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especial ficción 2012

Tres fábulas de gánsters

Tres relatos de caos criminal.

Ilustraciones de CF

Arriesgada comedia

Un cómico de nightclub está teniendo una mala noche. A través del brumoso resplandor del foco ve a un hombre mayor y obeso mirándole con un aire de indiferencia notablemente estúpida. Se acerca hasta el borde del escenario y dice algo ingenioso a costa del imbécil, algo sobre su voluminoso contorno, como “¿No podría reírse al menos uno de los dos que hay en la silla?” La broma provoca un leve murmullo de risitas. El hombre gordo parpadea. Se pone colorado. Empieza a ponerse pesadamente en pie. El cómico sigue con la suya y le dice que no se preocupe, que encontrarán una carretilla elevadora para ayudarle. Esto provoca unas cuantas risas ahogadas más. El hombre gordo vuelve a derrumbarse en su silla, mirándolo con expresión pétrea.

“Dios, qué montón de fiambres, debería haber oficiado un servicio funerario”, murmura el cómico, saliendo por fin del escenario. El propietario del club le agarra de un brazo. Tiene el rostro lívido. “¿Sabes de quién te has estado riendo?”, le espeta con voz tensa. Para conmoción suya, el cómico se entera de que se ha estado burlando de un pez gordo del crimen organizado.

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Tiene lugar una reunión en la oficina del propietario, donde el mafioso gordo ya está esperando. El sudoroso cómico se disculpa profusamente, después de que el propietario, con aire contrito, le presente. El cómico hace un par de crueles chistes a costa de él mismo. (Es bueno en eso). Para alarma del propietario incluso empieza a desvestirse, en otro caprichoso arrebato cómico: descubrirse para, si se dieran, recibir los azotes que merece. El hombre gordo, nada divertido, interrumpe su actuación. “Corta con esto”, dice. “Puedes arreglarlo. Mañana por la noche hay una fiesta en mi apartamento. Necesitamos más entretenimiento. Pero buen material esta vez, no mierda”, añade. “Seguro, seguro”, asiente el cómico, volviendo a ponerse a toda prisa la camisa.

La fiesta es un ruidoso y tedioso affair en la ostentosa y recargada propiedad del mafioso. El cómico se sube al templete y cuenta chistes durante 20 minutos mientras los músicos, de mediana edad, se toman un descanso. La mayoría de los invitados le ignoran. Al terminar es conducido ante el anfitrión para que le dé las gracias. “Ahora estamos en paz”, dice el hombre gordo, propinándole un golpe en el brazo sólo en parte juguetón. El cómico se ríe como un maníaco. “Ahora ve a pasártelo bien”, rezonga el hombre gordo, dándose la vuelta.

El cómico se mezcla entre la hortera multitud, asintiendo ante unos pocos pulgares alzados que recibe como visto bueno. Después se queda simplemente a un lado, sorbiendo su bebida con una sonrisa taciturna. Lanza miradas furtivas en busca de alguna presencia atractiva de cualquier tipo, pero no ve ninguna. El alcohol y el estado de sus nervios conspiran para deflagrar en otra llamarada de torcida inspiración. De repente comienza a balbucear y parlotear, elevando la voz, y cuando bastantes cabezas se han girado hacia él, se pone a pegar brincos de un lado a otro, desprendiéndose de sus ropas, berreando, “¡¡El último en tirarse a la piscina es un sucio soplón!!” (Hay una piscina, por supuesto, una grande, aunque su bravata es retórica). Dentro de él, una versión más pequeña y despejada de su escandaloso yo observa y piensa, “Qué estoy haciendo, ¿me he vuelto loco?” Un par de tipos corpulentos se apresuran entre los huecos que van dejando los asistentes y ponen rápido fin a la actuación.

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El cómico vuelve a estar delante del mafioso, en una habitación privada. “¡Estoy loooooco, chico!”, aúlla el cómico con una retorcida mueca burlona, intentando desesperadamente una llave de jiujitsu cómica que revierta el humor y las expectativas. Tiene que sostenerse los pantalones, habiendo arrojado su cinturón durante su brote de locura. “Esta es mi casa, estos son mis invitados”, declara el hombre gordo respirando pesadamente, uno de sus párpados temblando. “Los has insultado a ellos. Me has insultado a mí”.

Esta no es una palabra que nadie quiera oír de labios de un corpulento gánster de mediana edad vistiendo una versión cara y pasada de moda de un traje elegante: “insultado”. Y ciertamente no en plural. “Por favor. Lo arreglaré para usted”, dice tartamudeando el cómico. “Tienes que estar de broma”, replica el mafioso, sin ironía. Sacude una mano con desdén. “Ocupaos de él”, les dice a los otros en la habitación. Luego se gira para irse.

