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Refugiados En El CibercafÉ

En la heroica competición, auténtica batalla de campeones por dirimir qué país goza de los cibercafés mejor equipados, no hay en todo el mundo quien le haga sombra a Japón. Los establecimientos nipones dedicados a navegar en Internet disponen de...

POR TOMOKAZU KOSUGA,

ILUSTRACIÓN DE SHINTARO KAGO

En la heroica competición, auténtica batalla de campeones por dirimir qué país goza de los cibercafés mejor equipados, no hay en todo el mundo quien le haga sombra a Japón. Los establecimientos nipones dedicados a navegar en Internet disponen de cabinas individuales, cada una de ellas con un televisor, ordenador y una silla reclinable para el cliente. En el mostrador se venden aperi-tivos y, sin importar lo cutre que sea el local, siempre hay en un rincón refrescos gratuitos. ¡Pues sí, bebidas de balde! En algunos incluso hay duchas, y en todos sin excepción una bi-blioteca bien surtida de cómics. La mayoría abren las 24 horas, siete días a la semana, de modo que si el sueño te alcanza mientras haces aquello que sea tan importante en Internet, sólo tienes que reclinar el asiento hasta que se convierte en algo parecido a una cama y abandonarte a Morfeo. Antes de que te des cuenta, el sol volverá realmente a salir en la tierra del sol naciente, aunque tú no puedas verlo desde el interior de tu apenas iluminado cubículo de paredes de yeso. Tanto da, porque lo que importa es que en el disparatadamente caro Japón de hoy tienes alojamiento por el módico precio de 1000 o 1500 yenes por noche, al cambio menos de 9 y 13 euros. Añade a una tarifa tan baja el elevado y creciente número de personas sin trabajo y sin hogar y obtendrás como resultado una nueva clase de indigente.

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De hecho, a medida que los más perspicaces menesterosos se han ido percatando de las comodidades por poco dinero que tienen a su alcance, pernoctar en los cibercafés ha terminado por convertirse en un importante sostén social. Según un estudio llevado a cabo por el Ministerio de Salud, Trabajo y Bienestar en Tokyo, existen más de 5400 así llamados “refugiados de cibercafé” durmiendo cada noche en estos establecimientos. A menudo se trata de jornaleros que subsisten con el dinero que perciben al finalizar su turno. Con un porcentaje del 27.7, el ministerio sitúa a la gente de entre 20 y 30 años como el sector más numeroso de los sinhogar cibernáuticos, seguido con un 25 por ciento por las personas mayores de 50 años. Alrededor de la mitad de los refugiados que hay en Tokyo cita el abandono de su empleo como el motivo de haber perdido su casa. Las estadísticas del año 2008 no están aún disponibles, pero sin duda irán parejas al aumento de la tasa de desempleo.

En Tokyo, el salario medio de estos refugiados asciende a 107.000 yenes mensuales, unos 918 euros, mientras que el gasto medio—28.000 yenes por el alojamiento, 26.000 en servicios y 29.000 en comida, más necesidades adicionales como el teléfono móvil—, se sitúa alrededor de los 860 euros. Con estas cifras en la mano, no debería sorprender que estas personas sean incapaces de ahorrar lo suficiente para hacer frente a los 4 meses de depósito que se exigen para alquilar una vivienda, algo que los cualificaría para trabajar como empleado fijo. Un perfecto círculo vicioso.

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Tras una tormenta mediática en la que se bautizó a estos ciudadanos como “los indigentes ocultos”, se fundó en Tokyo y Osaka un servicio ambulante de información y ayuda llamado Internet Café Refugee Consultation Service. Pueden solicitar su ayuda las personas carentes de hogar que hayan estado residiendo en la ciudad durante seis meses. Obviamente, este requisito deja fuera a un gran número de gente. Quizá sea una coincidencia que el ICRCS tenga sus oficinas en Kabukicho, en el distrito tokyota de Shinjuku: el barrio de recreo más peligroso y seductor de la ciudad y el que más abunda en cibercafés. Sí, quizá sea una coincidencia, pero lo cierto es que la política adoptada por el gobierno apesta a cuarentena. Dejémoslo así.

