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Cultură

Le pedí a mi padre, que padece demencia, que comentase “Cómo estar solo” de Jonathan Franzen

La primera hora ya había arrancado las primeras 46 páginas.

Cuando mi padre perdió la memoria todo se volvió nuevo para él. A menudo se olvidaba de cómo se sienta uno en una silla, así que la ponía del revés, lo cual tiene mucho más sentido, claro. Las alfombras ya no servían para decorar o cubrir el suelo, sino que se convirtieron en laberintos que podía recorrer de puntillas, sin salirse de las rayas. La respuesta a un teléfono sonando era, por lógica pura, gritar.

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Mi padre se lo cargó casi todo. Tuve que ayudar a mi madre a sacar todos los libros que tenía en la cocina porque mi padre los cogía y les arrancaba las páginas y las iba contando, puesto que, por algún milagro, los números si los recordaba (¡y en orden!). Es interesante ver qué información ha quedado completamente borrada de su cerebro (por ejemplo mi nombre y quién soy o por qué una puerta cerrada con llave no se puede abrir) y qué información todavía retiene (cómo jugar al billar). Algunos objetos también los recuerda, como el Corvette que tenía cuando aún podía conducir, o la foto en la que salen él y sus siete hermanos y hermanas. Es como si utilizase algún tipo de método para seleccionar sus recuerdos. Cuando no tiene nada que hacer suele pasearse de un lado al otro de la casa, como si cada vez estuviese en un lugar diferente.

Hace cuatro meses, cuando nos vimos obligados a sacar todo libro que hubiese en la casa, encontré una copia de la primera edición en tapa dura de la colección de ensayos de Jonathan Franzen titulada Cómo estar solo. Casi no puedo recordar la parte de mí que pagó dinero por un libro de Franzen. Creo que se ha convertido en el alias de la ficción “segura”. Eso es, aburguesado, orgulloso de sí mismo, siempre basándose en las relaciones, lineal, de aspiración tradicional canónica, bla, bla, bla, etc.

Le llevé el libro a mi padre, que estaba sentado en la cocina, apoyando la cabeza en las manos (ahora le ha dado por sentarse así). Es difícil tenerle entretenido durante mucho rato, siempre quiere moverse y empezar a hacer otra cosa. Las cosas nuevas solo conservan su estado de “nuevas” durante un rato, un poco como les pasa a los niños, pero no del todo igual. Un niño parece aburrirse con lo que ve o tiene entre las manos cuando se da cuenta de que el objeto no es mágico o tiene algo especial. Mi padre, sea lo que sea lo que le pase por la cabeza, está, constantemente, más vivo y fascinado que cualquier objeto físico. No me puedo imaginar qué es lo que debe ver. No sé lo que significan las palabras que va susurrando por ahí. Es tan increíble como difícil de ver. Un perímetro de experiencia perfectamente ensamblado entre lo real y lo irreal.

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Sea como fuere, le di a mi padre el libro y un bolígrafo, y le dije que hiciera con él lo que quisiera. Pensé que jamás volvería a verlo, aunque hace poco me topé con el en la cocina. Lo había dejado en la encimera, junto a un montón de tierra y hojas que había sacado de una planta.

Al cabo de una hora, mi padre ya le había arrancado la portada. Encima de las iniciales del autor, que tenían relieve y eran doradas (algo que yo jamás había visto en un libro), había escrito lo que parecía la palabra STOP y cuyas letras bailaban alrededor de un garabato negro en forma de triángulo. Otras marcas en la parte derecha, arriba, sugerían que lo había mojado y tirado por ahí.

Había arrancado las primeras 46 páginas. Nunca se me ocurrió pensar en el contenido de la parte del libro que mi padre había arrancado hasta que mi madre vino y me dio una página en la que ponía “el cerebro de mi padre”, donde se explica la experiencia del propio Franzen con su padre y el Alzheimer que este sufría. El resto del ensayo había desaparecido misteriosamente: o lo había tirado por algún lugar o bien lo había destruido, o incluso quizás se lo había comido. (Una de las cosas que parece que todavía retiene es la idea de comer o la comida, aunque a veces no puede distinguir lo que es comestible y lo que no). “Es divertido lo que hace”, dice mi madre, mientras sostiene la página de “el cerebro de mi padre”, demasiado cansada como para sorprenderse. “A veces pienso que sabe perfectamente lo que está haciendo”. Dejé la página en la encimera otra vez. La siguiente vez que entré en la cocina la página ya no estaba.

