Tres peticiones de matrimonio desastrosas

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Tres peticiones de matrimonio desastrosas

Pocas cosas resultan tan mortificantes como que rechacen tu propuesta de matrimonio, si a ese rechazo lo acompaña una situación grotescamente incómoda, ya puedes imaginarte el drama.

Pocas cosas resultan tan mortificantes como que rechacen tu propuesta de matrimonio. Una búsqueda de "petición matrimonial fallida" en YouTube arroja infinidad de vídeos de gente a la que le dicen que no, cada uno más duro que el anterior. Por alguna razón, gran cantidad de esas grabaciones están hechas en centros comerciales, junto a monumentos muy famosos o en eventos deportivos, entornos que acentúan aun más el profundo sentimiento de desgracia de la persona rechazada.

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Lo que no ofrecen esos vídeos de YouTube es la posibilidad de preguntar a los implicados qué se siente al vivir semejante experiencia en sus carnes. Movida por la curiosidad, localicé a tres personas que o bien habían rechazado una propuesta de matrimonio o habían sido rechazadas para que me contaran cómo lo vivieron.

(Se han cambiado los nombres)

Desastre hecho a mano

Ilustraciones por George Yarnton

Mi novia y yo llevamos juntos más de un año, y yo siempre le he dejado claro que no tenía ningún interés en casarme ni en tener hijos. Yo tengo 29 años y ella, 25, y cuando se lo dije, pareció aceptarlo. Pero en octubre del año pasado empezó a decirme lo mucho que me quería y a hablar sobre la posibilidad de vivir juntos y aquello fue demasiado para mí.

La cosa se quedó ahí un tiempo, hasta el 29 de febrero, concretamente. Era un domingo por la tarde y mi novia me invitó a un taller para hacer pulseras al que asistía. Cuando llegué al sitio, un taller lleno de mujeres de mediana edad y de cuentas de colores, vi a mi novia haciendo una de esas pulseras. Me senté frente a ella y me pasó una caja llena de cosas para que hiciera la mía. En la caja había unas cuantas letras pequeñas que debía introducir por el hilo. Me puse a mirar las letras y me di cuenta de que las letras componían la frase "¿Quieres casarte conmigo?".

Se me pusieron los ojos como platos de inmediato. No quería avergonzarla delante de un grupo de mujeres ataviadas con vestidos anchos y hasta el suelo, así que empecé a poner las letras en el orden equivocado a propósito, formando palabras como "arte" o "queso", pero llegó un punto en que me detuvo y empezó a llorar histéricamente. Se había dado cuenta de que estaba intentando evitar el momento.

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La situación era muy incómoda, no solo porque hubiera intentado proponerme matrimonio, sino porque lo hubiera hecho a través de una pulsera hecha a mano.

Salimos a dar un paseo y, cuando dejó de llorar, intentó explicarme que era día 29, supuestamente "la única fecha del año en que una mujer puede pedirle matrimonio a un hombre". También me explicó que, si decía que no, el hombre debía comprarle unos guantes de seda. Yo pensaba que se estaba inventando todas esas chorradas, pero ahí está la Wikipedia para confirmarlo. Después me dijo que había sido una broma, pero si de verdad lo fue, no entiendo por qué lloró tanto. Además, desde el principio le dejé claro que no quería ni oír hablar de casarnos. Se lo dejé bien claro.

Después de aquello, me fui a casa porque tenía que trabajar por la mañana al día siguiente. Estuvimos tres días sin vernos, durante los cuales pensé que mientras no sacara el tema, todo iría bien. Esto pasó hace muy poco, así que aún estamos arreglando las cosas. Es una chica genial, pero aquello fue muy raro.

La verdad es que hasta ahora he vivido muy protegido, así que tener que rechazar una propuesta de matrimonio muy de película de adolescentes fue bastante horrible. Creo que es lo peor que me ha ocurrido nunca.

Alex, 29 años

Decepción olímpica

Cuando empecé a salir con Tom, estaba totalmente enamorada. Él era diez años mayor que yo y guapísimo, y había sido atleta olímpico para el equipo nacional de Gran Bretaña. En teoría, era el hombre perfecto, pero la realidad era totalmente distinta. Justo antes de la última carrera, se lesionó y no pudo estar en el equipo que ganaría la medalla. Aquella espinita se le quedó clavada el resto de su vida y le causó un complejo que lo impulsaba a querer controlarlo todo y a demostrar su valía constantemente. Al cabo de dos años, las dificultades en nuestra relación eran insalvables, por lo que decidí dejarlo.

Tiempo después, mi padre me dijo que había recibido un mensaje de Tom por Facebook en el que decía: "Necesito hablar contigo sobre tu hija". Al día siguiente, me despertó una llamada de Tom, que me dijo que estaba en Canterbury. Yo tenía tanta resaca que ni siquiera podía procesar lo que me estaba contando, aunque entendí que quería que nos encontráramos en la catedral. No podía creer que estuviera allí, pero de todos modos salí a rastras de la cama y cogí el coche para encontrarme con él.

