas. Estuvo encerrado un total de 31 meses en una prisión de Losse, donde aprendió a hablar francés. Le habían dejado salir tres días antes y no parece sentirse del todo a gusto en el exterior. Le tiembla la voz y sus ojos se llenan de lágrimas. Cuando oye algún ruido se sobresalta.

Vice: Y ahora, ¿qué? ¿Cuáles son tus planes de cara al futuro? Fredun: No lo sé. He perdido a mi familia. Murieron todos en Afganistán. No tengo esposa ni hijos ni trabajo. Estoy atrapado aquí. Si voy a Inglaterra, Italia y Alemania me expulsarán en el primer control. Me tengo que quedar en Francia. En la cárcel he intentado conseguir la nacionalidad. Pero hasta que me la concedan me pueden expulsar del país en cualquier momento. Ahora duermo en un vestíbulo en Calais, podré quedarme dos semanas más. Después no sé lo que haré. ¿Has pensado en volver a hacer lo que hacías antes?

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No. No pienso volver nunca a la cárcel.

Un voluntario que ha escuchado nuestra conversación se me acerca. “Los contrabandistas lo están jodiendo todo”, me dice. “Ahora son ellos los que dictan aquí las reglas. La mayoría son kurdos, y todos sin excepción unos hijos de puta. Nos los trago”. Se pone a gritarle a un grupo de kurdos: “¡Mafia! ¡Negocio! ¡Mafia!”. Los kurdos no le hacen el menor caso. Es cierto que no tienen aspecto de pertenecer a este lugar, con su calzado deportivo nuevo y sus bien cuidados bigotes. El voluntario me dice que puedo llamarle Moustache. Conoce el mundo de los refugiados de Calais como la palma de su mano y, con su gran bigote blanco y su boina negra, se parece al Abbé Pierre, el famoso sacerdote francés.

Me presenta a Dominique, una voluntaria inglesa que vive en Calais. Dominique conocía a la periodista a la que violaron semanas atrás. “La primera vez que la vi fue en diciembre de 2006”, nos explica. ”Me pidió que la llevara a la jungla porque quería hacerles fotos a los refugiados para su proyecto de último año en su escuela. Vino con nosotros tres veces y la cuarta fue por su cuenta, probablemente para tranquilizar a los refugiados y hacerles sentir mejor. Un lunes, alrededor de la medianoche, ví que se iba a la jungla. La gente dice que es probable que el violador fuera un contrabandista norteafricano, porque hablaba bien el francés. Pero la verdad es que nadie sabe con certeza lo que pasó”. La policía interrogó a una docena de personas pero no pudo dar con el culpable. “Lo más seguro es que ya esté lejos de aquí. Para una mujer es peligroso pasar una noche en la jungla. Incluso de día es un sitio terrible”. Moustache se ofrece a llevarnos. “Pero primero pasaremos por mi casa y os daremos algo de ropa. Y deberíais poneros botas. El terreno es resbaladizo y hay mierda por todas partes”.

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En el coche, Moustache nos hace de guía en un pequeño tour por la ciudad. Tiene 49 años y antes era profesor. Actualmente ocupa todo su tiempo dando ayuda a los refugiados. “Soy lo que se dice un scout, ¿sabéis? Ni se me ocurre pasar un sólo día sin hacer algo bueno, algo beneficioso”, dice entre risas. “Mirad a vuestra derecha; esos tres son contrabandistas. Los muy cabrones duermen bien en hoteles mientras los demás se mueren de hambre”. El viaje transcurre entre saludos a grupos de refugiados e insultos a los contrabandistas, que le miran como si estuviera loco. “Limpio, ¿eh? Buen hotel, ¿eh? ¡Negocio! ¡Mafia!”

Recorridos tres kilometros empezamos a comprobar que, en Calais, los refugiados están por todas partes. Nos detenemos en un pequeño bar y acompañamos con una cerveza un guisote repugnante a base de queso cheddar. Está claro que no estamos muy lejos de Inglaterra. El camarero nos cuenta que “los inmigrantes son como topos excavando hoyos en nuestros jardines”. Después nos habla de un amigo suyo que trabajaba en una tienda de artículos deportivos y le vendió un bote con remos a tres refugiados afganos. Al día siguiente leyó en los periódicos que se había encontrado el bote, vacío, en medio del canal. “O remaron treinta kilómetros y llegaron a Inglaterra, o los interceptó la policía, o se ahogaron”. Cruzar el canal se ha convertido en una especie de deporte local. Hay inmigrantes que lo intentan a bordo de una barca a pedales e incluso a nado, pero la mayoría prefiere probar suerte ocultándose en uno de los camiones que cruzan el canal en ferry.