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La mayoría de las páginas restantes del libro, quizás 12 de las 278, han permanecido intactas. No sé qué fue lo que le hizo escoger una página determinada y escribir en ella. El realismo nos diría que fue enteramente por capricho. En la página 52, mi padre tachó todas las líneas que ocupaba la descripción de Denis Johnson de un hombre en una residencia de ancianos que, habiendo estado físicamente destrozado y a quien no visitaban nunca, sacaba su dolor al mundo mediante quejidos. Una flecha que apunta hacia abajo y un fragmento de otra línea igual de recta que la flecha son todo lo que aparece en la página de al lado.

Quizás uno de los ensayos más famosos de ese libro es “Why bother?” en el cual Franzen debate sobre la experimentación y la dificultad en la literatura, y se sitúa a favor de contar historias enfocadas desde el “realismo social”, sugiriendo que solo hay un modo de existir en el mundo, un modo en el que la imaginación es un poco “amateur” y no tiene ningún valor. Las once rayas negras que mi padre pintó en esa página parecen las heridas de un zarpazo, o quizás un bosque sin hojas.

Parece que escribió el número “445” encima de la frase “portents that lit”.

Mi padre nunca solía leer. El único libro que recuerdo que haya comprado es Mi Vida de Bill Clinton. Lo tenía en su escritorio. No creo que lo leyese. Antes de que no pudiese salir de casa solo era el típico hombre que hacía lo que quería con su vida. Era adicto al trabajo y creía fervientemente que si querías que algo saliese bien tenías que hacerlo tú mismo. Es difícil ver cómo ese tipo de persona se ha quedado rezagado en un mundo donde la realidad es oscura, donde la función de los objetos que siempre has conocido ha cambiado de repente, y sigue cambiando. Hay una laguna entre el mundo tal y como él lo entendía antes de que su cerebro cambiase y cómo lo entiende ahora. A veces habla mirando a la pared, a los objetos o a la gente en el aire.

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En cierto modo creo que la forma en que ve las cosas ahora es más honesta, más real, sin definición y sin miedo. Se mueve alrededor de las cosas sin pausa o sin preguntarse por qué. Vi cómo escribía en la página con el bolígrafo y los ojos le brillaban. Sé las historias sobre dónde creció, a dónde fue y con quién, y aquellos a los que amó están dentro de él, aunque él los deje salir o no. Están ahí, cuando su mano se mueve. No tiene que revelarlos.

A veces va hacia mi madre e intenta abrazarla lo mejor que puede o darle las gracias o decirle que la quiere, y después vuelve a darle puñetazos a la ventana o a la puerta.

En algún lugar, casi al final del libro, encontré una página que, aparentemente, mi padre había arrancado del índice de un libro de cocina y la había metido ahí. La metió entre dos páginas que hablaban de The Corrections, un libro seleccionado por el Oprah Book Club y por el que le habían invitado al programa aunque luego retiraron la invitación porque le dijo a la prensa que tenía miedo de que los hombres no quisieran leer un libro aprobado por Oprah. “Veo este libro como mío”, dijo, “mi creación”; su creación, en un mundo donde solo la realidad es real. No puedo evitar imaginarme a Franzen denominándose a sí mismo el padre del libro. Entre todas estas palabras ahora hay estofado de cordero y macarrones. Están también los pastelitos de mi madre y las sopas. De pronto, aquí hay unas palabras reales con sentido, palabras sin pose que causan una sensación en mí. Es una sensación diferente. Paso la página como si siempre hubiese estado ahí, como si esta página siempre hubiese formado parte del libro, pero si soy honesto me doy cuenta de que fue una fuerza exterior la que la puso ahí.

Mi padre, por supuesto, no se acuerda de que ha sido él quien ha hecho todas estas cosas.

@blakebutler