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Cuando llegué a la catedral de Canterbury, Tom me esperaba en la puerta con una botella de champán y un ramo de flores. Antes de que pudiera decir nada, apoyó una rodilla en el suelo y me pidió matrimonio. Me regaló un collar —no un anillo, no; un collar—. De repente empezaron a arremolinarse los turistas para hacer fotos de la escena: él con una rodilla en el suelo y yo con cara de vomitar todo lo que había consumido la noche anterior. Me quería morir. Le pedí que se pusiera de pie y le expliqué, delante de un grupo de curiosos japoneses, que si ni siquiera estábamos juntos, mucho menos íbamos a casarnos. Tom estaba convencido de que pidiéndome matrimonio todos nuestros problemas se arreglarían.

Nos fuimos de allí y le acompañé a la estación, pero ese día no había trenes, así que se tuvo que volver a casa en un autobús de sustitución.

Emma, 25

El dilema del gato muerto

Conocí a Claire en una discoteca de Londres llamada KOKO. Aquella noche llevaba un sujetador luminoso y yo una camiseta con un dibujo de un alienígena. Ella me preguntó si le prestaba una de mis barras fluorescentes y así nos conocimos.

Claire y yo ya llevábamos juntos seis años cuando le propuse matrimonio. Acabábamos de irnos a vivir juntos cuando dijo que se sentía atrapada en su trabajo y decidió dejarlo. En un arrebato muy de clase media, Claire encontró un anuncio en la sección de viajes de The Guardian que decía que por 1.300 euros podías pasarte un año viajando en barco. Era una locura. Incluso te enseñaban a navegar y te proporcionaban el alojamiento. Estaba obsesionada con ir. Creo que pensaba que aquella aventura resolvería todos sus problemas. En aquella época yo era más blando y fingí que no me importara que se fuera un año a surcar los mares. Obviamente, estaba destrozado por dentro, pero no podía ir con ella porque acababa de empezar en un trabajo nuevo.

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Mientras Claire estuvo fuera, hablábamos muy de vez en cuando por Skype, porque casi siempre estaba en medio de la nada, en el mar. Cada vez que hablábamos, parecía menos interesada en volver. Aquello me llevó a pensar que casándome con ella conseguiría recuperarla. Aquel pensamiento me obsesionó por completo, hasta el punto de que cogí un vuelo a Tahití para encontrarme con ella.

El gato que Claire había tenido desde la infancia se puso muy malo justo semanas antes de mi viaje. "Joder, si el gato se muere mientras ella está fuera, nunca se casará conmigo!", pensaba. Durante un tiempo me dejé un dineral medicando al gato, porque no tenía seguro médico. Al final el veterinario me dijo que me costaría 1.800 euros salvar al gato. Pero yo no tenía ese dinero: me lo había gastado todo en los viajes. Así que llevé al gato a sacrificar —lo cual, por cierto, también cuesta dinero— y dije que lo enterraran en una fosa común porque era gratis. Fue horrible.

El día después de que muriera el gato, cogí un avió a Tahití, pero el vuelo llevaba un retraso enorme. Empezaron a salirme unos sarpullidos por el estrés que acabaron en una urticaria. En París perdí el vuelo de conexión y tuve que quedarme en un hotel Ibis muy cutre.

Finalmente llegué a mi destino y vi a Claire en la sala de llegadas. Estaba increíble, con la piel bronceada y pequeñas conchas anudadas al pelo. Yo, en cambio, estaba traslúcido, con la piel llena de sarpullidos y cinco kilos menos de peso por todo el estrés que había sufrido. Aquella noche me convencí de que tenía que proponerle matrimonio. Como nos conocimos en una rave con luces de neón, compré unas 2.000 barras fluorescentes —gracias a las cuales me pararon en la aduana— para hacer un corazón gigante sobre la arena.

Llevé a Claire afuera para que leyera mi carta de amor de neón, pero ella ya se había percatado de mis intenciones y me detuvo antes de que pudiera decir nada. A continuación inició un monólogo sobre cómo estaban las cosas entre nosotros y me dijo que no estaba segura de lo nuestro. Yo me tragué la pena. En ese momento me sentía totalmente devastado.

Estaba en Tahití llorando desconsoladamente y entonces pesé: "A la mierda, voy a pasármelo bien". Pero dio la casualidad de que debido a una huelga en el aeropuerto, tendría que pasar otras dos semanas en aquella isla. Fue todo muy violento. Nos quedamos sin dinero, así que los dos tuvimos que quedarnos a dormir en el diminuto camarote del puto barco con el que había estado viajando. Para colmo, la primera semana me confesó que había estado acostándose con alguien en el barco todos los días.

Ben, 29 años

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