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Steve Jobs salvó mi vida

Palabrita de dios

Steve Jobs me salvó la vida, y le estaré por ello eternamente agradecido. Ocurrió hace ya unos cuantos años, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Yo estaba entonces terriblemente deprimido, las cosas no me iban nada bien: mi mujer me había dejado por un alto, guapo, bien vestido y perfumado vendedor de una tienda especializada en ordenadores Mac y mis hijos me llamaban antigualla y dirigían venenosas miradas de soslayo por haber dicho que yo, para escribir, con cualquier cosa me apañaba; mi máquina se había bloqueado y, gran pecado, no había hecho antes un “bacá”, que es lo primero que te preguntan los informáticos antes de sacarte la pasta. Mi vida era una ruina en lo personal y en lo digital, y no viendo solución decidí tirarme de un puente.

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A punto estaba de saltar al vacío cuando apareció él, cual angel de la guarda y dulce compañía: Steve Jobs, con su barba de gurú de negocio multinivel, sus suaves modales, su no amenazante lenguaje corporal y un leve, inefable resplandor emanando de su cuerpo. El hombre que hacía esos ordenadores que son taaaan bonitos y taaaan fáciles de utilizar se me acercó sin hacer ruido, casi como si sus pies no tocaran el suelo, e intentó convencerme de que no me tirara, que la vida era bella, que aún tenía muchas cosas por hacer y por ver, sin ir más lejos una especie de bandeja electrónica que hacía todo tipo de cosas preciosas con que tocaras la pantalla. Me sentí inmediatamente tranquilizado. La presencia de Steve Jobs obraba un efecto balsámico en mi sistema nervioso, y me atrevería a decir que incluso empezó a despertar el kundalini en mi espina dorsal. Tan relajado estaba, de hecho, que perdí pie en la pequeña cornisa a la que me había encaramado y me precipité al vacío.

Fueron instantes extraños. En caída libre hacia un duro pedregal, no fue mi vida la que pasó ante mis ojos sino distintas imágenes que había visto en la prensa de Steve Jobs; siempre sonriente, siempre con un nuevo y maravilloso aparato en la mano, dispuesto siempre a perder horas de comida y sueño por hacer de éste un mundo mejor. Steve Jobs intentando parar con el cuerpo la bala que Alí Agca le disparó al Papa (llegó tarde por milímetros); Steve Jobs en un barco de Greenpeace deteniendo una matanza de ballenas; Steve Jobs sanando a un enfermo de lepra por imposición de manos; Steve Jobs en un campo paradisíaco, abrazando a un tigre y a un león igualito igualito que en los dibujos de La Atalaya; Steve Jobs perdonando a Paul McCartney que se apropiara con efecto retroactivo del nombre de su compañía… Steve Jobs, en suma, haciendo lo que hacía Steve Jobs: el BIEN.

Resignado estaba a hacerme picadillo contra las piedras, aunque consolado por estas maravillosas visiones, cuando noté que alguien detenía mi caída a escasos centímetros del suelo. Era él, ¡era Steve Jobs! De alguna manera, había bajado los 20 metros que había entre lo alto del puente y el duro pedregal, llegado antes que yo y amortiguado mi caída con sus fuertes brazos. Sonrió y me depositó en el suelo. “¿Estás bien?”, me preguntó. Sí, lo estaba. Física y psicológicamente. “Bien”, repuso él. “No vuelvas a hacerlo, ¿eh?” No, claro que no. Steve Jobs me había dado una segunda oportunidad y no iba a malgastarla. Steve me dirigió de nuevo una sonrisa, me dio una palmadita amistosa en el cuello y, nunca lo olvidaré, me dijo: “Stay hungry, stay foolish”. Después se dio la vuelta y empezó a caminar, desapareciendo en la oscuridad.

Nunca volví a verle en persona, pero no hay día que no me acuerde de él. Ni siquiera he podido volver a morder una manzana sin sentirme de algún modo culpable. Adiós, Steve. Hasta siempre.

JESS BURTON