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Cultură

Sobrevivir en las calles

Snake Plissken, Cro-Mags y la nostalgia por la Nueva York chunga.

El resurgimiento de Nueva York ha sido, desde la distancia, algo extraño de presenciar. Cuando en 1990 me marché de Manhattan, cada rincón de la ciudad era, seguía siendo, el mismo lodazal con peste a orines que conocía desde mi infancia. Sin embargo, cuando regresé esta pasada primavera, no ví grafitis grabados con llave en las ventanillas del metro. Los viajes en taxi parecen algo de ciencia ficción, y no porque los taxis en NY dispongan de televisión sino porque los televisores, de hecho, funcionan. La gente sigue hablando sola por la calle, sólo que ahora hay alguien al otro lado de la línea.

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Y, aun así, los cambios no resultan tan extraños como lo es la nostalgia. Muchos parecen echar de menos la megacloaca sin ley de hace una generación. En los 90 era posible interpretar esta añoranza como una reacción natural a los excesos del alcalde Giuliani, pero durante la última década la ciudad se ha convertido en un lugar más limpio y más seguro y, por tanto, la actual melancolía por los tiempos inseguros resulta cargante, tanto más por lo enraizada que está entre la población. En 2006 la sensiblería tocó techo con los interminables funerales por el CBGB, un tugurio húmedo y frío que sobrevivió veinte años a su fecha natural de caducidad. Por 24 dólares y medio puedes ver su marquesina original en el nuevo anexo del Rock’n’Roll Hall of Fame, en Mercer Street. Y si te sobra la pasta, puedes emprender un “tour por los bajos fondos” del remozado South Bronx con el fundador de los Ángeles Guardianes, Curtis Sliwa, haciéndote de guía.

Ahí va: los precios de escándalo y el cada vez mayor aburguesamiento son síntomas de las altas y bajas de la economía en los últimos 20 años. Estos problemas no son exclusivos de la Gran Manzana. La actual nostalgia por la Nueva York chunga es algo más profundo. “Ahora mismo hay demasiada gente con pasta en la ciudad”, se quejaba un amigo mío cuando le pregunté al respecto. La mayoría de personas que conozco ofrecen distintas versiones del mismo argumento. La Nueva York de hoy es demasiado blanda y limpia. Demasiado Disney. Queda poca gente de mala vida. Los pervertidos han desaparecido y con ellos la autenticidad. Ya no hay alma.

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El escritor James Wolcott resumió el descontento en “Esplendor en las Ruinas”, un artículo aparecido en el número de junio de Vanity Fair. Al respecto de los viejos malos tiempos, escribía Wolcott,

Una diferencia primordial entre los años 70 y el presente es que en los 70 los turistas daban la impresión de estar aterrados. Regresar vivos al hotel era uno de los objetivos destacados en sus agendas. Ahora se les ve resplandecientes, como si todo lo que entrara en su campo de visión fuese majísimo, y deambulan con total libertad agitando las bolsas con sus compras como trofeos de caza… En los 70 había una división más clara entre Nosotros… y Todos Los Demás.

A Wolcott no parece entusiasmarle la actual limpieza y seguridad de Nueva York, que en 2002 era una urbe más segura que Provo, Utah. Comparando la ciudad de los 70 con la presente, su conclusión era escueta y cruda:

Lo cierto es que me sigo quedando con los escombros.

¿Cuán malos eran los viejos tiempos? Se impone un rápido resumen. Durante las administraciones de los alcaldes John Lindsay, Abe Beame y Ed Koch—de 1966 a 1990—, la tasa de asesinatos ascendió un 340 por ciento. A finales de los 60, las huelgas de sanidad y transporte obligaron a los neoyorquinos a vadear ríos de inmundicias por las calles. A mediados de los 70 la ciudad estaba al borde de la bancarrota, enfrentándose a recortes masivos de empleo, al colapso de su departamento de policía y a la degradación de las infraestructuras. La suspensión deliberada del cuerpo de bomberos—cuyo objetivo era la “disminución planeada” de las zonas pobres—devastó vecindarios enteros. A cada nuevo shock que sacudía la América del Watergate, Nueva York igualaba la emergencia y subía el listón: si América sufría una crisis energética, todo NY se quedaba a oscuras por un apagón masivo; si América padecía la contaminación, NY flotaba en un mar de basuras; si América fracasaba en Vietnam, NY fracasaba en el Bronx.

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Toda una generación de neoyorquinos creció con la violencia y la apatía como únicas expectativas. Era práctica común entre los ciudadanos llevar siempre encima algo de dinero con el que aplacar a los atracadores, y no había coche aparcado sin un letrero anunciando, “No tengo radio”. Durante un año entero tras las celebraciones del bicentenario de la nación, el Hijo de Sam aterrorizó la ciudad con asesinatos y cartas anónimas explicando, “Me encanta cazar”. Al llegar los 80, NY estaba hasta el cuello de crack y enfrentándose al SIDA, y pocos espacios públicos restaban libres de grafitis o fluidos corporales.

A todo esto hay que añadir un problema específico de Nueva York: el de la concentración de enfermos mentales. Tras la desregulación de mediados de los 60 y con la política económica de Reagan de los primeros 80, miles de personas enfermas del coco se desperdigaron por las calles, gritando y mascullando en los portales de las casas y dentro de los contenedores de basuras. Era terreno abonado para los delitos: los locos estaban por todas partes. A mediados de los 90, el columnista del Times Bob Herbert describió en un artículo el miedo de que “de entre el caos un maníaco aparezca… para arrastrarte hacia el olvido.”

Apostaríamos sobre seguro apuntando que es improbable que los neoyorquinos de 1880 suspirasen de añoranza por los disturbios de 1863. O que los de 1950 echasen de menos la “autenticidad” de la Gran Depresión. La actual nostalgia de los moscovitas por los días del Soviet al menos tiene como base el prestigio perdido. ¿Se ha dado alguna vez el caso de una ciudad, otra ciudad, en la que la gente anhelase volver a una época en la que las cosas, todas las cosas, eran ostensiblemente peores? ¿Por qué echa Nueva York la vista atrás?

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La respuesta es clara: no se han rodado películas cojonudas sobre esas ciudades. Nueva York tiene, como mínimo, cuatro:

El Justiciero de la Ciudad, Taxi Driver, Los Amos de la Noche

y

1997: Rescate en Nueva York

. Si la tradición oral ha determinado el folklore a través de los siglos, imaginad cómo el cine definirá la mitología del futuro. Estos cuatro films, junto con sus incontables secuelas y derivados, contribuyeron a convertir la Gran Manzana en la Manzana Podrida, una etiqueta que conserva gran parte de su peso específico todavía hoy, cuando la ciudad ha logrado estabilizarse y salir adelante.

Las tres primeras películas se rodaron en los 70 (respectivamente, 1974, 1976 y 1979), y en cada una de ellas Nueva York ha dejado de funcionar como ciudad. La policía de

El Justiciero de la Ciudad

no puede proteger a sus los ciudadanos.

