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Fumigar coca con glifosato no solo puede ser cancerígeno, sino ridículamente costoso

Un campesino le gana cuatro millones a una hectárea de coca y al Estado le cuesta más de 130 millones erradicarla con fumigación. ¿Qué sentido tiene esto?

Después de 21 años de andar rociando herbicida a discreción sobre los campos de Colombia, parece que por fin el grueso del país está reconociendo que, si el Glifosato aniquila a anfibios y afecta suelos y produce alergias y lesiona peces, quizás, solo quizás, tan sólo porque los investigadores de la Organización Mundial de la Salud lo advirtieron hace mes y medio, este veneno manufacturado por la multinacional Monsanto puede también causarle cáncer a los 178.000 campesinos colombianos que han vivido durante estas dos décadas del cultivo de hojas de coca.

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Gracias al informe de la OMS, el Ministerio de Salud recomendó hace una semana suspender las fumigaciones con glifosato (alias Roundup), y el gobierno nacional se vio obligado a convocar para el próximo 15 de mayo una sesión extraordinaria del Consejo Nacional de Estupefacientes.

Hasta ahora, sin embargo, la discusión se ha centrado en los posibles efectos cancerígenos que el herbicida puede tener en los campesinos. Poco aún se ha hablado sobre los costos que implica luchar contra el tráfico de drogas vía fumigación aérea. Costos que han sido juiciosamente documentados por Daniel Mejía, economista de la Universidad de los Andes e investigador del Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas, y que, si se les mira en detalle, hace quedar a nuestros queridos funcionarios públicos como unos soberanos idiotas.

El estudio de Mejía fue divulgado hace una semana por el Brookings Institute, una organización privada que estudia hace un siglo la eficacia de las políticas públicas gringas. Mejía lleva midiendo los costos y beneficios de la guerra contra las drogas desde hace diez años, y en el texto resume, rápidamente, una conclusión a la que ha llegado numerosas veces tras numerosos estudios empíricos: Colombia y Estados Unidos llevan más de una década malgastando un montón de plata en sus esfuerzos por acabar con el tráfico ilegal de drogas.

Lo anterior resulta especialmente cierto a la hora de hablar de las fumigaciones aéreas con Glifosato. Los estudios de Mejía hacen evidente que hacer llover herbicida durante dos décadas por los campos colombianos no es solo riesgoso para nuestra salud y la del medio ambiente, sino que es estúpidamente costoso en términos económicos.

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Para la muestra, algunos datos:

1. Para eliminar efectivamente UNA hectárea cultivada con arbustos de coca vía aspersión aérea, se deben fumigar 32 hectáreas. Esto, debido a que la efectividad de la aspersión aérea es muy baja y los campesinos se han vuelto muy buenos desarrollando técnicas caseras para mitigar de inmediato el efecto del veneno en los arbustos.

2. Fumigar una hectárea con glifosato le cuesta al Estado colombiano 2.400 dólares. Como la tasa de efectividad de esta estrategia es tan baja, erradicar UNA hectárea de coca cuesta 57.150 dólares.

3. La ganancia de un campesino por cada hectárea de hoja de coca que vende es de 3'950.000 pesos.

Así las cosas, ¿cómo explicarle a un cultivador que el Estado colombiano se gasta más o menos 134 millones de pesos rociándole veneno desde el aire para evitar que él venda, por cuatro millones, un bulto de hojas de coca?

¿Cuánta plata nos hemos gastado en Colombia para fumigar las dos millones de hectáreas de hojas de coca que hemos asperjado desde 1994?

Mejía termina el estudio demostrando que la guerra contra las drogas ha logrado más y gastado menos decomisando cargamentos de cocaína y destruyendo laboratorios para su procesamiento -golpear a las mafias dueñas del negocio, antes que a los más vulnerables de esta cadena-. Y concluye que Colombia "ha pagado un alto precio por pelear laguerra contra las drogas, un costo que equivale al 1.1% de su Producto Interno Bruto". A este se suman los 57.000 muertos que ésta ha dejado, "alrededor del 25% de los homicidios perpetrados en Colombia entre 1994 y 2008".

A estos costos habría que añadir el largo memorial de agravios de los campesinos cocaleros y de sus vecinos no cultivadores (a quienes también les ha caído mucho veneno), y que incluye una realidad bien absurda: muchos cultivos financiados por programas nacionales e internacionales de sustitución de cultivos terminaron siendo fumigados con glifosato durante estos años. Así lo resumió Pedro Arenas, investigador del Observatorio de Cultivos Ilícitos de INDEPAZ, en una columna que nos envió a varios medios de comunicación la semana pasada:

"Las aspersiones acabaron con docenas de cultivos de café de Cosurca en Cauca; mataron cultivos de piña en Nariño; afectaron cultivos de caucho en Caquetá y Guaviare establecidos como parte de proyectos de sustitución por la ONU; incluso se aplicaron contra los pequeños plantíos de palma de cooperativas chicas de Nariño, mientras que en Putumayo inversiones de Usaid (el programa de cooperación de Estados Unidos) también fueron arrasadas por el veneno de las avionetas. Más recientemente en Anorí y en otras zonas del norte del país han vuelto los reclamos por el uso "indiscriminado" del químico".

Frente a toda esta evidencia se sentará el Consejo Nacional de Estupefacientes a deliberar la próxima semana sobre el futuro de la guerra contra la cocaína. Droga que, en treinta años, no ha dejado de alimentar parrandas y oficinas de ejecutivos, conciertos y reuniones políticas de media noche, y sí nos ha costado un poco de muertos y billones de pesos. ¿Y quién salió ganando durante todos estos años? Habrá que pedirle a Mejía un nuevo estudio para identificar a a qué bolsillos fueron a parar los 1.200 millones de dólares anuales que nos gastamos contra la droga.