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Cultură

Meditación y el crimen de Alcasser: Fui a un retiro de silencio y no aguanté ni dos días

Un retiro apartado del mundanal ruido en el que debes permanecer callado, sin reírte, sin mirar a los ojos a los demás, sin hacer ningún gesto comunicativo. Una puta pesadilla.
Fotografías por la autora

Se supone que un retiro de silencio es algo que te ayuda a encontrar tu camino, que te enseña a ver lo que hay en tu corazón más allá de las emociones.

Soy bastante lerda para comprender en toda su amplitud este tipo de frases abstractas, pero me he empeñado en confiar plenamente en la efectividad del asunto, así que supongo que cuando "vea en mi corazón más allá de las emociones" me daré cuenta de que lo estoy consiguiendo y diré: "Oh, mira, estoy viendo en mi corazón más allá de las emociones. Mucho más allá. Qué cosa loca. Esto es la hostia. Quiero estar así siempre. No me saquéis de aquí".

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Debes permanecer callado, sin reírte, sin mirar a los ojos a los demás, sin hacer ningún gesto comunicativo. Tampoco puedes mirar el móvil, ni ver Juego de Tronos, ni leer

Un retiro de silencio consiste, básicamente, en un encierro grupal en un lugar apartado del mundanal ruido, en el que debes permanecer callado, sin reírte, sin mirar a los ojos a los demás, sin hacer ningún gesto comunicativo. Tampoco puedes mirar el móvil, ni ver Juego de Tronos, ni leer nada que no tenga que ver con el proceso que estás siguiendo. La ficción queda absolutamente desterrada.

Puedes leer, por ejemplo, algo que se llame "¿Quién hay dentro de mí? Un plan de 12 pasos para descubrir tu auténtico yo", pero no un libro de ensayos y relatos sobre el crimen de Alcasser. Lo sé porque, nada más llegar, me requisan ese libro, que justo estaba empezando a leer. El criterio para vetar unos libros y no otros me parece bastante aleatorio. Me da mucho más miedo pensar en lo que hay dentro de mí que en el crimen de Alcasser. Supongo que quizás por eso estoy aquí, intentando "ver mi corazón más allá de las emociones".

El centro de retiro está en la Alpujarra, cerca del pueblo más alto de España. Sólo se puede llegar hasta él tras un largo viaje en coche por pistas de tierra que parten desde el pueblo más cercano, Capileira. La casa es una construcción de piedra en medio de un valle. No se ve ninguna casa más en varios kilómetros a la redonda. Un poco más abajo de la casa, veo una especie de establo de piedra un poco más pequeño, alrededor del cual pastan unas vacas.

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Me reciben al principio del camino las dos personas encargadas del lugar, dos hombres de unos cincuenta años. Uno es delgado, vestido enteramente de lino color crudo, y va descalzo. El otro es más corpulento y lleva una camisa naranja abierta. En su pecho cuelga una piedra en la que está dibujado el símbolo del lugar, una espiral con signos alrededor.

Los problemas que en un día urbano y socialmente activo serían pequeñas inquietudes, en este silencio se vuelven inmensos, inabarcables

Me dan la bienvenida y me informan de que en el panel de la cocina de la casa encontraré el plan de cada día, que debo seguir religiosamente. Se me proveerá de comida, y tendré una habitación para mí sola. A cambio, debo respetar las normas del centro.

A partir de una gran piedra negra que hay junto al camino, no podré pronunciar palabra, ni cantar, ni emitir sonido alguno. Me abrazan por turnos, uno después de otro. Ese abrazo conciliador jipi es algo que me tensa. No me parece natural, y me siento algo violentada. Me preguntan si tengo alguna duda, y, como quiero acabar cuanto antes con este acto tan ceremonioso, les digo que no sin pensar. Caminamos hacia la casa. En cuanto cruzamos la gran piedra negra, con una gran espiral pintada, me empiezo a agobiar un poco.

Una especie de campamento militar en el que cada toque de campana indica un cambio de actividad. Dentro de ese silencio y esa quietud, hay un estrés subterráneo

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La casa es pulcra, llena de alfombras por el suelo, con ventanales que dejan ver el valle. Mi habitación es austera, una especie de celda monacal. En la casa hay tras personas más, tres hombres de los que veo el cuerpo, pero no lo cara, porque debo evitar mirar a los ojos.

Dejo mis cosas y miro el plan de la jornada. A partir de ese momento, siento como si hubiese entrado en una especie de campamento militar en el que cada toque de campana indica un cambio de actividad. Dentro de ese silencio y esa quietud, hay un estrés subterráneo que no deja en paz un momento. Cuando empiezas a acostumbrarte y estar a gusto en una actividad, suena la campana y debes pasar a otra.