Los Amos de la Noche

muestra Manhattan como campo de juegos de las bandas callejeras. En

Taxi Driver

chocan la soledad, la alienación y la violencia. El estreno de

Los Amos

… generó estallidos de violencia pandillera en las salas de todo el país.

Taxi driver

inspiró un intento de asesinato del presidente.

En los 70 NY parecía condenada. Hay un momento en

El Justiciero

… en el que un hombre de negocios de Tucson le dice a Paul Kersey (Charles Bronson), “Si alguna vez se harta de vivir en esa cloaca, aquí será bien recibido”. En

Taxi Driver

, Travis Bickle (Robert De Niro) ve la ciudad como algo todavía más bajo al decirle a un candidato político, “Creo que el presidente debería limpiar toda la porquería, tirar de la cadena y dejar que se vaya por el retrete”.

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No hay referencias explícitas a cloacas y letrinas en

1997: Rescate en Nueva York

(1981). La película muestra la ciudad una vez se ha hundido ya en el sumidero.

1997: Rescate en Nueva York

es un film inconfundiblemente ochentero y el único de los cuatro que se estrenó durante el mandato de Reagan. Lo hizo tres semanas antes de que la MTV iniciara sus emisiones, y su hosco, distópico estilo, junto a los de

Blade Runner

y

Mad Max 2

, dejó huella durante el resto de la década en el diseño de producción de innumerables videoclips. Dirigida por el genial John Carpenter, el guión de

Rescate

… se escribió durante el Watergate pero no llegó a presentarse seriamente a ningún estudio hasta que una obligación contractual forzó a Carpenter a ofrecérselo a AVCO Embassy Pictures tras el éxito de su film de 1980,

La Niebla

.

En 1981, el declive de Nueva York no era ya ninguna novedad. Muchos de los dramas estrenados ese año—

Los Halcones de la Noche, Distrito Apache: el Bronx, Ángel de Venganza, El Príncipe de la Ciudad

…—tomaban la decadencia de la ciudad como punto de partida. La corrupción y el crimen eran el telón de fondo, no ya aspectos novedosos (aunque, para ser justos, 1981 trajo también

Arthur

y

El Ojo Mentiroso

, un curioso thriller con picnics y paseos a caballo en Central Park). En

Downtown 81

—una cápsula del tiempo que no se redescubrió y estrenó hasta el año 2000—, Jean-Michel Basquiat se da un garbeo por un Lower East Side que recuerda al Berlín de 1945. El aspecto del barrio, tal como él lo narra, es “como si nosotros mismos nos hubiéramos tirado una bomba encima.”

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En

Rescate

… se concentran todas y cada una de las quejas en contra de la Nueva York de Lindsay-Beame-Koch y extrapola el follón varios años hacia el futuro. El narrador nos presenta un 1997 alternativo, nueve años después de que la tasa de criminalidad en América se cuadruplicara y Manhattan se convirtiera en la única prisión de máxima seguridad del país. La ciudad está amurallada, los puentes minados y su perímetro vigilado por estilizados soldados fascistas de algo llamado Fuerza Policial de los Estados Unidos. La prisión opera con la simple regla de un motelucho de mala muerte (o las “Zonas de Control Total” de Corea del Norte): hay un registro de entrada pero no de salida. El exilio a NY puede entenderse como una sentencia de vida o una de muerte. Sea como sea, el veredicto es inapelable.

La prisión la dirige un oficial de policía llamado Bob Hauk, interpretado magistralmente por un otoñal Lee Van Cleef. Aunque luce pendiente de oro y la misma muñequera con remaches que llevaba Al Pacino en

A La Caza

, Hauk se comporta con la inequívoca hombría de los héroes del Hollywood de antaño. Van Cleef se pasó el rodaje padeciendo constantes dolores por una lesión anterior, pero su actuación nunca lo trasluce: descolla en cada escena por encima de actores habituales de Carpenter como Tom Atkins, Charles Cyphers y John Strobel.

La estoica presencia de Hauk contrasta vivamente con la blandengue afectación de un presidente americano interpretado con (infravalorada) convicción por otro grande, Donald Pleasence. De camino a una reunión de paz en Connetticut (la 3ª Guerra Mundial ha estallado, pero aún no se ha convertido en nuclear), el avión presidencial, secuestrado por revolucionarios de extrema izquierda, se estrella en Manhattan. El presidente sobrevive dentro de una cápsula de emergencia sólo para ser capturado por los reclusos de la isla-presidio. Con el tiempo en contra, Hauk debe decidir entre una misión de rescate o una invasión militar.

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Afortunadamente, el alcaide recibe una bendición de proporciones cósmicas: ¡esa misma noche por fin ha sido capturado Snake Plissken! Snake es un renegado con un parche en un ojo, un héroe de guerra que extravió el camino. Tras hacérsele una propuesta imposible de rechazar, Snake pilota un planeador por encima del puerto, aterriza en una de las torres gemelas y desciende a ras de suelo con el objetivo de rescatar al líder del mundo libre.

Interpreta a Plissken un Kurt Russell que ofrece una más que ligera impresión del “Hombre sin Nombre” que encarnara Clint Eastwood en la Trilogía del Dólar de Sergio Leone. En cuestión de miradas asesinas, Russell está a la par de Van Cleef (otro veterano de los westerns de Leone); con actores menos dotados, las escenas entre ambos resultarían autoreferenciales y exageradas. Ahí donde Eastwood poseía sobrenaturales habilidades con las pistolas, Snake sólo dispone de ingenio y una excelente forma física. La de Russell es una de varias excelentes interpretaciones en

Rescate

…, y la que transformó su carrera de la noche a la mañana. En 1981, Russell, de 30 años, tenía a sus espaldas dos décadas de películas familiares. Su conversión en héroe de acción fue poco menos que un shock para el público contemporáneo, algo así como si Zac Effron mutase en tío duro creíble de la noche a la mañana.

El toque western no resulta extraño dado el amor de John Carpenter por las películas de Howard Hawks; de hecho, no pocas veces la crítica ha visto

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Rescate

… como un western camuflado de ciencia ficción. El final de los 70 y principio de los 80 fue terreno abonado para las fantasías espaciales derivadas de

La Guerra de las Galaxias

; fue un acierto del director dejar fuera una chapucera introducción en la que la primera línea del guión la recita un androide con típica voz robótica y Snake huye a bordo de un tren de alta velocidad.

No es un film fácil de categorizar. En una escena, Snake busca refugio en un restaurante abandonado, encontrando allí a un personaje al que encarna la esposa en la vida real de Russell, la actriz Season Hubley. La conversación entre ambos amenaza con convertirse en un intento de flirteo cuando Hubley, abruptamente, es arrastrada al subsuelo a través del linóleo podrido, transformándose la película en un film de terror. En otros momentos—una mirada al cielo, una mención a planes secretos—, la historia se sitúa en el terreno de films sobre fugas de cárceles aisladas como

Papillon, Fuga de Alcatraz

y

El Prisionero de Shark Island

.

