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Opio, bombas y gasolina

Una visita a Nimroz, el último rincón de Afganistán.

La versión afgana de “la droga mata”. Afganistán produce el 90% del opio y la heroína mundial y la inmensa mayoría sale de las amapolas del sur del país.

Situada en el extremo suroeste de Afganistán, la provincia de Nimroz está en la llamada “zona roja” (léase “actividad insurgente elevada”) del país y limita con Irán y Pakistán; son casi 500 kilómetros de porosa frontera por la que circulan las mayores cantidades de heroína del mundo, pero curiosamente no hay un solo soldado, ni extranjero ni afgano, controlando la zona. Y se cree que las armas y los explosivos con los que Irán abastece a los talibán también pasan por allí. ¿Entendéis ahora por qué la coalición internacional encabezada por EEUU, el mayor entramado militar del mundo, y los grandes medios de prensa “ignoran” la existencia de Nimroz? Yo tampoco. Por eso quería ir hasta allí.

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“¿Cuándo viene usted, Mister Karlos? ¡Llevamos tres semanas esperándole!”. Tenía al gobernador de Nimroz, Karim Brahui, al teléfono. El hombre aguardaba pacientemente la visita de uno de los pocos periodistas extranjeros que se habían fijado en que su provincia existía. Pero durante las tres semanas que llevaba en Kabul, absolutamente nadie, ni mis colegas de profesión, ni las compañías aéreas locales, ni siquiera mis contactos en el Gobierno habían podido explicarme cómo diablos llegar hasta allí. Las carreteras al sur de la capital quedan bajo control talibán, con lo cual mi única opción era volar. UNAMA (Misión de Naciones Unidas para Afganistán) tenía un vuelo programado cada miércoles “en función de las necesidades”. Llevaba ya tres intentos fallidos. No parecía haber “necesidades” de momento.

“Le agradezco el interés pero lamento comunicarle que no tengo forma de llegar hasta usted”, le dije finalmente al señor Brahui por teléfono. Apenas podía disimular mi decepción. Así que tiré la toalla y me compré un billete a Herat, al oeste del país, donde pensaba hacer un trabajo sobre mujeres que se prenden fuego tras rociarse de gasolina (Herat es la capital de las “mujeres antorcha”). Pero no sé si fue Alá, Zaratustra o la Divina Providencia quien quiso que mi compañero de asiento fuera precisamente de Nimroz. “Perdone, ¿cómo hace usted para llegar a su casa?”, fue lo primero que le pregunté. “Fácil, mañana mismo hay un vuelo desde Herat”, me contestó. Bien.

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Tráfico rodado por el único paso “oficial” en la fronteriza Nimroz.

El trasto que me llevaría hasta Nimroz era un pequeño avión de hélice ruso al que se accedía por una rampa en la parte de atrás. Me senté junto al señor Lalahand, que resultó ser el jefe de un equipo de profesores de todo el país que volaban a Zaranj, capital de Nimroz. Por lo visto, las pruebas de acceso a la universidad en Afganistán se hacen en otoño y los exámenes se transportan desde Kabul en un pintoresco cofre de hierro cerrado con candado. “Nimroz es un erial del que no se acuerda nadie; no hay tropas extranjeras, ni equipo de reconstrucción, ni agua, ni escuelas…”, me aclaró el catedrático por la universidad de Kabul. No obstante, su preocupación más inmediata parecía ser el estado del aparato en el que volábamos hasta el último rincón de Afganistán.

Nimroz es un lugar singular en muchos aspectos. Entre otras cosas, hablamos de la única provincia de Afganistán donde una mujer consiguió el mayor número de votos en las elecciones al parlamento de Kabul el pasado septiembre, y donde una pequeña minoría, los baluches, son mayoría. El mismo gobernador, Brahui, pertenece a este pueblo dividido hoy por las fronteras de Irán, Pakistán y Afganistán.

