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Drogas duras no; chicas jóvenes sí: Entrevistamos a Houellebecq

Aunque ahora parezca una mezcla entre Freedy Krueger y Albert Plà, Michel Houellebecq es un genio, uno de nuestros escritores preferidos y todo un personaje al que le gustan las anchoas y mirar escotes.

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A Michel Houellebecq le flipan las anchoas españolas. No estoy de coña. Parece que también le va la sobrasada del Mercadona pero ahí todavía no hemos llegado. "Cada cosa a su tiempo", parece decir con sus ojos de alienígena, mirada inexpresiva e incierta, y esos pelos de hechicero loco de La princesa prometida. Yo le he preguntado una cosa seria, algo gordo, joder. Le he pedido que me explique por qué escribe, 'la pregunta' que deberían hacerse alguna vez todos esos chalados que prefieren pasarse la vida delante de un ordenador en vez de salir a la calle a tomar el aire. Yo le he hecho el preguntón del siglo a Houellebecq y el genio me ha despachado con anchoas. Un "porque lo que escribo gusta" y anchoas del Mercadona.

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¿Houellebecq está al tanto de lo que lo peta su vestimenta? Chaleco punki sobre camiseta sin mangas, brazos huesudos a la intemperie, zapato cerrado marrón a juego con la nicotina que colorea sus manos. Por lo demás, su uniforme azul (¿del Monoprix?) parece ideado por un tarado del pragmatismo para ahuecar a sus anchas el ala en el calor seco de Madrid. Y a la gente le ha flipado. Pantallazos y caritas sonrientes de Facebook y en Twitter. ¿Qué hace Houellebecq? Repite la misma indumentaria al día siguiente. Que se la suda lo que pensemos de sus pintas, vaya. Que lo importante no es él. ¿Ah no? ¿Y entonces qué estamos haciendo aquí?

 "Estoy muy cansado", dice hinchando sus mofletes de Popeye mientras fuma pinzando el cigarro entre los dedos corazón y anular. Luego se encoge aún más en el sillón en una postura imposible que llamaremos postura de la cruz gamada: una rodilla enroscada en la otra, los brazos en aspa, una pelusilla asomando tímidamente entre el bajo del pantalón y el calcetín. "Tengo miedo de perder la memoria y repetirme, escribir libros que ya he escrito. La gente piensa lo contrario pero escribir una novela es cansino", admite con toda la pasión que cabe en su presencia ausente. "Sí, podríamos dedicar toda la entrevista a hablar sobre ello", reconoce.

¿Sobre qué? Sobre la preparación de su propia muerte, algo sobre lo que ya escribió en El mapa y el territorio, el libro con el que se permitió hacerle un corte de mangas a la sociedad francesa alzándose con el premio Goncourt. ¿Y qué tiene pensado? Pues quiere un monumento, que lo entierren y donar su dinero a una protectora de animales. "Coeetze ha decidido donar su dinero a los animales supervivientes de experimentos médicos –añade–. No sé qué asociación es. Me tengo que enterar".

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Luego se queda pensativo, parpadeando rápido hacia el cielo como si se acabase de meter un chute de alguna mierda fuerte. "A mi edad Balzac y Proust ya habían muerto. Flaubert estaba muriéndose. Quizás ser actor sea más sano", concluye. Lo de actor viene a cuento de la peli que está presentando estos días en Madrid, El secuestro de Michel Houellebecq, hipótesis descacharrante sobre lo qué ocurrió con el novelista cuando desapareció en la promoción de su última novela. ¿Y qué fue lo que ocurrió? A) Según el director de la película, Guillaume Nicloux: el escritor fue secuestrado por unos cachitas de gimnasio que lo trataron a cuerpo de rey en una casa perdida en la Francia más rural. B) Según la prensa que cubrió la desaparición, fue Al Qaeda quien lo raptó. C) Según Houellebec: "Estaba en la playa". Corre, elije la respuesta correcta mientras el escritor más famoso de Francia se descojona en tu cara.