Pero más que una película de género,

Rescate

… es una de las grandes películas sobre Nueva York, a la par con cualquiera de las cartas de amor a la ciudad de Scorsese, Woody Allen o Spike Lee. En el interior de la prisión Snake se encuentra con un amplio catálogo de estereotipos de la Gran Manzana: el neoyorquino de toda la vida (Ernest Borgnine como el taxista de los 60 que se quedó dentro), el intelectual protestón (Harry Dean Stanton), la mujer cañón criada en las calles (Adrienne Barbeau, serena y firme en una ciudad de violadores), el chiflado hostil (Frank Doubleday, en la actuación más infravalorada de la historia del cine americano)…

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Y luego, claro, tenemos al Chulo Definitivo, el cantante Isaac Hayes en la piel del Duque de Nueva York. Hayes es un actor de más presencia que registros (uno de sus escasos papeles previos fue en un episodio de

Los Casos de Rockford

), pero eso es justo lo que el papel precisaba. Pero aún más que presencia precisaba estilo, y en ese apartado el Duque cojea. Tras llegar a bordo de un Cadillac Fleetwood del 77 ornamentado con candelabros, Hayes pisa las calles con un traje, en comparación, modesto: con sus anillos, cadenas y hombreras doradas, el über-chulo parece el hermano pobre de Afrika Bambaataa.

Con el magro presupuesto disponible, John Carpenter tuvo que ajustarse el cinturón a base de bien en lo referente a decorados, vestuario y efectos especiales, y apañárselas para que el saldo pareciese de lujo. El coste de la película difiere según las fuentes consultadas, pero en ningún caso supera los 7 millones de dólares (unos 16 millones y medio al precio del dinero de hoy, menos de lo que ha costado la última y olvidable comedieta de Sam Mendes). Con una suma tan irrisoria, Carpenter creó toda una metrópolis devastada a base de basura,

mattes

, maquetas y miniaturas y un uso más que astuto de los interiores. El director incluso construyó un diorama con cinta reflectante y una maqueta ya existente, filmando el resultado con luz ultravioleta para simular una especie de animación 3-D: gráficos generados por ordenador años antes de que éstos se inventasen.

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Probablemente sea fácil pasarse a la hora de intentar diseñar un estado fascista del futuro. Tras un breve plano de la Estatua de la Libertad (uno de los dos filmados en la verdadera Nueva York), la acción pasa al Centro de Control de Seguridad de Liberty Island, un complejo recreado y filmado en la presa de Sepulveda, al norte de Los Angeles. En ningún momento se abusa de florituras de abierta ciencia-ficción: del arsenal de la policía, a Snake se le proporciona un MAC-10 con mira telescópica y un enorme silenciador. El silenciador no funciona (su arma es una de las más ruidosas de toda la película), y el efecto es futurista sin pasarse de futurista. Por otra parte, la oficina de Hauk remite al pasado de NY, decorada al viejo estilo de Tammany Hall. También hay algunos fallos de diseño: los parpadeantes ordenadores del edificio principal parecen menos sofisticados que los que aparecían en la primera y ultrabarata película de Carpenter,

Dark Star

(1974).

La fría eficiencia del cuartel general del presidio contrasta fuertemente con la prisión en sí. Cuando los helicópteros de la policía se aproximan a tierra, se nos muestra un panorama apocalíptico, propio de una película de zombies. Las calles son aterradores muestrarios de basuras, hasta el último rincón atestado de restos de mobiliario, coches y electrodomésticos (que tenían que ser retirados cada mañana con bulldozers para no entorpecer la vida diaria de los ciudadanos, sólo para ser amontonados de nuevo para filmar al caer la noche). La productora Debra Hill pretendía que el destartalado aspecto de los vehículos y herramientas de los reclusos recordaran la precariedad de la vida en La Habana post-embargo. La prisión de máxima seguridad de Nueva York se nos descubre como el squat definitivo, un lugar bajo los efectos de un huracán Katrina permanente, la dejadez llevada al límite. La diferencia entre las parpadeantes máquinas de Liberty Island y el mundo iluminado por antorchas del interior de la prisión es la misma que hay entre Tel Aviv y Gaza.

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La mayoria de los exteriores de la prisión se filmaron en East St. Louis (Illinois), en un área inhabitable tras los incendios que se declararon en octubre de 1976. Como si se tratase de un fantasmal eco de los planes del alcalde de Nueva York para diezmar el Bronx, los sobrecargados bomberos de Illinois se pusieron de acuerdo para orquestar una baja colectiva por gripe y dejaron que amplias zonas de la ciudad ardieran hasta sus cimientos; posiblemente se trate de uno de los pocos ejemplos de degradación urbana capaces de rivalizar con los de Nueva York.

El rodaje también costó una fracción de lo que hubiera costado de haberse hecho en NY. East St. Louis dio permiso a Carpenter para cortar el fluido eléctrico de edificios enteros, y el puente abandonado utilizado en la persecución final se compró (y luego se vendió de nuevo) al Cuerpo de Ingenieros del Ejército por sólo un dólar. La belleza del film parece nacer de su frugalidad. Cinco años más tarde, Carpenter y Russell dispusieron de un presupuesto tres veces mayor para su película de 1986,

Golpe En La Pequeña China

. Sin embargo, los efectos especiales de aquel film acabaron rivalizando en cuestión de insensatez y cutrerío con los de cualquier serie de televisión para niños de los años 80.

Es casi posible trazar el declive de Nueva York, al menos en opinión popular, a partir de los grafitis que aparecen en sus películas. En

Buscando a Susan Desesperadamente

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(1985), la ciudad está cubierta por lo que parecen siglos de tags y pintadas, y la escena en la que Will Patton acecha a Rosanna Arquette podría haberse filmado en las localizaciones de Carpenter en East St. Louis. Cinco años antes,

A La Caza

sólo mostraba grafitis en Central Park, tal vez para subrayar la sensación de ausencia de ley.

Durante un breve período de tiempo en los años 70, los directores podían ser selectivos con los grafitis que aparecían en sus films. A finales de la década, los protagonistas de

Los Amos de la Noche

pintarrajeaban las lápidas de un cementerio del Bronx y después subían a un vagón de metro cubierto de garabatos y dibujos hechos con espray. Media década antes, en

Pelham 1.2.3

. (la original, no su chusco remake), la ciudad parece desnuda sin grafitis; sin embargo, están presentes en las calles en

Serpico

, rodada en 1973, un año antes, mientras que en

El Justiciero de la Ciudad

Charles Bronson caza delincuentes en un Central Park en el que abundan las pintadas en escalinatas y muros de piedra. Quizá, de nuevo, para enfatizar la corrupción y falta de ley. O tal vez sólo sea que el director atinó a ir a rodar al barrio adecuado.