De pronto recuerdo que en los campamentos scout no llevaba nada bien ese ritmo frenético, así que quizás tampoco me adapte demasiado bien al plan del centro de retiro. Cuando estoy empezando a arrepentirme de haberme metido en este fregado, suena la campanilla y entro en la rueda frenética de actividades. El primer día se ajusta exactamente a las horas y los planes marcados, que son como sigue:

06:00 Suena una campanilla. Todo el mundo arriba.

06:30 Se hace algo que llaman "movimiento conectado" (yoga, caminar en grupo o solo). Yo camino sola, porque no sé hacer yoga, y porque caminar en grupo evitando totalmente la comunicación me crea una especie de extraña tensión.

07:15 Descanso.

07:30 Meditación en la sala. Esto consiste en acudir a la sala común, un lugar precioso con alfombras en el suelo y grandes ventanales, y sentarse en posición del loto para meditar durante una hora. Es relajante, pero cuesta dejar la mente en blanco.

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08:15 Desayuno. Me resulta un suplicio comer frente a gente a la que ni siquiera puedo mirar a los ojos, así que cojo mi desayuno y me voy fuera, bajo unos árboles.

09:15 Meditación individual. Aquí cada uno medita donde le da la gana y como le da la gana. Yo me pongo junto a la alberca, pero enseguida abandono. Es imposible meditar con una nube de mosquitos incordiándote.

10:00 Descanso.

10:15 Meditación guiada en la sala. Al leer "guiada" en el panel de actividades, pienso que se nos hablará, y de pronto la idea de una voz sonando me parece maravillosa. Cuando llego, veo que lo que guía no es una persona hablando y dando indicaciones, sino unos golpes graves en el borde de un cuenco tibetano.

La verdad es que siento dentro de mí un profundo aburrimiento y un cansancio insoportable

11:15 Meditación caminando. De nuevo sola. Bajo hasta el establo que hay un poco más abajo de la casa, aunque sé que no es un paseo meditativo, sino más bien un paseíto curioso. Las vacas que pastan alrededor me observan. ¿Debo evitar mirar a los ojos a las vacas también? No lo sé. Por si acaso, agacho la cabeza.

12:00 Meditación grupal en la sala. De nuevo silencio absoluto, sin cuenco tibetano.

12:45 Comida y descanso. Acudo de nuevo a los árboles. Cuando estoy yendo hacia allí, veo que sobre un banco está el libro que me han requisado al llegar. ¿Acaso están aprovechando para leérselo? ¿Lo han dejado ahí como trampa, para comprobar cuán involucrada estoy en el retiro de silencio? Lo miro, pero no lo toco. Paso de largo como si me interesasen una mierda los crímenes de Alcasser, pero la verdad es que siento dentro de mí un profundo aburrimiento y un cansancio insoportable.

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Lo que debería ser un camino hacia mi verdadero yo se ha transformado en una especie de pensamiento circular en el que repaso una y otra vez las mismas cinco o seis rayadas que atraviesan mi vida ahora mismo. Mientras como, no puedo evitar que mi cabeza viaje por lugares muy lejanos. Suena la campanilla que avisa de la meditación en sala.

Me doy cuenta de que, al no hablar, empiezo a transmitir de otra manera. El acto casi reflejo de comunicar se me desborda sin querer

Al levantarme, hago un gesto muy de niña de campamento cuando se acaba el tiempo libre, un resoplar con ojos en blanco. Es un gesto muy exagerado, aunque nadie lo ha visto porque estoy sola.

Me doy cuenta de que, al no hablar, empiezo a transmitir de otra manera. El acto casi reflejo de comunicar se me desborda sin querer.

15:45 Meditación guiada en la sala, esta vez con una especie de gong. Si el ruido del cuenco tibetano me relajaba, este tiene un punto agudo que me irrita un poco.

16:30 Meditación caminando. Esta vez me uno a dos de los hombres que hacen el retiro conmigo, e intento caminar con ellos sin que me resulte incómodo, pero enseguida me voy por mi cuenta.

17:15 Descanso. Me tumbo en mi cama. Las cinco rayadas principales, esos pensamientos que le asaltan a una cuando tiene insomnio, vuelven en círculo a mi cabeza. De hecho, la sensación absoluta es aquella que una vez oí definir como "por la noche, los lagartos se vuelven dinosaurios".