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Tras la comida Moustache nos enseña los alrededores. “Éste es el aparcamiento de los africanos. Aquí es donde intentan día y noche colarse en un camión. Un poco más allá está el de los afganos, y detrás, la jungla”. Aparcamos y atajamos a pie a través de un campo de fútbol abandonado en el que descansan alrededor de treinta personas. Disponen para asearse de un grifo que sobresale del suelo y que conecta directamente con la fábrica de apestosos productos químicos que está delante, impidiendo ver el mar. Continuamos hasta llegar a un pequeño bosque. Moustache tenía razón. El suelo bajo nuestros pies hiede a mierda. Habla con voz alta para que los refugiados sepan que no somos polis, que vienen cada mañana con perros y gas lacrimógeno y se llevan a comisaría a diez personas para completar el cupo. La mayoría de las veces se limitan a apuntar sus nombres y dejarles ir. Los detenidos tienen entonces que caminar treinta kilómetros para regresar a la jungla.

El primer campamento que vemos parece deshabitado. Pero sólo en apariencia. En una improvisada tienda de campaña de plástico y lona seis hombres duermen amontonados sobre dos colchones. En total hay unas 50 viviendas de este tipo en la jungla de Calais. La suciedad y el desorden son indescriptibles. Cientos de cáscaras de huevo, latas vacías y zapatos rotos cubren el suelo de la zona.

En otra tienda, Hamili, de 19 años, se prepara un té chai con una sonrisa en el rostro. “Ojalá pudiera lavarme”, dice, “pero sólo hay ocho duchas disponibles y aquí hay cientos de personas. Te puedes duchar una vez a la semana, y eso con suerte”. Sin dejar de sonreir me habla de Afganistán. “Hay gente de parte de los americanos y gente de parte de los talibanes. ¿Cómo puede sentirse segura la gente pobre cuando ni el presidente Karzai está seguro? Mi familia se tuvo que ir a Paquistán. Al morir mi padre, mi madre me aconsejó que me marchase a Europa. Así empezó mi viaje. En Irán estuve bien, tenía trabajo. Después me fui a Turquía. Allí estuve con un agente (así llama Hamili a los contrabandistas) que no me cobró ningún dinero. Me quedé dos semanas en Estambul y luego me subí en una barca hasta Grecia, pero estaba dañada y tuve que hacer parte del trayecto a nado, ocho horas en el agua. Un helicóptero de la policía griega me llevó a Atenas. De todos los países que he cruzado, Grecia ha sido de lejos el peor. Fue todo muy difícil. A veces encontraba trabajo y luego no me pagaban diciendo que había trabajado mal. Allí no te tratan bien, no dejan de insultarte; te llaman

malaga

, que es una palabra feísima. La gente en Francia es muy amistosa, la de Italia también, ¿pero Grecia? Muy malos. Tan pronto esté en Inglaterra y tenga tiempo escribiré en mi propio idioma al respecto en Internet. Y escribiré un libro. Sé escribir bien, fui al colegio doce años. También soy sastre. E iba a menudo al club deportivo a practicar kung fu. Quiero que mi gente sepa lo que sucede en Grecia; que te gritan y en ocasiones te pegan. Yo no mataría a un talibán pero sí mataría a un griego si tuviera la oportunidad. No es buena gente. Bueno, el caso es que de Grecia pasé a Italia en tren. Ahora estoy en Calais, llevo aquí dos meses. Intento cruzar el canal casi cada noche”.

Esperamos a que caiga la noche para ir a pie hasta la zona industrial que queda detrás del puerto. Cientos de refugiados se esconden allí, confiando en que algún camión aminorará la marcha lo suficiente como para poder montarse de un salto en la parte de atrás. Esperan en los puentes, en los árboles, en las calles: en cada rincón aguarda un polizón. De repente vemos a dos chicos africanos muy jóvenes corriendo a todo lo que dan de sí sus piernas. Les persigue una furgoneta de la policía, pero ellos logran darle esquinazo. Aparcamos el coche al lado de 30 furgonetas procedentes de toda Europa que aguardan la llegada del siguiente ferry en dirección a Inglaterra. Durante una hora, nada sucede. Los conductores esperan en el exterior fumando cigarrillos. Nos percatamos de dos sombras debajo del camión más cercano a nosotros. Moustache dice que probablemente intentarán pasar asidos a los ejes de transmisión de las ruedas. El motor del camión se pone en marcha y perdemos de vista a los dos chicos. Da la impresión de que han tenido suerte. Pese a ello, nos dice Moustache, sus posibilidades de llegar esta noche a Inglaterra son extremadamente bajas. “Los agentes de aduanas revisan todos los vehículos. Llevan perros. Y aunque los perros no logren olfatearte, disponen de máquinas detectoras del calor y los latidos del corazón”. Su única esperanza de atravesar la frontera es que les toque un oficial negligente en su trabajo o que se trate de uno de esos períodos en los que el gobierno francés decide permitir que unos cuantos refugiados se cuelen en Inglaterra porque en Calais ya hay demasiados.

Más tarde, de regreso a su tienda, Hamili nos dice que, pese a que por el momento no le ha acompañado la fortuna, sigue confiando en poder entrar algún día en Inglaterra. “Los camioneros me ven y me dicen que no, que no aceptarán mi dinero. Puede que haya algunos que sí lo acepten pero todavía no me he encontrado con ninguno, así que sigo esperando mi oportunidad. Sé que llegará, porque le rezo al Cielo. Sé utilizar mi cerebro y tengo esperanza. ¿Tienes alguna pregunta más?”