FYI.

This story is over 5 years old.

Cultură

No dejéis de mirar al cielo

De charla con José Vicente Casado, cazador de meteoritos.

No es la luna, es Libia en 2009. José Vicente Casado encontró dos kilos de meteoritos.

A falta de nombre mejor, llamadlo “Efecto Hollywood”, si lo deseáis. No aparece en manuales médicos; de hecho, el término nos lo hemos inventado, pero sin duda el efecto existe y la mayoría estamos sujetos a él. Consiste, a grandes rasgos, en rebozar de características espectaculares cualquier actividad humana de modo que encaje en los patrones fantasiosos de un blockbuster de la Fábrica de Sueños: romantizar un hecho, por prosaico que sea, hasta conferirle el brillo cegador de un mito. Lo que pasa es que ese brillo es el de la purpurina, simple oropel. El Efecto Hollywood convierte lo sencillo en aparatoso, lo cotidiano en extraordinario y el trabajo en aventura. Al fin y al cabo, ¿quién iría al cine a ver a un tipo normal recorrer un pedregal con un mapa, un GPS y una lupa pudiendo ver a Bruce Willis viajar al espacio, todo machote él, para destruir una colosal roca en ruta de colisión con el planeta que compartimos con los americanos?

Publicidad

Bueno, pues olvidad Armageddon. Al cuerno con Deep Impact. Quitaos de la mollera que, por una casualidad cósmica, un cuerpo celeste del tamaño de Kansas nos vaya en un futuro próximo a reducir a añicos: que un meteorito caiga en la Tierra no es cosa que se salga de lo normal; y además, su tamaño suele ser diminuto. La única posibilidad de que una roca espacial mate o hiera a alguien es que impacte directamente en su cabeza. “Al único que sabemos realmente que le dio un meteorito en la cabeza fue a un hombre en un lugar llamado Mbale, en Uganda, creo recordar que en 1985,” nos explica José Vicente Casado, experto en mineralogía. “Al atravesar la atmósfera, un meteorito se deshace en miles de fragmentos del tamaño de un garbanzo o una alubia que después caen como lluvia. Uno de estos le cayó a un hombre que, por suerte, estaba debajo de un árbol. Las hojas pararon la caída y sólo tuvieron que darle dos o tres puntos de sutura.” Otro caso: “En una ciudad llamada Sylacauga, en Alabama, un meteorito atravesó la ventana de una casa y le acertó a una mujer en una cadera. Le hizo un moratón importante.” Por pequeño que sea, la velocidad de caída convierte a un meteorito en un proyectil parecido a una bala. De impactar en tu cabeza, lo más seguro es que atravesara el cráneo y te perforara el cerebro. Pero tranquilos, nos os apresuréis a buscar un casco: “Las posibilidades son mínimas. Hay más probabilidades de que nos toque la lotería que de que un meteorito nos caiga directamente en la cabeza. No hay por qué preocuparse.”

Publicidad

José Vicente Casado, leonés de 42 años, trabajó varios años en Estados Unidos como paleontólogo, buscando fósiles para empresas privadas—la Jurassic Corporation, con sede en Houston—y llevando a cabo encargos para museos (el de Denver, por ejemplo; su Sala del Terciario exhibe fósiles descubiertos por José en Colorado y Utah) pese a no haber cursado nunca estudios oficiales. “Mucha gente se sorprende al enterarse de que nunca he estudiado paleontología ni mineralogía,“ dice. “En Estados Unidos no sucede como en España. No se te exige un título para realizar un trabajo; con que sepas hacerlo es suficiente. Yo me he especializado en varias cosas pero de forma independiente.” Sus conocimientos en materia de dinosaurios y meteoritos le acreditan como experto, sin embargo, y en uno y otro caso proceden del interés por la ciencia en términos generales. “Cuando era pequeño, las televisiones transmitían imágenes del espacio y del hombre en la luna. Luego, de noche, uno se quedaba mirando al cielo y le asaltaba el deseo íntimo de ir allí. Por otra parte, yo soy de León, un lugar privilegiado para los minerales y los fósiles. Es un terreno rocoso en el que la minería es muy importante. Lo mío es, básicamente, curiosidad innata por saber de dónde vienen las cosas. Primero los fósiles, luego los meteoritos… Cómo llegaron aquí. Y los meteoritos agrupan mis dos grandes pasiones, las ciencias de la tierra y la astronomía.”