Arrabal & Houllebecq, paisaje después de una batalla. Imagen vía

"Me pregunto si aburriré a la gente que ve la película", dice después sobre su papel, un escritor excéntrico, obsesionado con los mecheros y obstinado en sus juicios literarios, pero al tiempo cómico, astuto y hasta tierno con sus captores, con los que a medida que avanza el secuestro establece un vínculo casi familiar. "¿Resulto aburrido?", vuelve a preguntar. "No, no", contesto. "Ah, si dices tú que no, mejor –añade sinceramente aliviado–. Te diré que no es mi modo de vida habitual. Pero es probable que en circunstancias parecidas me comportase así".

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¿Empieza en ese momento Houellebecq a mirarme el escote? Por si acaso, uso de parapeto la libreta en la que llevo escritas las preguntas. Puede que lleve oteando mi delantera toda la entrevista o que se trate más bien de su mítica mirada perdida en ese abismo pesimista y desolado que pulula por sus novelas. Yo qué sé. Quizás sea paranoia mía.

En el último mes me he leído su obra completa en sentido contrario, empezando por El mapa y el territorio y acabando en la deprimente Ampliación del campo de batalla con parada en Plataforma, la novela que los tíos buenos de mi universidad leían cuando estudiábamos. Y a ver, no se trata sólo de que los personajes de Houellebecq se queden tontos ante la primera Lolita de turno. Es que su literatura pone cachondo a cualquiera. Su nihilismo, y que vaya tan a su bola. Que se cague en las aspiraciones de Mayo del 68, en el fanatismo religioso, en la absurda sociedad occidental, en Hollande –"no creo que a Hollande le alegre mi existencia, pero no es el único", dice– y que por cagarse se cague hasta en la madre que lo parió.

"No hay nada de mí en mis personajes, solo comparto con ellos mis juicios literarios", dice como leyendo mis pensamientos pecaminosos. Pero luego, con esa ambigüedad con la que le ha dado en las narices al mundo entero dejándole sin saber quién es realmente Michel Houellebecq, confirma una de esas cosas que suelta en la película que acaba de protagonizar. "Sí, el mundo literario francés es heterosexual, alcohólico y pederasta". Luego, se saca un pitillo suelto del bolsillo del chaleco de chapero y se lleva el mechero pausadamente a la boca sin destartalar la compacta cruz gamada.

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"La parte buena es que los escritores no le dan a las drogas duras, la cocaína y la heroína. Al alcohol sí. Y según empiezan a envejecer, también a las chicas jóvenes. Para mí eso empieza a ser peligroso", matiza y ¿sonríe? ¿pícaramente? O es una vez más esa maquinaria bizarra que se le instala en los mofletes cada vez que fuma.

A pesar de ser el tipo más nihilista y desesperanzado de Europa, Houellebecq no para el culo. Poeta, novelista consagrado y ahora cineasta, su exilio exterior –el interior es evidente– le ha llevado a parajes tan remotos como el Cabo de Gata (Almería) o el FIB de Benicasim. –"Ah, sí –suelta de pronto– una vez escuché un grupo muy bueno allí, Aracnofobia, pero he sido incapaz de encontrar su música después". Sí, a Houellebecq le gusta España más allá del Mercadona. Sin ir más lejos, ayer estuvo en Casa Patas. Aunque no bailó. "No tenía el calzado adecuado", se excusa. "Pero por regla general, éste me parece un país agradable –afirma–. La gente es más simpática que en Francia, cosa que es fácil. Allí la gente se ahoga en un vaso de agua. Crean problemas donde no los hay".

Y luego añade una cosa al aire, aparentemente sin mucha importancia: que los franceses jóvenes están emigrando por primera vez en la historia. "Los franceses nunca han emigrado, ni en tiempos de hambruna, nunca. Y ahora sí, y eso es nuevo, raro, extraño", dice como si estuviese maquinando próximo libro, analítico, observador, con esa mirada extraviada que no responde a mi pregunta, LA PREGUNTA, por qué escribe Houellebecq, pero que es incapaz de dejar de ver lo que mira.

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