El cómico se agita a derecha e izquierda mientras unas manos le sujetan los brazos. Se sacude caóticamente, de algún modo consigue liberarse y alcanzar tambaleándose la puerta mientras los otros tropiezan contra los muebles que ha volcado a su paso. A toda velocidad sale al pasillo.

Agarrándose los pantalones, corre por el pasillo mirando con ojos enloquecidos por encima de su hombro, como un adúltero frenético en una farsa del montón. Derrapa al llegar a una esquina y choca contra un carrito de viandas, cayendo descontroladamente al suelo. Se pone en pie como puede, confuso, mientras el camarero al que ha arrollado le maldice en medio del desastre.

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Fuertes pisadas detrás de él, cerca. Mira a sus espaldas preso de desesperación. Sus perseguidores están a la vista, justo en la esquina. Y después delante, otro cerrado grupo de gente. Se detiene, mirando a un lado y al otro. Los dos grupos se acercan a él y se detienen. El cómico, con la boca abierta, se encoge de terror. Muy lentamente, todos los tipos duros empiezan a reír, sus risas cada vez más fuertes. Se ponen a gritar de alborozo y a quitarse las ropas, lanzando prendas al aire mientras dan saltos y cabriolas. El hombre gordo aparece de repente entre ellos, su esmoquin enrollado en la cabeza como un turbante. El cómico se encoge en el suelo, farfullando confusamente, riendo a su vez, un débil y roto cacareo.

Se despierta sacudiendo brazos y piernas. Se incorpora bruscamente. Está en su propia cama, en su propio destartalado apartamento. Vuelve a echarse sobre la almohada, jadeando, gimiendo aún impresionado. “Menudo sueño… menudo sueño”, murmura una y otra vez a punto de llorar. Se pone un brazo encima de la cara.

Un agudo dolor en la muñeca le dificulta el movimiento. Profiere un alarido. Sus ojos se abren de par en par.

Y su pequeño engaño liberador termina.

No está en su cama. Está en un jergón desvencijado. Desnudo. Sus muñecas están atadas a las patas de una mesa detrás de su cabeza, y sus tobillos sujetos con correas. Le duele el cráneo.

“Te gusta mucho quitarte la ropa”, dice el hombre gordo, inclinándose encima de él con su esmoquin chabacano. “Te parece divertido”.

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“¿Qué… ha pasado?”, dice el cómico tragando saliva, desorientado. “En el pasillo… Ellos no… Y usted…” Su voz se va apagando.

“¿Uh?”, responde burlón el hombre gordo. “Estás notando el golpe en la cabeza”.

Una hora más tarde, atado y desnudo sobre su jergón, le meten en una furgoneta y le llevan al desierto, donde le conducen hasta una lejana y fétida cueva, aún tórrida por el calor del día. Grita cuando empiezan a marcharse. Uno de los hombres cree que ya está bien así, pero otro apunta la leve posibilidad de que el ruido atraiga la atención de alguien, así que regresan y le tapan su deslenguada boca con cinta aislante.

Sueño rosa

Un joven carterista consuma un fácil hurto. En un autobús atestado, sus fantasmagóricos dedos extraen una cartera rosa de chica de un bolso de charol rosa de chica que destaca entre la anónima masa de cuerpos como una enorme bola de chicle usado. En un banco del parque inspecciona su captura. Aparte de unos cuantos dólares hay un permiso de conducir provisional doblado, solo texto y sin retrato, y una fotografía hecha en un fotomatón. En la foto sale una chica riendo. Es delgada y morena, de rasgos asiáticos. El carterista se la queda mirando. Nota una punzada en su joven y duro corazón de ladrón. Amor a primera vista, se le llama a esa punzada. El carterista se maldice a sí mismo. De repente levanta la cabeza, mira a izquierda y derecha. Está solo. Vuelve a mirar la foto. Lee el nombre que aparece en el permiso de conducir, pero le resulta totalmente extraño. Lo pronuncia suavemente, con torpeza. Se ruboriza y se vuelve a maldecir. Después se pone en pie de un salto, su joven e impetuoso corazón latiendo agitado.

Aproximadamente una hora más tarde está parado al otro lado de la calle enfrente de la dirección que aparece en el permiso: una sosa casita en una sosa calle de un barrio de inmigrantes. Vigila. Transcurre una hora. Nadie entra ni sale. Entonces una esbelta figura pasa rápidamente detrás de la cortina de una ventana: ¿una figura de chica?