Antes de partir hacia Nimroz le había preguntado a Ahmed Rashid, probablemente el periodista y escritor que mejor conoce el conflicto “Afpak”, por qué no había tropas en Nimroz: “Sí que hay un pequeño destacamento de marines, pero muy lejos de la frontera. No me lo explico”, me reconoció humildemente. Y la pregunta de marras se la trasladé también al gobernador Brahui, cuando por fin pude reunirme con él en su despacho del fortificado complejo gubernamental de Zaranj. “No hay tropas en la zona porque ésta es una provincia en paz”, sentenció. En persona se mostraba mucho menos entusiasta que por teléfono; ni siquiera mostró el menor interés cuando le dije que también había visitado las regiones baluches de Irán y Pakistán [ver el artículo “La otra insurgencia de Pakistán” en nuestro número V3N11 – nde]. No obstante, reconozco que lo que más me molestó fueron sus lacónicas respuestas mientras seguía un partido de cricket (Bangladesh contra Australia, creo) por su tele de plasma.

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Karim Brahui, hoy gobernador de Nimroz pero antaño fundador y comandante de uno de los grupos insurgentes más desconocidos de la historia reciente afgana.

Brahui me dio la impresión de ser otro tecnócrata apoltronado más. Me costaba creer que estuviera ante el hombre que en 1979 fundara el llamado Frente de Nimroz, un grupo de guerrilleros que luchó contra la ocupación rusa primero y contra los talibán después. En Afganistán se ha idolatrado hasta el paroxismo a Ahmad Sha Massud (aquel comandante tayiko al que, prácticamente, se le atribuye el mérito de haber derrotado él solito a los rusos), pero poco o nada se sabe de lo que sucedía en el extremo opuesto del país durante aquellos años. Todos hemos oído hablar de la famosa “Alianza del Norte” pero este hombre tan apático resultaba ser el mismísimo fundador y comandante en jefe de una misteriosa “alianza del sur”.

“No teníamos contacto con los movimientos del norte pero perseguíamos los mismos objetivos: luchar contra todo aquel que quisiera invadir el país. Golpeábamos al enemigo y luego nos refugiábamos al otro lado de la frontera, en Irán”, explicaba el que es, muy probablemente, el baluche más conocido de todo Afganistán. Y es que en el espacio de tiempo entre su vida de comandante de la guerrilla y su puesto de gobernador, este antiguo mecánico de armamento fue también Ministro de Fronteras y Refugiados durante seis años.

También conocí a Abdul Jabar Purdely, otro baluche, que es hoy jefe de la policía local, el único grupo armado “oficial” de Nimroz. “Los talibán controlan las zonas de Delaram, Khashrod y la zona fronteriza con Pakistán, pero Zaranj (capital de Nimroz) está bajo control de Kabul”, me contó desde su comisaría. Pocos días antes había decomisado un cargamento de 19 toneladas de explosivos procedentes de Irán. La provincia no parecía estar tan “en paz” como me había dicho el señor Brahui y lo cierto es que son muy pocos los que se atreven a dejar la capital de Nimroz por carretera; una vía que, si no está bloqueada por la arena del desierto, ya se encargan de hacerlo los talibán con sus IED (explosivos de carretera) o sus

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checkpoints

.

El cauce seco del río Helmand es el lugar donde dar con la escena motera local.

Nada más dejar atrás las fortificadas oficinas gubernamentales, el bazar de Zaranj revela abiertamente la personalidad fronteriza de esta ciudad. “Me encanta cómo visten las mujeres en Nimroz”, me confesaba Sharifullah. A diferencia del ubicuo burka azul de su aldea natal, el chador negro iraní permite ver el rostro de las mujeres locales y les concede “un toque de distinción” a los ojos de este treintañero de la vecina provincia de Helmand.

El “desenfadado” código de vestir persa es, quizás, el elemento más visible de la influencia del vecino en esta provincia pero son muchos los pequeños detalles que nos recuerdan que Irán está, literalmente, a la vuelta de la esquina. En

Danesh net

, el único Internet café de Zaranj, resultaba imposible acceder a ninguna de las páginas web vetadas por el Gobierno de Teherán mientras que en el bazar son los productos persas los que se amontonan en los puestos; mercancías que se pagan en tomanes iraníes, y no en afganis.

Pero si hay un objeto digno de pertenecer al escudo de armas de esta ciudad, ese es el bidón de gasolina. Una vez descargados de las traseras de las furgonetas o de los moto

rickshaws

que serpentean entre el tráfico humano del bazar, se apilan a miles a ambos lados de la carretera. La actividad comercial en Zaranj es tan frenética que los depósitos clandestinos en los bajos de los camiones se vacían en mitad de la calle a la vista de todo el mundo, incluidos los uniformados.