Publicidad

En el mundo existen, dependiendo de la fuente que consultes, entre 30 y 50 cazadores de meteoritos. Según José, el margen es más estrecho: son apenas 10 personas, contándole a él, las que se dedican profesionalmente a viajar por el planeta en busca de fragmentos más o menos pequeños—de unos pocos gramos a varios kilos—de roca espacial. Aquí es donde entra en juego el Efecto Hollywood: la simple mención del trabajo de José trae a la cabeza a un tipo con sombrero Fedora y látigo, corriendo y dando volteretas en algún paraje exótico. Una imagen aventurera que nada tiene que ver con la realidad. “En lo que hago hay un 1% de aventura y el resto es ciencia y paciencia”, dice José. “Hoy en día todo se compra y se vende y, en Estados Unidos, son las propias universidades las que tienen que vender aventura para obtener subvenciones. Éste es un trabajo sistemático y a veces muy, muy aburrido. Es inevitable que la gente me pregunte por la parte de aventura, pero… Mira, en la ciencia hay mucha más emoción que en esa aventura que nos venden. No hay nada que se pueda comparar al hallazgo en un campo o en un desierto de un objeto que ha venido del espacio. La roca más antigua y lejana que puedas ver y tocar. El hombre siempre ha mirado a las estrellas preguntándose qué habría allá; bueno, tener un meteorito en la mano es lo que más nos aproxima a eso.”

Túnez, 2010.

En el reducido círculo de los buscadores de meteoritos figuran también el alemán Thomas Grau y los norteamericanos Mike Farmer y Robert Haag, cazadores estrella a quienes el concepto “aventura” les viene la mar de bien: los dos últimos utilizan el término en sus páginas web, y Haag se adjudica calificativos tan rimbombantes como Indiana Jones of meteorite hunting y Master collector of space gems on this planet. ¡Toma márketing! “Nos conocemos todos”, dice José. “Cuando hay una caída siempre hay un poco de recelo a compartir la información. Primero, porque al principio no sabes si realmente va a haber algo o no. Y segundo, porque somos buenos pero no tanto [risas.] Pasado un tiempo prudencial, una semana o diez días, sí nos gusta compartir el área de búsqueda, porque una sola persona no puede recoger y examinar todas las piezas. La mayoría de los meteoritos que caen en la Tierra se pierden para siempre. Para que se pierdan los menos posibles, llamamos a otros compañeros. Hace unos años, por ejemplo, cayó un meteorito en Ciudad Real. Al principio no se hizo publicidad, luego se compartieron las coordenadas y vino gente de todo el mundo.”

Publicidad

Y tanto. Competitividad entre profesionales al margen, desde hace algún tiempo los meteoritos atraen personajes de muy distinta catadura cuyos intereses nada tienen que ver con la ciencia sino con lo de siempre: el dinero. El año pasado, la revista Forbes señalaba que los fragmentos de roca caídos del espacio eran el bien tangible de inversión que más se ha revalorizado en los últimos quince años. “Esta es la parte que menos me gusta a mí. Pero es el mundo en que vivimos, no podemos obviarlo”, dice José con resignación. “Los meteoritos han pasado de ser casi desconocidos hace 20 años a ser algo que abunda en instituciones científicas y colecciones privadas. Han adquirido valor económico”. Un valor nada desdeñable, por cierto: “En los últimos tres años se ha multiplicado diez veces: si alguien compró uno por 12.000 ó 18.000 euros, ahora vale entre 120.000 y 130.000. Se compran y se venden por esnobismo o como inversión. Entre los nuevos ricos rusos se ha puesto de moda poseer meteoritos como si fueran esculturas. Y ahora la moda es hacer joyas con ellos.”

Cierto. En 2008, la firma Rolex sacó al mercado la Rolex Daytona Meteorite, una línea de relojes de pulsera cuya principal característica era una esfera fabricada con metales extraídos del Gibeon, un meteorito de 26 toneladas de peso y edad estimada de 4 billones de años que cayó en Namibia hace doce mil y fue descubierto en 1836. El precio inicial de uno de esos relojes era de 30.000 dólares. Hoy, si puedes encontrar uno, probablemente cueste mucho más. “Esa serie de relojes se agotó”, dice José, “y el meteorito multiplicó su precio cuatro o cinco veces.” Luego hay mercado. Y donde hay mercado, ya se sabe, hay trapicheo.