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El carterista sonríe. Escupe el chicle que había estado mascando. Aterriza rosado en la mugrienta acera. Se pasa un peine por el cabello toscamente engominado. Está a punto de cometer una temeridad: en primer lugar, vulnera la norma fundamental de su oficio, no permitir nunca asociación de ningún tipo entre uno y el objeto sustraído. En segundo lugar, ¿quién conoce las circunstancias de esa chica, suponiendo que esté dentro? Quizá tiene un novio celoso y agresivo. O un marido violento más mayor que ella. Hermanos hostiles. Un padre que enmascara sus ocultos deseos tras su irritabilidad y obsesión por la virtud. El carterista, sin embargo, es joven y está atrapado por el amor a primera vista, o por el burdo lazo de la fantasía; y aunque es astuto, también es bastante estúpido. Con sus fantasmagóricos dedos extrae la foto de la cartera (que va a devolver como un buen ciudadano) para echarle un vistazo de despedida. Después, su corazón batiendo, sonríe. Despreocupado, echa a andar hacia el otro lado de la calle. A mitad de camino se detiene; gritando una maldición, se arroja de un salto hacia atrás, cayendo de bruces en el suelo.

Un coche aparece rugiendo de la nada y se detiene en seco, los neumáticos rechinando. Dos objetos trazan un perezoso arco desde su parte delantera e impactan voluptuosamente contra el frontal de la casa. El coche, con un chirrido, se aleja. El frontal de la casa explota. La onda expansiva tumba al carterista, que estaba a cuatro patas, sobre el suelo. La cartera rosa reposa brillante donde había caído cuando se le escapó durante el salto.

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Logrando ponerse de nuevo sobre sus rodillas, el carterista mira boquiabierto las llamas que asoman por la reventada puerta principal, por las ventanas rotas. Oye gritos. De repente aparecen figuras saliendo de la casa, una horda de gente en llamas. Hombres, mujeres y niños de piel morena se arremolinan chillando en la calle, envueltos en llamas, como si hubieran recibido una ardiente sentencia del infierno. El carterista avanza dando tumbos entre ellos, buscando frenético y aturdido a la chica de la foto. La ve; se está alejando de él a la carrera, sus brazos agitándose, toda ella convertida en una pira. El carterista grita horrorizado y se lanza detrás de ella. Se arroja encima, derribándola, rodando con ella por el suelo para sofocar las llamas mientras ella se retuerce, ennegrecida, debajo de él. Él grita, sus preciosas manos abrasándose en las llamas que ella desprende.

Camiones de bomberos aparecen aullando en el escenario de la devastación. Fuertes manos cubiertas de goma arrancan al carterista de los abrasados restos que había intentado rescatar, envolviéndole en una manta y dándole manotazos mientras el humo se eleva. (La cartera yace aplastada bajo la llanta de uno de los camiones).

Sobrevive. De las 40 desesperadas personas hacinadas ilegalmente en la pequeña casa, unas pocas logran también sobrevivir. La mayoría, incluyendo la chica, no. Los responsables del horror, una banda rival de traficantes de personas, nunca llegan a comparecer ante la justicia.

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El carterista se recobra, aunque no del todo. Sus manos abrasadas están demasiado dañadas para desempeñar su antiguo oficio, y su cabeza y rostro quemados son demasiado fáciles de recordar. Acaba haciendo recados en operaciones de poca monta: una forma de caridad dentro del mundo del crimen, administrada con un atisbo de desdén. Él lo sufre con inexpresivo estoicismo. Deambula constantemente en autobús sin rumbo fijo. Cuando está lleno él simplemente se queda con la mirada perdida, vagando en un viejo sueño, balanceándose entre la presión de los cuerpos que le rodean, su dañada mandíbula mascando lentamente un rosado, inerte pedazo de chicle.

Undercover

M

ediante una tapadera, un temerario reportero criminal se infiltra en una banda de narcos en un violento país de volcanes. Su pelo teñido y su bronceado artificial cuelan bien al principio, pero después afloran sospechas a causa de su limitada habilidad con el idioma local. Le resulta posible mantener las cosas a raya, al menos de forma temporal, confesando una vergonzosa deslealtad cultural durante los años en que vivió en el norte. Una deslealtad que ansiaba fervientemente enmendar, les asegura a sus nuevos compañeros.

Su confesión se recibe con cautos gruñidos y después silencio. Para probar sus deseos de expiación se le asigna un trabajo. En cierto pueblo alguien ha empezado a causar problemas en la jurisdicción a punta de pistola de la banda. Esto debía terminar. “Es imperativo que traigas su cabeza como prueba”, le dicen al simulador. “Aunque los ojos, o las orejas, también servirán”.

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Con esta sanguinaria obligación, el reportero infiltrado se dirige al pueblo, situado en la tristona, gris orilla del río que es punto de entrada de la mayor parte de la mercancía de la banda, y al local desde donde el tipo problemático ha estado operando.

El reportero está ahora metido hasta las cejas, pero no se atreve a huir. Está seguro de que le están vigilando. Teme que le hayan tendido una trampa. Sin embargo, tendrá que esperar el momento oportuno de que se le abra una salida. Ruega porque esa salida no sea espantosa y está empapada de sangre.