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Sattar en plena tarea a orillas del río Helmand. La escasez de agua en la región ha obligado a miles de familias de campesinos a emigrar a otras partes del país.

“Aquí hay tres formas de ganarse la vida: o traes gasolina desde el otro lado, o llevas opio, o coges agua del río y se la vendes a una de las dos depuradoras de la ciudad”, me contaba Sattar. Él hacía entre siete y diez viajes diarios con su tractor y el pequeño tanque de agua que remolcaba. El agua la sacaba de un canal del río Helmand, que dibuja aquí la frontera entre Afganistán e Irán. No obstante, la mayor parte del cauce estaba seco y parecía ser el lugar preferido de unos chavales que hacían caballitos con sus motos iraníes.

“Sabemos perfectamente quiénes son los talibán en Zaranj, los vemos por la calle; están aquí por el

business

. La heroína llega desde la vecina Helmand (el mayor productor de heroína del mundo) y pasa a Irán por esta misma frontera”, me explicaba Rasul entre caballito y caballito, y en vísperas de su examen de “selectividad”. “Sea cual sea el resultado del examen, seguiré trabajando con mi padre trayendo gasolina y motos desde el otro lado”, sentenció el adolescente pastún.

Precisamente a eso se dedicaba Ahmed, un joven de Kandahar que llevaba tres años en Zaranj gracias a las oportunidades que ofrecían los “negocios transfonterizos”. A la pregunta de si le gustaban las tropas extranjeras, me contestó algo tajante que no dejaría de oír durante las seis semanas que pasé en Afganistán: “A nadie le gusta ver su país invadido, pero si las tropas se van antes de tiempo, sin acabar su trabajo, caeremos en manos de los talibán otra vez. Y no queremos volver a las cavernas”.

Anochece sobre el desierto de Nimroz. Tanto baluches como pastunes son musulmanes sunitas y se toman muy en serio sus obligaciones religiosas.

Curiosamente, Ahmed parecía pasar por alto el hecho de que su negocio funcionaba principalmente gracias a una frontera dejada de la mano de Alá. Tuve que recordarle que no había tropas, ni nacionales ni internacionales, en este confín de Afganistán al que los marines llaman el “fin del mundo”. “Aquí estamos convencidos de que hay un pacto secreto entre Kabul y Teherán. En Helmand hay soldados americanos, británicos, canadienses, estonios, georgianos…Pero un despliegue como ese en esta frontera haría saltar la zona por los aires”, replicó Ahmed. Otra paradoja más de la remota Nimroz. Al día siguiente conocí a Ashraf, un joven pastún en “viaje de negocios”, y me invitó a un picnic junto con sus amigos Juma Khan, Aziz y Muhamadí (puede que la guerra sea endémica en Afganistán pero también lo es la hospitalidad). Tras comprar varios kilos de granadinas de Kandahar (“las mejores del mundo”), Juma Khan condujo el Mitsubishi Pajero de su padre a 180 km/h por la rectilínea carretera de Zaranj hacia el norte, una vía que una organización india reconstruye durante el día y la oposición afgana “redestruye” por la noche. Fue media hora de frenética incursión en terra incognita talibán durante la cual me puse el cinturón de seguridad. Agradecí que mis nuevos amigos se tomaran con humor esa inequívoca señal de que uno es un nenaza. Nos detuvimos junto a un mar de dunas desde las que observamos a unos pastores baluches atravesar el desierto con sus ovejas y camellos mientras nos comíamos las granadinas. Nuestros shalwar kamiz (ropa holgada local) blancos se tiñeron de rojo y pensé en contarles que parecía que viniéramos de los sanfermines, aunque Aziz me ahorró una interminable explicación apuntando que parecíamos cinco chiítas ensangrentados después de sacudirse de lo lindo durante la Ashura. Mejor así. Tras las risas tocaba rezar. A falta de un muecín, fueron los aullidos de los chacales al anochecer los que recordaron a mis compañeros su compromiso religioso. “Rece usted también, Mr. Karlos”, me invitó amablemente Muhamadí, un chaval de 23 años y frondosa barba negra que trabajaba en una escuela de Zaranj. Abrí las palmas de las manos hacia el cielo por pura educación pero me sentí algo ridículo. Preferí inmortalizar con mi cámara otro momento inolvidable en el indómito y bello suroeste afgano.

TEXTO Y FOTOS DE KARLOS ZURUTUZA