Publicidad

En junio de 2007, un meteorito de tres toneladas de peso desapareció de la sede de la Fundación Espacial Acontecimiento Tunguska, en la ciudad de Kransoyark. La roca formaba parte del inmenso cuerpo celeste que en 1908 arrasó 2.000 kilómetros cuadrados de terreno siberiano y que algunas personas creen que no se trataba de un meteorito sino de un OVNI. Pese a caber la posibilidad de que cometiera el robo un grupo de aficionados a la ufología con el cerebro emborronado tras leer más libros new age de lo aconsejable, más probable parece que los responsables estuvieran más pendientes de los rublos que de los marcianos. “La información siempre sale de Rusia muy, muy sesgada”, dice José. “Lo que sí sé es que en Rusia los meteoritos están controlados por una especie de mafia. Consiguen permisos del ejército para acceder a zonas difíciles y, cuando hay algo, lo sacan con un helicóptero. Y se llevan su parte de las áreas de búsqueda ya definidas.” Delitos existen, pues de hecho los hay siempre en cualquier actividad en la que se maneje dinero; sin embargo, y antes que delitos, es la picaresca lo que más abunda dentro de ese mundo meteoritero que nada tiene que ver con la ciencia. “Un ex militar ruso simuló formar parte de un instituto de investigación. Hicieron un meteorito falso, una imitación; dijeron que lo habían encontrado en un pantano, buceando. Si buscáis en internet ‘shirokovsky meteorite’ os saldrá información sobre esto. Se demostró que era todo una gran mentira, pero para entonces ya habían vendido cientos de miles de dólares de un metal que habían fundido en unos altos hornos. Los rusos… Para estas cosas son muy especiales.”

Publicidad

De compras en Mauritania, 2009. José compró todo este material a los tuaregs, hasta la última roca.

Ahora bien, la picaresca no es patrimonio ruso, y el atractivo de los pedruscos espaciales (“Hay mucha gente detrás de los meteoritos; unas veces por interés, otras por codicia y otras porque los consideran objetos mágicos”) ha provocado que proliferen los engaños, los fraudes y las falsificaciones. Al propio José Vicente, en más de una ocasión, se le ha acercado gente ofreciéndole fragmentos de supuestos meteoritos que él, a simple vista, ha detectado que eran rocas vulgares cogidas en cualquier sitio. José resta importancia a estos intentos de dar gato por liebre y los achaca a la necesidad o a la ignorancia; más grave encuentra el monumental cambiazo realizado en el Observatorio de Lima, en Perú, donde se exhibía una voluminosa pieza procedente del meteorito de Tambo Quemado que se reveló como una reproducción, y además de las burdas. “Aquello fue una vergüenza. Yo estuve allí buscando piezas y logré coger alguna pequeña esquirla. El fragmento grande, de unos 140 kilos, estaba expuesto en Lima, pero entonces una empresa de Nueva York lo puso a la venta en Internet. Eso no podía ser; no podía estar en dos sitios al mismo tiempo, y de la pieza central no se cortó nada. Descubrimos que lo que estaban exponiendo era una reproducción. El meteorito original se había vendido a escondidas a una empresa americana y, para que nadie lo echase en falta, sustituido por una réplica en cobre. ¡Incluso se podía ver el cordón de soldadura en la parte de atrás! Vergonzoso.” A José le subleva que “haya más gente que se dedique a comprar y a vender que a buscar”, aunque admite que buena parte de los meteoritos de su colección particular, y la suya es una de las más grandes de Europa (el 5% de ella en su casa, incluyendo uno gigante de 600 kilos que es el meteorito más grande de España; el resto, repartido en distintos museos), los obtuvo comprándoselos directamente a los tuaregs. “Ya sabes que existen las verdades, las medias verdades, las mentiras y lo que se publica en Internet, y yo en Internet he leído cosas de lo más descabelladas. Como que los meteoritos servían para financiar guerrillas”, dice José. “Lo que sí es cierto es que hoy en día los beduinos tienen Internet, se han convertido en expertos y saben a cuánto se vende lo que encuentran en el desierto. En algunos pueblos, lo que sacan mancomunadamente de recoger meteoritos lo emplean en hacer mejoras sociales. En M’Hamid, al sur de Marruecos, compraron una ambulancia. Y en otros lugares ha servido para realizar obras de saneamiento”. En casos como estos, puede decirse casi literalmente que los meteoritos han sido un regalo del cielo, ¿no? “Una vez, en el Sahara, un beduino me dijo que no entendía cómo podíamos gastar tanto dinero en ir al cielo si el cielo nos regalaba rocas para estudiarlo.” En general, los problemas a los que se enfrentan los cazadores de meteoritos están en las antípodas de las sombras de la imaginación producidas por… sí, el Efecto Hollywood: “En cierta ocasión, unos periodistas querían que les contara cómo teníamos que pelearnos con traficantes, con los de Al Qaeda… Y no es así. No, porque se evita. A los que buscamos nos encantaría ir a Argelia, pero no vamos precisamente porque Al Qaeda está allí. Y luego hay otra cosa, que en el desierto vamos a zonas totalmente deshabitadas, lejos de las líneas de comunicación, a zonas a las que ni siquiera Al Qaeda va porque, aunque suene a broma pesada, allí no hay nadie al que secuestrar. Así que no es tan peligroso.” Tampoco los meteoritos, en sí, entrañan ningún peligro: “En realidad son las rocas menos radioactivas que conocemos. Los meteoritos llevan millones de años desgastando su radioactividad latente. Cualquier roca granítica terrestre, como las de la zona de Montserrat en Catalunya o el Valle de los Caídos en Madrid, contienen más radioactividad. También me hablan a veces de microorganismos, pero de haberlos serían auténticos supervivientes. Al entrar en la atmósfera, la parte externa del meteorito puede llegar a seis, siete, ocho mil grados de temperatura. Ningún organismo puede sobrevivir a semejante calor. Como argumento de película es bonito, pero no resiste ningún análisis científico.