Curiosamente, casi no hay grafitis en la más brutal de todas las películas sobre la Manzana Podrida.

Little Murders

(1971), una implacable pesadilla psicótica disfrazada de sátira, se estrenó una década antes que

Rescate

… y sobrepasa los peores terrores que Carpenter pueda imaginar. Elliott Gould encarna a un apático, psicológicamente trastornado donnadie que camina por las calles como si fuera un robot pero que, paulatinamente, abraza la violencia después de que un francotirador acabe con la vida de su nueva novia (Marcia Rodd). Esta NY es una sórdida orgía de vándalos callejeros, transeúntes indiferentes al dolor ajeno, pervertidos, alborotadores, saboteadores, ladrones y vigilantes, pero la única pintada que vemos es la que unos intrusos hacen en las paredes de un apartamento, como sucedía en

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El Justiciero

… (ambos films comparten actor, el corpulento Vincent Gardenia), Hacia el final, Manhattan parece la Sarajevo de mediados de los 90, y Gould y su familia adoptada viven en un apartamento con persianas de acero.

No deja de ser extraño que sea el aburguesamiento, y no el crimen, el eje de

Fuga del Bronx

(1983), una de las cuatro imitaciones italianas de

Rescate

… rodadas a principios de los 80. El film da comienzo en 2000, con hombres vestidos con trajes espaciales obligando a los ciudadanos a marcharse de sus casas. El barrio entero ha sido declarado inhabitable y todos los vecinos serán reubicados en Nuevo México. Nuestro rudo héroe, Trash, no tardará mucho en averiguar la verdad: esos hombres son exterminadores, y la operación un genocidio encubierto. Una corporación quiere construir una nueva ciudad sobre las ruinas del Bronx, y sus actuales habitantes son un obstáculo para el progreso.

Encarna a Trash Mark Gregory, un espécimen eminentemente físico que se erigió durante los 80 en el paladín de los derivativos films de acción facturados como churros en Roma: en la película Trash se desenvuelve como un consumado guerrero por sets de manifiesto cutrerío, enzarzándose contínuamente en secuencias de acción acompañadas de música propia de peli porno. El ángulo del aburguesamiento es una curiosa vuelta de tuerca a una visión ya familiar. Si interpretamos

Rescate

… como una protesta contra la etapa Giuliani, entonces

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Fuga

… vendría a ser una carga contra la etapa Bloomberg.

Fuga del Bronx

es, de hecho, una secuela de una película incluso más ratonera,

1990: Los Guerreros del Bronx

(1982). Parte de la película se rodó en el barrio, aunque eso no obsta para que Trash, tras hundirse con su vehículo en el río Bronx, emerja entre los puentes de Brooklyn y Manhattan. Varias de las pandillas con las que se topa no habrían desentonado en

Los Amos de la Noche

, si bien una de ellas, los Hombres de Hierro, hace su aparición entre notas de piano jazz; con sus zapatos de puntera, bastones y cascos dorados, sus miembros parecen extras de la versión musical de

El Mago de Oz

.

Todo y así, ambas películas superan de largo a

2019: Tras la Caída de Nueva York

(1983). En esta, de nuevo, relectura italiana, el imitador de Snake Plissken de turno, Parsifal, se las tiene que ver con pistolas láser, robots, hombres mono, mutantes, naves espaciales, una secuencia de peleas de coches a lo Mad Max y dos escenas en un complejo en Alaska que parece el taller de Santa Claus. La película arranca con una larga panorámica sobre el diorama de un Manhattan arruinado que diríase fabricado por escolares; el cutrerío de la producción acaba resultando estomagante. Dejando aparte al protagonista americano, el film parece realizado por gente que no sabría localizar Nueva York en un mapa.

Incluso en los films americanos, detalles cruciales de la vida en NY pasan desapercibidos para los directores que no son de la ciudad. Pocas películas logran capturar los tonos musicales de la urbe: el agudo estrépito de los frenos del metro, la percusión crónica de los martillos neumáticos en las cercanías y en la distancia, lo que Laurie Anderson describió como “ese redoble que acontece cuando las ruedas de un taxi pasan por encima de la tapa de la alcantarilla”.

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Taxi Driver

es una de las pocas películas en las que se oye el rumor amortiguado de la televisión y las conversaciones filtrándose a través de las paredes de un apartamento.

El metro, ese particular terror de los viejos y malos tiempos, esconde sus propias trampas para foráneos. Pocos directores han apreciado el parecido de las taquillas de los andenes con celdas de confinamiento, o esos micro-apagones, nunca más largos de dos segundos, que eran como guiños al paso de los trenes. La premisa de

Los Amos de la Noche

—una huída en metro—cuesta más de defender. ¿No hubiera una panda neoyorquina simplemente robado un coche? (Por cierto, la estación de la calle 96 en la que la policía persigue a los Warriors es otra víctima de la NY amable actual: la MTA planea para el año próximo emitir sonidos de pájaros y arroyos cantarines).

Rescate en Nueva York

no pasa ni uno de esos tests. En su versión de la Biblioteca Pública no aparecen los leones de piedra. La estación ferroviaria del Duque es irreconocible. El vestíbulo del World Trade Center tiene pinta de haberse filmado en Culver, California. Y luego está el “puente de la calle 69” en el que transcurre el gran final de la película y da a los neoyorquinos una oportunidad de echarse unas risas. La secuencia está rodada bellamente, con un magnífico uso de la cámara subjetiva y de la amplitud del sistema Panavision (al que Carpenter llama “el rectángulo definitivo”), pero para los locales, las discordancias son recordatorios de que

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Rescate

… la hicieron un puñado de californianos carentes de sus propias ciudades terroríficas.

Carpenter se enfrentó a este problema en su primera película de estudio,

Asalto a la Comisaría del Distrito 13

(1976). ¿Cómo hacer que Los Angeles dé miedo? La mayoría de los trucos argumentales que funcionan en la Manzana Podrida no lo hacen en la California urbana: confundirse con la muchedumbre (

El Justiciero de la Ciudad

) o disfrazar crímenes rituales como asesinatos al azar (

El Ansia

). Incluso en la quintaesencialmente angelina

Blade Runner

se recurre al plató “vieja calle de Nueva York” de la Warner para realzar la sensación de asfixia. ¿Y qué otra línea del horizonte sugiere tanta amenaza como la de NY? En

Maniac

(1980), el paisaje urbano pobremente iluminado insinúa las perversidades que tienen lugar a ras de tierra, y en

Liquid Sky

(1982) los puntiagudos rascacielos semejan agujas hipodérmicas.