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El retiro de silencio es exactamente así: los problemas que en un día urbano y socialmente activo serían pequeñas inquietudes, en este silencio se vuelven inmensos, inabarcables. Intento paliar mi angustia tumbándome y respirando, pero me quedo dormida. Me despierto sobresaltada por la campanilla.

19:00 Cena ligera. De nuevo arroz integral y unas verduras sin sal. Como elemento nuevo, hay un té servido en un cuenco. Cuando lo pruebo, descubro que tiene un extraño sabor salado.

20:00 Meditación en la sala. Esta es la peor meditación. Me duele la espalda de estar tan erguida, me mareo. Sólo quiero que suene la campanilla.

20:30 Cantos meditativos opcionales. Es decir, que no es cierto lo que me dijeron a la entrada. Sí que se puede cantar. Y aquí es cuando la cago. En cuanto empiezan a cantar, que consiste en proferir unas voces graves y guturales de forma monótona, decido que quiero unirme, pero mi voz aguda entre las suyas graves crea un choque extraño que me da risa.

Una risa adolescente, muy de edad del pavo. La típica que te da a los trece años en clase de Conocimiento del Medio cuando te explican los órganos sexuales. Una risa incontrolable y estúpida que lo caga todo. Uno de los monitores del silencio me guía delicadamente hasta la salida.

El siguiente plan del día es:

21:00 Descanso o práctica personal.

Pero yo no pasaré el descanso en la casa principal. En voz muy baja y calmada, el monitor más corpulento me indica que recoja mis cosas y le siga. Sé que no puede pasar nada malo, pero tengo un miedo absurdo e infantil. Sé que estoy siendo, de alguna manera, castigada por mi falta de control.

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Cuando empezamos a caminar, veo que nos dirigimos al establo de abajo. ¿Me van a hacer dormir con las vacas? Estoy flipando. Al pasar junto a un banco, veo que mi libro sigue allí. ¿De verdad van a dejarlo ahí, al raso? ¿Y si llueve? ¿Y si se lo come una vaca? Entiendo que, o es una trampa finísima con la que pretenden jugar con mis sentimientos, o directamente se les ha olvidado.

Lo peor es que, por más que quiera, no puedo abandonar el retiro a esas horas. Ya casi ha anochecido, no tengo coche, y el viaje caminando hasta el pueblo más cercano dura unas tres horas. Ni de broma pienso entregarme en sacrificio a los jabalíes nocturnos.

En contra de lo que parecía, el establo por dentro es una estancia normal. Espartana, pero limpia y agradable. Sólo hay una cama, una alfombra y una silla. No hay luz. El monitor susurrante me da unas velas y unas cerillas y se despide. Dice que mañana vendrá a buscarme y se larga. Me quedo sola con mis pensamientos. Veo a uno de los asistentes al retiro pasar caminando cerca de mi establo. Evito mirarle a los ojos.

Cae la noche del todo, las vacas mugen y no puedo dormir. Dentro de las obsesiones que trae la oscuridad a mi cabeza, me entra la absurda paranoia de que uno de los asistentes al retiro, el que ha pasado junto a mi establo hace un rato, es Antonio Anglés. Sé que suena a la mayor gilipollez del planeta, pero supongo que nadie piensa que un asesino es un asesino hasta que de pronto llega el asesino y lo mata. Evidentemente, estoy absolutamente sugestionada por lo poco que he podido leer del libro antes de que me fuese requisado.

No duermo en toda la noche. Caído entre la cama y la pared hay un libro sobre cómo llegar a levitar a través de la meditación. Hay momentos en los que tengo tanto miedo que se me ocurre que cantar puede alejar los terrores, pero decido respetar el silencio.

Dentro de mi irreverencia, quiero seguir adelante con esto. Ya me dijeron que sería difícil. Esto es sólo el principio. Más adelante encontraré el camino de la paz interior, sabré cómo es mi corazón, escondido tras las absurdas emociones.

A las seis de la mañana empieza a amanecer, y las emociones engañadoras de mi corazón me indican que debo salir de allí lo antes posible. Meto todo en la mochila y salgo del establo. Miro a una vaca a los ojos. Encuentro cierto consuelo en su mirada. Le acaricio un poco el lomo. Me encamino hacia la casa. En el banco sigue mi libro, cubierto de rocío de la mañana. Lo cojo rápido, mirando hacia todos lados como una ladrona, y salgo casi corriendo montaña abajo.

Soy una niña mimada, con el corazón envuelto en un velo de emociones que no me dejan descubrir mi verdadero yo, pero mientras camino hacia el pueblo junto al río, siento que casi levito.