Antes de visitar a los burócratas de Kabukicho, y antes de aventurarme en el más famoso de estos cafés devenidos albergues, decidí hacer una exploración preliminar en un cibercafé menos conocido de la misma zona, preparándome con el simple método de dejar de afeitarme, arreglarme el pelo y cambiarme de camiseta en varios días. Sencillo, ¿eh? Ser uno de ellos, vivir como ellos y procurarme experiencias de la vida real que incluir en mi historia, pero los empleados del cibercafé me dijeron cuando me presenté allí que el local estaba lleno y que tendría que ponerme en la lista de espera. Una forma educada pero clara de decirme, “Ni de coña vas a meterte aquí, puto vago sin techo”. Tal como yo lo ví, este incidente me concedía el certificado de refugiado de cibercafé. ¿Qué me quedaba por hacer salvo mezclarme con mis compatriotas?

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En el exterior divisé a un caballero desaliñado de unos 30 años que murmuraba para sí mismo. Me acerqué y le dije, “Oye, ¿quieres que vayamos juntos a buscar algo para desayunar? Comer solo es bastante triste, ¿sabes?” Él se limitó a mirarme como si yo fuera un maníaco antes de largarse. Lo mismo hicieron otros dos refugiados a los que abordé después. ¿Acaso tendría pinta de psicópata gay en busca de un indigente al que violar y asesinar? Taaaal vez. Conviví con los sinhogar toda una semana, sin llegar a hacer ningún progreso. No es nada extraño, puesto que la mayoría de ellos son trabajadores durante el día: una colección de individuos que la sociedad japonesa ha condenado a ser parias. El hecho de carecer de hogar, algo terriblemente vergonzoso en un país en el que es habitual tener que avergonzarse por cualquier cosa, hace que esta gente deteste hablar con desconocidos. Aun así, no dejé de preguntarme si lo que fallaba era mi técnica. Un poco a regañadientes me decidí a cambiar de táctica y presentarme como un auténtico reportero. A partir de ahí, cada vez que intenté hablar con alguien me rechazaron sin dejarme acabar ni la primera frase.

Me encaminé finalmente al suburbio tokyota de Kamata, que los medios de comunicación han destacado como un centro neurálgico de cibercafés de refugiados, y me decidí por el establecimiento del que más habían hablado, situado en un destartalado edificio de diez plantas a un par de minutos de la estación. Unos cuantos hombres de aspecto descuidado vagabundeaban por el interior del café y, como era previsible, en un rincón estaba la máquina de chucherías y en otro la vasta colección de manga. Lo que no esperaba era que a las siete de la tarde entrara de estampida un nutrido grupo de escolares con intención de estudiar. Los hombres, olisqueando sus sucias camisetas y cambiando impacientes el peso de un pie al otro, esperaron al lado del ascensor a que los chavales terminaran sus tareas.

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Este cibercafé dispone de dos clases de habitáculo. Los hay con un tatami—la estera de paja tradicional en Japón—y un televisor, y los hay con una simple silla, una mesa de trabajo, un ordenador y ningún espacio extra. Asumo que en los habitáculos con tatami, televisor y sin sillas, el espacio extra se dedica a caer derrotado y dormir. Me decanto por una “habitación individual” cuyo precio es de cien yenes la hora, unos 85 céntimos de euro. La mayoría de cafés cobran 400 yenes, lo cual explica la popularidad de éste. Por el dinero que pago tengo derecho a un cubículo separado del resto por una cortina; un habitáculo sin protección ni privacidad. El robo está al alza entre los refugiados de cibercafé. Nada más salir del ascensor pude ver unas taquillas, y en mi cubículo una gruesa cadena con candado evitaba el robo del ordenador y el televisor, ninguno de los dos en muy buen estado. Al teclado, cubierto de una desagradable capa pegajosa, le faltaban varias teclas. Había basura y colillas de cigarrillo esparcidas por el suelo, y la pared estaba hecha trizas. Vaya con las instalaciones japonesas, ¿eh? Y todo esto en un espacio apenas suficiente para incrustarme entre el pequeño escritorio y el asiento reclinable. No obstante, los japoneses, por regla general, tienden a encontrar confortables los espacios pequeños. Yo no soy una excepción. De no haber sido por la tos seca del vecino, la típica tos de fumador empedernido, juraría que hasta me sentía cómodo.