Season Hubley intercaló su actuación en

Rescate

… entre dos clásicos de la Los Angeles chunga. En

Hardcore, Un Mundo Oculto

(1979), LA resulta, más que atemorizadora, extraña, mientras que la que muestra

Vice Squad

(1982), todo y con ser más repulsiva y presentar un mayor catálogo de crueldades, tampoco consigue que la ciudad parezca intimidante. “¡Jesús, tío, todos los wombats han salido esta noche!”, ruge un poli mientras patrulla por Sunset Strip. “Putas, maricas, chulos y buscavidas. Yonquis, travestis y chiflados, tío. ¡Esta ciudad apesta!” Bueno, no tanto: hay palmeras por todas partes.

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No hay película que mejor ilustre esta división que

Maniac Cop

(1988). El film alcanza el clímax con una persecución entre coches por el West Side de Manhattan cuando, casi imperceptiblemente, la amenaza se evapora. Uno tarda unos instantes en descubrir qué es lo que ha pasado. Se suceden un atisbo de graffiti y unos fotogramas de un signo callejero que no resulta familiar, y poco después la película finaliza con unas hojas de palmera ondeando suavemente en la distancia… desde la línea costera de Jersey. Estamos fuera de NY.

Una noche, en 1988, cogí la línea 1 en Times Square para ir a visitar a un amigo en la Columbia University. Poco antes de llegar a mi parada, el conductor anunció con tranquilidad que el metro no se detendría en la calle 116; seguiría hasta llegar a la 125. El momento me recordó a esa escena de

El Hermano de Otro Planeta

(1984) en la que un tahúr le espeta al alienígena Joe Morton, “¿Quieres ver cómo hago desaparecer a todos los blancos?” Sin comerlo ni beberlo, me encontraba compartiendo vagón con una docena de caucasianos de Columbia aterrados ante la perspectiva de estar dirigiéndose a Harlem. A medianoche.

Tras unos instantes de confusión en la 125, se nos explicó que todo lo que teníamos que hacer era salir de la estación y cruzar la calle para acceder al otro andén. Recuerdo que los doce o así que éramos lo hicimos en masa, formando una compacta piña mientras recorríamos diez metros de Harlem en plena noche. Dos imágenes conservo en la memoria de aquella breve incursión en territorio desconocido: 1) una boca de incendios reventada expulsando agua como un géiser, y 2) un poco más allá, un coche ardiendo.

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¿Realmente vi esas cosas? Porque la calle principal de Harlem nunca fue como el sur del Bronx. Y de las bocas de incendio rotas normalmente mana un reguero de agua, hace falta un fortísimo impacto para convertirlas en fuentes. Y más raro es que hubiera un coche ardiendo en ese mismo momento y en esa misma esquina. He llegado a la conclusión de quizá esos recuerdos estuvieran coloreados por años de películas sobre la Manzana Podrida; que mi cerebro, condicionado por el cine para esperar lo peor, sobreimpuso esas imágenes falsas en mi experiencia real.

Esta era una enfermedad común en la antigua NY. Las personas que se mudaban a la ciudad se imaginaban como personajes de un film diseñado por ellas mismas. Llámalo el Síndrome de Travis Bickle, que puede alterar las percepciones. Lo he visto muchas veces: yuppies dándole patadas a las persianas de una tienda, hombres de negocios vociferando en las intersecciones, hombres adultos peleándose a cadenazos (esto lo he visto en dos ocasiones). Una vez, en la calle 12, ví a un tipo blandiendo una valla de la policía como si fuera una pica de una justa medieval. En otras ciudades se podría culpar a las drogas de un comportamiento tan chiflado. En NY, la gente flipa con la ciudad misma.

También hay quienes contrajeron el Síndrome de Abel Ferrara, cuyos efectos provocan que los recién llegados adopten las características físicas de los personajes de

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El Asesino del Taladro

(1979),

slasher-movie

de culto en la que las mujeres tienen un vago parecido a Laraine Newman y los tíos son como una mezcla entre John Lurie y Richard Hell. Es un aspecto propio de una época que ya no existe: torvo, caballuno y esmirriado. Muy neoyorquino. Algunos hasta terminan pareciéndose al propio Richard Hell en

Smithereens

(1982) y hacen suya aquella frase de la película: “¡Por favor, no me hagas nada raro!”

La tipología del vigilante varía en la Nueva York chungales. Están los quiero-y-no-puedo conservadores (

Joe

, 1970) y los liberales reacios. En

Los Encantos de la Gran Ciudad

(1970), los vigilantes de Central Park son jóvenes bien vestidos, reflejando aquel extraño lapso entre décadas en el que hasta los atracadores llevaban sombreros elegantes. En

s

(1981), la protagonista pasa de autodefenderse a convertirse en vigilante, de ahí en asesina en serie y, para finalizar, en asesina de masas. Todo en menos de 90 minutos.

Para cuando surgió un vigilante auténtico, en 1984, la ciudad llevaba ya quince años viendo acciones de justicia callejera en las pantallas de los cines. Un tipo blanco normal y corriente mató a tiros a cuatro adolescentes negros en el metro poco antes de Navidad, y la policía creó una línea telefónica para recabar información anónima que no tardó en llenarse de llamadas de apoyo al misterioso pistolero. La prensa, por su lado, no tardó en bautizarle como “The Death Wish Shooter”. El pistolero, que se entregó, resultó ser un individuo apocado llamado Bernie Goetz, y el público se dividió en varios bandos ante la definición de “autodefensa”. Goetz ganó el primer juicio, más o menos, pero en última instancia perdió el juicio por lo civil. Para entonces el caso apenas ocupaba ya espacio en la prensa; durante 11 años de batalla legal, la tasa de delincuencia de la ciudad había crecido casi tanto como anticipaba

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1997: Rescate en Nueva York

.

Siempre me ha parecido curioso que Hollywood esperase hasta el último año de reinado de Ed Koch para lanzar a las calles a su mayor vigilante de todos. Aun así, la caricaturesca

Batman

(1989) de Tim Burton dice muy poco acerca de las penurias y riesgos del vigilantismo. La Gotham de la película es una tonta parodia de una ciudad americana grande y ni se aproxima a NY, a pesar de que el personaje del alcalde, que se parece a Ed Koch, mencione problemas presupuestarios. Eso sí, durante el verano de 1989, las omnipresentes camisetas con el logo de Batman transformaron a todo neoyorquino en un vigilante en potencia.

Las convulsiones políticas sucedidas entre 1966 y 1990 crearon ondas que, cómo no, llegaron a la cinematografía de la época. En

Annie Hall

(1977), Woody Allen le pregunta a Tony Roberts, “¿No ves que el resto del país nos mira como si todos fuéramos pornógrafos judíos homosexuales y comunistas?” Tenía razón, aunque hay que apuntar que también algunos neoyorquinos compartían ese punto de vista. Es interesante constatar cómo gran parte de los films de los 70 sobre la Manzana Podrida reflejaban tanto como rehuían las brasas políticas que ellos mismos habían atizado.