Haciendo el ganso con otro cazador de meteoritos, Robert Haag. Puerto Lápice (España), 2007.

No, señores. Los auténticos problemas a los que se enfrentan José y los demás cazadores son bastante más prosaicos, de esa clase que produce indignación a un científico y cabreo a cualquier ciudadano de a pie: las trabas burocráticas, el desinterés de los estamentos políticos y las normativas caóticas. En Estados Unidos, por ejemplo, quien encuentra un meteorito pasa a ser su legítimo propietario, mientras que en Argentina, por mencionar otro ejemplo, se decretó en 2007 que los meteoritos eran bienes culturales y, por tanto, no podían salir de su territorio sin un permiso expreso. “Esa es toda una historia”, dice José. “No tengo ningún problema en decir lo que pienso aunque me acarree luego algún problema. Países como Suecia o Dinamarca facilitan recoger meteoritos, y si alguno es interesante para la ciencia se lo queda alguna institución. En Dinamarca, hace poco, hicieron un llamamiento a la población para que ayudara a buscar fragmentos de un meteorito que había caído. Recogieron cientos de ejemplares. La mayor parte se devolvió a la gente que los había encontrado, y unos cuantos se los quedaron las instituciones científicas para su análisis y exposición. Argentina, sin embargo, prohíbe estas cosas. Hace dos años cayó un meteorito y todos los fragmentos aparecieron, por arte de magia, en Uruguay. Especularon con ellos. También en otros países está prohibido sacarlos del país, pero es la propia policía la que te los vende, aprovechándose de esa normativa para ganarse algo. Es así de triste. No importa la ciencia sino sobrevivir y sacarse un dinero cada día.”

Y, como no podía ser de otra manera, en España, este país en el que tragedia y comedia se funden en sola cosa, todo es incluso más complicado. O, como José Vicente dice, un chiste. “En lo que se refiere a los meteoritos, España no es un estado sino 17. Cada comunidad autónoma es propietaria de su patrimonio; ahora bien, depende de cada comunidad decidir si un meteorito constituye patrimonio o no.” También lo es resolver si una piedrecita hallada en pleno campo es un meteorito o una piedra ennegrecida en una hoguera del paleolítico. “Para eso tendríamos que tener expertos en las 17 comunidades autónomas y que fueran ellos a examinar el hallazgo, pues de excavar cualquier otra persona se le consideraría furtivo. Pero es que hace seis años cayó un meteorito en Palencia y todavía estamos esperando que la Comunidad haga los primeros estudios para su búsqueda e investigación. ¿A qué están esperando? Estoy convencido de que, en España, todo meteorito que caiga se va a perder.” Para José, como investigador y apasionado de esos pétreos regalos caídos del cielo, la situación es sangrante. “He dado muestras fehacientes de que mi interés no es económico, sino científico. Instituciones políticas como las de Castilla y León nos tratan más o menos como a locos, como chalados. Nos preguntan cosas como, ‘¿Pero por qué andáis cogiendo eso? Si es que hay gente para todo…’.” Y así nos va.

FOTOGRAFÍAS CORTESÍA DE JOSÉ VICENTE CASADO