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Los clientes del café eran en su mayoría gente bronceada con sucios uniformes de obreros de la construcción. Huelga decir que no ví ni una sola mujer. A excepción de los escolares de antes, tampoco ví mucha gente joven, esa gente que según el estudio del gobierno forma el mayor sector demográfico del colectivo de refugiados. A decir verdad sólo vi a un hombre joven; que, por supuesto, en ningún momento se dirigió a mí. Los clientes que venían aquí a dormir se dividían a partes iguales entre los tipos desastrados con aspecto de rondar los treinta y pico años y hombres ya de camino a los 60. ¿Se habrían evaporado esos hombres jóvenes en los que el gobierno basó sus informes?

Lo cual nos lleva a hablar del programa que el gobierno tiene en preparación. Para realizar su estudio telefonearon a cada cibercafé del país preguntando por el número medio de clientes que solían acudir a pasar allí la noche, y entre ellos cuántos lo hacían al menos tres o cuatro veces por semana. El hecho de que el informe final se basara en lo que el dueño de un cibercafé pudiera recordar, hace los datos, como mínimo, poco fiables. Imposible decir con exactitud el grado de fiabilidad que arrojan el resto de cifras que maneja el informe de marras. Ah, bueno, también dejaron cuestionarios en 146 cafés cuidadosamente seleccionados, pero seamos serios: ¿cuántas de estas personas calladas como tumbas y carcomidas por la vergüenza de no tener casa creéis que le dedicaron siquiera una mirada a esos impresos?

Una vez estuve de regreso en Tokyo me dirigí a los sórdidos confines de Kabukicho con la intención de encontrar y hablar con gente del Internet Café Refugee Consultation Service para que me ayudasen a comprender mejor el problema de los refugiados y el papel que juega el gobierno. Caminé durante una hora buscándoles. Sin suerte. Previamente había consultado en su página web sus horarios de patrulla, pero no pude localizar a nadie.

A la mañana siguiente llamé a su teléfono de consultas. Me dijeron que el día anterior habían cancelado las patrullas a las siete y media de la tarde porque se aproximaba un tifón. Al hacerles notar que ni siquiera había llovido, me respondieron que “probablemente fue decisión del personal que se encontraba en las oficinas la noche pasada. La patrulla forma parte de un programa para encontrar y hablar con potenciales refugiados de cibercafé, pero en lugar de ir por las calles tratando de encontrarnos creo que sería mejor concertar una cita por teléfono y hablar con nosotros en nuestras oficinas”. Vale, pero si no quieren que la gente vaya por ahí buscándoles, ¿qué sentido tiene anunciar las patrullas en su página web? “Bueno, no todo el mundo consulta regularmente nuestra web, ¿sabes?” Ya. Estos refugiados que el gobierno cataloga como jóvenes y consumidos por internet, viven en cibercafés pero no entran en la red en busca de recursos. ¿No? Tiene más sentido que les llamen por teléfono, ¿verdad?

La incompetencia, generalizada y a todos los niveles, termina por conducirnos hasta el nuevo programa de préstamos impulsado por el gobierno que entrará en vigor durante este año fiscal. El programa ofrece 150.000 yenes mensuales (algo menos de 1.300 euros) para gastos de vivienda y manutención durante un período de entre tres y seis meses, con la condición de que el beneficiario siga cursillos en una oficina de empleo local. Puesto que las personas que están oficialmente siguiendo un cursillo y perciben menos de un millón y medio de yenes al año están exentas de tener que devolver el préstamo, puede decirse que se trata esencialmente de un programa benéfico. Bueno, pues, ¡bien por quienes se beneficien! El gobierno va a dedicar 100 millones de yenes a esta iniciativa. El problema es que sólo la personas desempleadas de treinta y pico años o menos que duerman habitualmente en los cibercafés pueden acogerse a ella. Es decir, que los trabajadores pobres de entre 50 y 60 años se quedan fuera. Y ahí va otra perla: puesto que el programa prevé una inversión de 700.000 yenes como máximo por persona, el presupuesto de 100 millones de yenes alcanzará a beneficiar a unas 200 personas más o menos. Esto supone aproximadamente el 27% de los 5.400 refugiados que el gobierno refleja en un estudio que, además, se hizo en 2007. Ya sé que a lo largo de estas líneas os he echado encima un buen montón de datos y cifras, así que finalizaré de una forma brusca pero clara: el gobierno japonés está tratando de sofocar con un cuentagotas un incendio que se extiende cada vez más. Todo indica que una gran cantidad de trabajadores de mediana edad van a pasar mucho tiempo este año navegando por internet.