El Justiciero de la Ciudad

presenta al principio a Charles Bronson como un neoyorquino liberal, después castiga lo que se percibe como una debilidad suya con un brutal ataque a su esposa e hija. Más tarde, después de que Bronson haya establecido su letal

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alter ego

, asiste a una fiesta en la que otros urbanitas debaten acerca de si el justiciero anónimo es un racista por el hecho de matar más negros que blancos. Con todo, la película no tiene la valentía de sostener sus convicciones mostrando violadores que no sean blancos en la escena del ataque (esto es, si no contamos a un joven Jeff Goldblum). El guionista de

Taxi Driver

, Paul Schrader, concibió a Travis Bickle abiertamente como un racista, pero durante la preproducción, para evitar la controversia, el chulo al que mata Travis ya no es negro sino blanco. Pese al cambio, el errado heroísmo de Bickle sigue contrastando con el ideario del político—al que interpreta Albert Brooks—, que propone una asistencia social obligatoria.

Los Amos de la Noche

nos ofrece el más extraño de los clichés de los 70 y 80, el de la pandilla callejera multirracial. No hay película de este período que muestre de forma realista a matones actuando en el seno de unidades segregadas (salvo quizá

Las Pandillas del Bronx

, del 79, pero estaba ambientada en el año 1963). El guionista y director de

Los Amos

…, Walter Hill, quería que la película fuese fiel a la novela original de Sol Yurick, que presentaba a una banda de negros e hispanos. La Paramount, consciente de las sensibilidades raciales de los 70 y deseando poner al frente a un protagonista blanco que atrajese al público blanco, dijo otra cosa. En este aspecto, ninguna película de bandas urbanas puede igualar el inintencionado realismo de

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West Side Story

, incluso con su pandilla de puertorriqueños saltarines que dan la impresión de ser blancos embadurnados de aceite bronceador.

Inspirado por el tono torvo de

El Justiciero

… y

Harry el Sucio

, John Carpenter concibió

1997: Rescate en Nueva York

como una respuesta en clave de ciencia-ficción al género de “junglas urbanas” de mediados de los 70. Pero también es fácil interpretar esta película como su contrapartida de izquierdas (irónicamente, el estudio quería a Charles Bronson como protagonista). Las raíces hippies de Carpenter son evidentes en

Están Vivos

(1987), que desenmascara a yuppies y republicanos como monstruos alienígenas, y en

Fantasmas de Marte

(2001), en la que las drogas ilegales salvan la vida de la protagonista.

No es descabellado considerar

Rescate

… como uno de los mejores films sobre el fascismo jamás rodados, eclipsando incluso a

. Está, así lo creo yo, en la misma liga que

Solo Ante el Peligro

y

La Invasión de los Ladrones de Cuerpos

, películas que pueden verse a través de cualquier filtro político que se les quiera poner. En el póster de

Rescate

…, la cabeza de la Estatua de la Libertad ha sido arrancada y arrastrada por las calles.

Pero a Doña Libertad se la han apropiado muchos grupos diferentes en los últimos 120 años, y el aspecto tristón de su rostro puede a estas alturas significar cualquier cosa. En la reciente

Monstruoso

, film que por momentos parece inspirado por el póster de

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Rescate

…, la cabeza cercenada de la estatua no tiene más significado que el de los atentados del 9/11 rehechos en forma de peli de monstruos.

Fui a ver una reposición de

Rescate

… en un cine de Los Angeles cuatro meses después del 9/11. El público no dejó de reirse con las referencias a 1988 y 1997 y del teléfono móvil grande como un ladrillo que utiliza Van Cleef. Las carcajadas fueron estentóreas durante la escena en el avión presidencial en la que un agente intenta forzar la puerta de la cabina de mando, cuya mecánica todos los americanos conocían ya de sobras. Sin embargo, se hizo el silencio en el momento en que el jet secuestrado vuela directamente hacia las Torres Gemelas. Por supuesto, no es esta la única película que presagió el 9/11 (en

Armageddon

, de 1988, parte de ambos edificios salta por los aires, y la confusa pero fascinante

Born In Flames

, de 1983, concluye con unas lesbianas revolucionarias—o tal vez contrarrevolucionarias—haciendo detonar una bomba en la cima de una de las torres), pero sí es, sin duda, la que está filmada de forma más poética.

Unos meses más tarde me quedé a cuidarles la casa a unos amigos en el Soho. Llegué allí el primer día de primavera tras el 9/11. Tras dejar mi equipaje en la casa me encaminé al sur para visitar la Zona Cero. Detrás del devastado edificio del Deutsche Bank me encontré, pintadas con espray en un muro, la palabra “triage” y una flecha señalando al fondo del callejón. Miré hacia arriba para contemplar el desierto rascacielos con las ventanas reventadas y me acordé de

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Rescate

…, por entonces mi único marco de referencias. El edificio parecía una de las maquetas de John Carpenter. Esa tarde, antes de que se fueran, les pregunté a mis amigos que tendría que hacer en caso de otro ataque—en aquellos días frágiles, más fatalidades parecían inminentes—, y no hubo respuesta. Fue un momento de perplejidad para todos. Luego supe que ellos ya habían barajado opciones para escapar de la ciudad, descartando la de correr ocho calles hasta el río Hudson cargando con una balsa neumática.

La NY de 2002 estaba engalanada con banderas americanas. En los edificios grandes a menudo colgaban verticalmente, como para subrayar que el patriotismo del momento no era casual. En

Rescate

…, la productora Debra Hill dispuso banderas americanas colgando en vertical de la presa de Sepulveda: había visto fotos de la Alemania nazi con banderas colgadas de esta manera, y quiso evocar algo parecido en su visión de una América fascista del futuro. En la adaptación novelada de la película, el Duque se enfrenta a Snake en el destrozado vestíbulo de una de las torres. “Vi tu planeador en la calle”, le dice. “Con todos los aviones que están cayendo, ya no es seguro ir caminando por ahí.”

No está de más hablar de la novela, publicada por Bantam el mismo mes en que se estrenó la película. El autor, Mike McQuay, debió leer el guión sin llegar a tiempo de ver el film; mientras que la mayoría de estas novelas son flojos subproductos de márketing, la de

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Rescate

… narra una historia aún más sombría y desesperanzada. En la versión de McQuay, NY fue convertida en prisión tras un estallido de locura colectiva provocada de los agentes químicos empleados en la 3ª Guerra Mundial. Todos los prisioneros varones son castrados. Se nos explica que Hauk perdió a uno de sus hijos en el ataque con bombas incendiarias sobre Los Angeles, y que él aceptó el puesto de jefe de policía-alcaide para encontrar a su otro hijo, deportado allí tras perder la razón y asaltar un supermercado en Chicago.

El Snake del libro es, ante todo, un veterano de guerra lisiado que se pasa la mayor parte de la historia hasta las cejas de metanfetamina. En la película, su descenso del World Trade Center por las escaleras se resuelve con un rápido cambio de escenas; en el libro es una ardua travesía a través de cien pisos atestados de cadáveres. “Incluso con las anfetas”, escribe McQuay, “parecía como si estuviera destinado a bajar escaleras durante el resto de su vida.”