Cuando llegó al pueblo rivereño no tuvo problemas para acordar una cita con el problemático, con el segundo subterfugio de ser una tercera parte interesada; interesada, según le diría, en unir fuerzas contra la banda. El objetivo-intruso le recoge en el lobby de un anodino hotel lejos de la plaza principal, el zócalo, como la llaman. Resulta ser un estudiante graduado del norte (eso afirma) que está aquí realizando un proyecto de investigación etnográfica. Sus andanzas por los alrededores, con una habilidad con el lenguaje limitada, puramente académica, han sido malinterpretados por la banda. O eso parece. Aprovechando la oportunidad, el reportero le dice el peligro que corre. Viendo detrás de sus lentes crecer la alarma en los grandes ojos del estudiante, le explica toda la situación.

“Oh, Dios mío”, dice el estudiante con un nudo en la garganta. Digiere mal la información e insiste en que vayan sin perder tiempo a la policía o la embajada. El reportero le agarra de un brazo y le obliga a volver a sentarse. Con voz baja y excitada, le pone al corriente de las realidades de la corrupción, maldad y violencia en la que se encuentran metidos hasta el fondo.

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La única solución, anuncia el reportero criminal, calculando de manera cruda, es esta: enviar el par de orejas ensangrentadas, lo mínimo requerido; en el breve paréntesis en que la atención de la banda estará en su verificación (exactamente cómo se llevará a cabo esta verificación no está claro) aprovecharán la oportunidad para fugarse río arriba hasta la costa en una lancha robada. (Alquilarla o sobornar a alguien es demasiado arriesgado).

“¿Mis orejas?”, tartamudea el estudiante. “¿Por qué las mías? ¿Por qué no las de cualquier otro? ¿Por qué no las tuyas?”

Los dos chapurreadores inician una intensa, encarnizada disputa en voz baja. Por fin, el reportero, gruñendo, saca una moneda. El estudiante, con un gemido, dice su apuesta: “Cara”. Se queda mirando. El reportero atrapa la moneda, la aplasta contra la muñeca y, murmurando una oración, la descubre. Gruñe. “Vaya, lo siento”, dice el estudiante. Ni se preocupa de borrar de su rostro la feliz mueca de alivio.

Acuerdan llevar a cabo la lúgubre operación esa noche en la habitación donde se aloja el estudiante, en la casa de huéspedes, o posada, de la esquina. El reportero va a comprar un cuchillo adecuado y utensilios. Este recado mantendrá la farsa de su misión ante los ojos vigilantes. El aturdido reportero se siente atrapado en un terrible y perverso sueño, una distorsión hecha real de miedo y paranoia y actos atroces y primitivos.

La hora del encuentro se acerca. El resentimiento por el destino que le ha reservado el vuelo de la moneda se hace cada vez más y más profundo en el interior del reportero. ¿No debería ser el estudiante el que sufriera el daño, ya que si va a salvar el cuello es sólo gracias al reportero? ¿A quién le importa si no tiene ninguna culpa de sus apuros? Aunque su ingenuidad e insuficiencia lingüística sin duda le dan algún tipo de responsabilidad.

El reportero le anuncia esto a su asustado anfitrión, que está esperando en su habitación con un montón de toallas y una botella de aguardiente local. El estudiante protesta fuera de sí, insistiendo en que un trato es un trato. Finalmente acuerdan que cada uno entregará una oreja. La carne sacrificada estará demasiado ensangrentada como para que la encuentren diferente. Echan un trago de la botella. El estudiante, que temblequea de angustia, insiste en ser el primero en cortar. El cuchillo (de los de cortar pescado) tiembla tanto en su mano que el reportero, de repente, lo agarra, para mantenerlo apartado de sus ojos.

En unos instantes, los que iban a ser fugitivos se encuentran enzarzados en una pelea a muerte. Una sirena emite su estridente pitido afuera, en algún lugar del turbio río. El estudiante pierde el cuchillo y torpemente intenta golpear con la rodilla. El reportero, con un ladrido, le lanza una cuchillada. El otro chilla, retrocede dando tumbos y cae al suelo, perdiendo las gafas. El reportero jadea, después se arroja salvajemente sobre él y asesta cortes a la derecha e izquierda de la cabeza del estudiante, que sólo puede gritar y sangrar. Agarra las sangrientas pruebas allí donde habían caído y se tambalea hacia atrás. El estudiante aúlla y se sacude como un animal torturado. El reportero tira el cuchillo y se precipita hacia la puerta, la abre de un tirón y se larga a toda prisa.

Le atrapan en la orilla del río, preso de un desordenado aturdimiento, intentando envolver las orejas en una empapada hoja de periódico. Dejan el paquete al lado de su cuerpo, burlándose en idiomas que él nunca llegó a entender, cuando se marchan de regreso hacia las borrosas luces del pueblo.