En el siglo XVIII, el artista italiano Piranesi completó “Le Carzeri d’Invenzione”, una elaborada serie de grabados representando una prisión ficticia, vasta hasta lo imposible, toda ella descomunales bóvedas y criptas y escaleras interminables conduciendo a la oscuridad. Aquí y allí, merodeando entre sombras, se aprecian figuras apenas discernibles, espectros. La

1997: Rescate en Nueva York

de McQuay está más cerca de esos grabados que de la película. Si la lógica capitalista de Hollywood hace inevitable un remake, a mí me encantaría que la nueva versión se basara en el libro. Sin escamotear la parte de los cadáveres de las Torres Gemelas.

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No es que sea fácil ver ahora esos edificios sin sentir una punzada de aprensión… Es probable que, en años venideros, sus cameos digitales en películas sobre la Nueva York de la época probablemente acentúen el efecto, como si su destrucción hubiera eliminado todo posible simbolismo para dejar sólo una terrible sensación de inevitabilidad (Spielberg puso un World Trade Center digital al final de Munich precisamente por esta razón).

Estos edificios tuvieron múltiples significados en los films rodados en el siglo XX. En

Wall Street

(1987), la cámara se recrea largo rato, de forma conspicua, en las Torres Gemelas y el Citigroup Center como símbolos de poder. En

El Justiciero de la Ciudad

, una maqueta del WTC en el despacho del arquitecto cumple la misma función. En

Vigilante

(1983) se las puede ver al fondo de la imagen, sobresaliendo por encima de una escuela abandonada y llena de grafitis como capiteles de una civilización distante. Cinco años después, en

Maniac Cop

las torres se imponen ominosamente sobre Greenwich Village como las cumbres escarpadas de una pelí de vampiros. El WTC, símbolo de riquezas inalcanzables, se mofa desde el horizonte de los ladrones de poca monta de

Sed de Poder

(1984). En

Cowboy de Medianoche

, rodada cuando las torres se estaban construyendo, el efecto tuvo que ser el mismo sobre Jon Voight, que escucha informes de cotización de acciones en la lúgubre habitación de su hotel.

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El empleo del WTC en la ciencia-ficción ha sido desde siempre un terreno rebaladizo. En

Nueva York, Año 2012

—una birria postapocalíptica en la que participan, probablemente bajo engaño, Yul Brynner y Max Von Sidow—, el único plano de situación que aparece es uno de las torres. En

AI

(2001), última película en que las Torres Gemelas aparecen de manera inocente, sin intención, Spielberg envejeció los edificios dos milenios y los atrapó bajo el hielo; porque podía permitírselo, más que nada. Plissken, por su parte, posa su planeador en una de las torres porque, como Harry Dean Stanton señala, no hay otro sitio donde aterrizar.

Snake se mantiene alejado de Times Square, probablemente por motivos presupuestarios. Habría que esperar hasta 2007 para que una película,

Soy Leyenda

, con nueve veces y media más presupuesto, abordara la premisa de un Times Square abandonado. La del film es la NY de Bloomberg, cubierta de anuncios de XM Satellite Radio y Verizon. El apartamento en el que Snake irrumpe está lleno de mobiliario podrido. Will Smith irrumpe en uno de ladrillo visto y suelo de parqué.

Hay un documental sobre Times Square que arroja algo de luz sobre la desconcertante nostalgia de NY. Richard Sandler rodó

The Gods Of Times Square

entre 1993 y 1998. Son cinco años de derivativas conversaciones con borrachos, fanáticos, predicadores callejeros y un surtido de esquizofrénicos benignos que cubre el período exacto en el que la plaza cambió. También hay algo de metraje de los Sons of Yaweh, un estrafalario esqueje de los Black Hebrew Israelites cuyos miembros se parecen al Duque de Nueva York más que el mismísimo Duque.

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La tienda de Disney de Times Square le provoca a Sandler cierto pesar. Disney hizo un intento de ir hacia atrás en el tiempo, saltándose los días de la Manzana Podrida para centrarse en la de los años previos a la 2ª Guerra Mundial, los de mayor apogeo del barrio, cometiendo así el error de hacer referencia a un pasado que poca gente viva tuvo ocasión de conocer. Para aquellos que sólo conocen el contraste de la era Giuliani, la Disney Store de la séptima avenida con la calle 42 es un emblema de grandes y confusos cambios en la ciudad, reales (el aburguesamiento) o virtuales (la “Disneyficación”).

En una escena, Sandler pulula por un desfile en honor del nuevo local, claramente descontento de que el vecindario haya sido invadido de mocosos sonrientes. Entre quejas y ajustes de cuentas, Sandler le pregunta a los peatones su opinión acerca de la conquista corporativa de Times Square, ajeno a la ironía de que Times Square cuenta con una larga historia como el lugar más ampliamente cubierto de publicidad de todo el planeta. Más adelante el film muestra a un tipo cagando en plena acera, con el que mantiene una breve conversación acerca de por qué lo que está haciendo no es para tanto.

Dejando aparte a John Carpenter, quien en 1970 ganó un premio de la Academia por su primera realización, el único ganador de un Oscar participante en

Rescate

… es Ernest Borgnine, ganador del premio al mejor actor en 1955 por su papel principal en

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Marty

. En esta variante de Nueva York, Borgnine encarna a un carnicero del Bronx solitario y sin amor que conoce a una joven Betsy Blair, disfrutando ambos de una noche de inocente, casta diversión: territorio alienígena para el espectador moderno. Blair puede entrar en el oscuro apartamento de Borgnine después de la medianoche, puesto que no es plausible que un violador se esconda en las escaleras; inconcebible que él haya convertido el piso en una mazmorra urbana. Aún faltaban nueve años para la violación y asesinato de Kitty Genovese. En este mundo, el interior de un apartamento es escenario de dramas íntimos, no de la depravación. Lo peor que la ciudad les puede echar encima es la misma soledad que carcome a Travis Bickle 20 años más tarde.

Hay mucha de esta soledad en

Rescate

…, cortesía de una banda sonora a base de sintetizadores compuesta por Carpenter y su colaborador Allan Howarth. Una sombría versión de “La Catedral Sumergida” de Debussy suena mientras el frágil planeador de Snake sobrevuela el distrito financiero en ruinas; un canto fúnebre para una ciudad ahogada. Salvo una pieza cabaretera extraída directamente de la película (“Clávale un tenedor a un cura/Y tendrás tus vacaciones en Nueva York”), el resto de la banda sonora es una taciturna obra maestra de electrónica por momentos sobrenatural, estoica, lúgubre o urgente. Lo que no hace es evocar Nueva York.

De hecho, hay un lapso de tiempo en los 70, primeros 80, en el que el brusco declive de NY no tuvo su reflejo en ninguna música hecha en la ciudad. Los saxos son perfectos para expresar ostentación y lujo, romance e incluso soledad, pero no funcionan bien con la brutalidad urbana. Y con toda la beligerancia de los grupos punk originales del CBGB, su música tenía más que decir sobre la América media que sobre la violencia y miseria neoyorquinas. El “Beat On The Brat” de los Ramones es un tema pegadizo, pero sospecho que no el idóneo si realmente te planteas golpear a alguien con un bate de béisbol. Ninguna de las subculturas musicales de la NY de esa era—la ácida escena No Wave, el embrionario movimiento hip-hop, el híbrido mutant-disco del 81—, comunicaba sensación de apocalipsis urbano. La Manzana Podrida contó con su expresión cinematográfica mucho antes que con una musical.

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Tal vez a causa del ilustre pasado reciente de la ciudad, el hardcore punk neoyorquino dio comienzo a contrapié. Estas bandas iniciales, tardías en comparación con las escenas de otras ciudades, se las arreglaron no sin dificultades para publicar sus primeros singles y EP’s cuando los grupos de Washington, Boston, Los Angeles y San Francisco llevaban ya tiempo formando parte de escenas bien cohesionadas. Y aunque varios de estos grupos (Urban Waste, The Abused, Kraut, Antidote…) creaban buena música, podrían perfectamente haberla hecho en el Medio Oeste o en Canadá.

Esas tempranas bandas hardcore carecían de elementos distintivos, pero lo compensaban con sensación de amenaza. Cristalizando durante el primer mandato de Reagan, la escena New York Hardcore—conocida en grafitis y tatuajes en nudillos como NYHC—inyectó clase en la subcultura de un modo inaudito en otras ciudades. Aquel era un mundo marinado en violencia y pobreza. Los skinheads de NY no eran tan uniformemente racistas como los de otros sitios, pero propinarle una tunda a un gay era un deporte muy practicado, seguido por el de propinársela al que se quedara mirando. Los conciertos punk en la Manhattan de los primeros 80 eran lugares propicios para presenciar y/o recibir una salvaje paliza.

Es difícil saber si el NYHC existiría tal como lo conocemos sin

El Justiciero de la Ciudad, Los Amos de la Noche, Taxi Driver

y

1997: Rescate en Nueva York

. A mediados de los 70, Richard Hell (o Richard Lloyd de Television, según a quién te creas) entraba en el CBGB con una camiseta con un lema pintado en casa: “Por favor, mátame”. Puro teatro.

Una década más tarde y en el mismo club, en los conciertos hardcore había una posibilidad real de salir del local más muerto que vivo. Cuando me mudé a Manhattan en 1987, las historias sobre las feroces guerras entre skinheads y puertorriqueños de los primeros 80 me parecieron algo que se le podría haber ocurrido a un guionista de Hollywood. Sin una tradición cinematográfica en la que apoyarse, las miserias de NY habrían sido algo que superar, no celebrar.

En 1984, Agnostic Front publicó su álbum de debut,

Victim In Pain

; un excelente, primitivo, incontrolable disco cuya letra y música, no obstante, podía haberse escrito en cualquier otro lugar. El LP reafirmó al grupo como cabecilla de una escena que le fruncía el ceño a la fama. Ese año, el actor Matt Dillon acudió a un concierto de Agnostic Front y tuvo que largarse harto de que el grupo se pitorreara de él desde el escenario. En otro concierto, el vehículo de un equipo de televisión fue atacado cuando intentaban filmar el exterior del CBGB.

El segundo álbum,

Cause For Alarm

, publicado dos años después, presentaba un sonido más cercano al heavy metal y un nuevo enfoque letrístico. Si en 1984 el grupo empleaba la palabra “minoría” para describirse a sí mismos—el grupo, su público y sus amigos- como una precaria subcultura que necesitaba cohesionarse, en este nuevo disco la palabra entraba dentro en un contexto más… familiar: “Qué pasa con esas minorías/Que se quejan de que las cosas les van mal/En TV con sus cadenas de oro/Diciendo que no tienen suficiente”. La siguiente canción homenajeaba a Bernie Goetz. Era como si la mayoría silenciosa de clase obrera hubiera adoptado la más rabiosa contracultura que pudiese encontrar. Phil Donahue calificó las letras de racistas. El NYHC había encontrado su ideología.

Cause For Alarm

es un decepcionante fracaso, y buena parte de culpa la tiene el fantástico dibujo de la portada. A mediados de los 80, Sean Taggart era el ilustrador oficioso de varios grupos locales, y para la portada de este disco realizó una fusión entre El Bosco y los dibujos animados: punks vociferantes, un bramante demonio skinhead, llamas, un atracador, un yonqui, una masa con traje de ejecutivo devorando figuras que gritan. Es NY retratada como un paisaje infernal, peor que la del Scorsese de

Malas Calles

. Las canciones, por desgracia, no están a la altura. Es un disco de Nueva York sin música de Nueva York.

Esa música llegó ese mismo año, 1986.

The Age Of Quarrel

, el álbum de debut de Cro-Mags, ofrecía otra receta a base de heavy metal y hardcore punk, sólo que con una química radicalmente distinta. Resulta irónico que el disco fuera recibido con recelo entre la comunidad NYHC. La mayoría de las quince canciones eran nuevas tomas de las de una demo anterior, y aunque las voces se grabaron en un día, el resultado era mucho más pulido que cualquier cosa que el grupo hubiera hecho antes. Publicado por Profile Records, el sello en el que se dieron a conocer Run DMC, el disco brilla precisamente por su sobreproducción. Varios grupos ingleses habían hecho ya incursiones en este subgénero híbrido—los que más se acercaron, Discharge—, pero ningún grupo americano había aleado metal y hardcore de un modo tan orgánico ni al servicio de una visión del mundo tan pavorosa. El efecto del disco no era muy distinto del de ser aplastado por la pesa de 16 toneladas de los sketches de Monty Python.

The Age Of Quarrel

documenta una ciudad en cuya brutalidad no se vislumbra ni principio ni final, una Nueva York en perpetuo estado de guerra, los cañones de luz del Tributo a las víctimas del 9/11 como focos antiaéreos. Una canción da comienzo en un alemán poco menos que ladrado—todavía hoy suena atemorizador. Los glam-metaleros de Los Angeles Mötley Crüe modelaron sus atuendos (y, en 1983, el atrezzo de sus conciertos) basándose en

1997: Rescate en Nueva York

. Los Cro-Mags

sonaban

a

Rescate en Nueva York

. La banda sonora idónea para una ciudad que “se había ido por el puto desagüe”. 20 años después, la Manzana Podrida de las películas había encontrado por fin traslación sonora.

Los Cro-Mags fueron también el primer grupo hardcore de NY en adherirse al Hare Krishna. A lo largo del álbum la convicción religiosa se emplea tanto como un marco para el apocalipsis como una apología de la violencia. En “World Peace”, una adver