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El número de la resistencia a evolucionar

Los niños perdidos de California

A una edad en la que la mayoría de los jóvenes estadounidenses están decidiendo a quién invitar al baile de graduación, Ernesto Valenzuela estaba sopesando qué era peor, si morir de sed en el desierto o ser apuñalado por pandilleros.

Ernesto, 16, trabaja 65 horas a la semana en el campo. Aquí está limpiando un campo de almendras en Madera, California.

Cuando Ernesto Valenzuela tenía la edad en la que la mayoría de los jóvenes estadounidenses están decidiendo a quién invitar al baile de graduación, él estaba sopesando qué era peor, si morir de sed en el desierto o ser apuñalado por pandilleros.

Esa es la decisión a la que tuvo que enfrentarse el chico de 16 años de edad en su ciudad natal de Mapulaca, Honduras, un pueblo donde la MS-13y los miembros de Barrio 18 son conocidos por reclutar a jóvenes —o incluso a niños de guardería— para entrar en su pandilla. Si estos chicos se niegan, en la mayoría de los casos son asesinados. Ernesto fue llamado a las filas de las maras y no quería terminar entre las seis mil personas asesinadas cada año en Honduras por la violencia entre pandillas. En una población de unos ocho millones de habitantes, eso significa que uno de cada mil hondureños es víctima de homicidio, lo que lo convierte en uno de los países más peligrosos después de zonas de guerra como Irak, Somalia y Siria.*

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Tras reflexionar sobre ello durante meses y esconderse de los pandilleros tatuados que querían reclutarlo, Ernesto decidió que su futuro en su ciudad natal era potencialmente más peligroso que cruzar un desierto. Así que una mañana de junio de 2013, después de que su madre le rogó entre llantos que se cuidara, él se echó andar a un lugar que solo había visto en las películas, un lugar donde había oído que un chico como él, que solo había acabado quinto de primaria, podía trabajar en el campo y ganar 60 dólares al día: Estados Unidos de América.

Para hacer ese viaje, Ernesto pidió dinero prestado a sus primos mayores que años antes habían emigrado a California. Le prestaron siete mil dólares, la cantidad que necesitaba para cubrir la tarifa del autobús de Honduras a Guatemala, y luego a México, donde tenía que pagarle a un coyote para que lo cruzara a Texas. El mero hecho de que sus primos pudieran prestarle tanto dinero era una buena prueba de las riquezas que encontraría en su destino final.

Al principio, a Ernesto no le preocupaba tener que hacer el viaje solo, tomando una sucesión interminable de autobuses. No le importaba tener que dormir en la calle, o en un hotel con pulgas si tenía suerte. Incluso ignoró las historias de la violencia del narco en México que contaban otros pasajeros y los miles de emigrantes asesinados, víctimas del fuego cruzado de los cárteles. No fue hasta el quinto día de su viaje que empezó a ponerse nervioso. Había llegado junto con otros 14 viajeros a Reynosa, Tamaulipas, ciudad fronteriza con EEUU. Solo una cinta negra de agua —el Río Grande— separaba a Ernesto de McAllen, Texas, y de su nueva vida. Pero primero el grupo tenía que evitar morir ahogado al cruzar.

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Liderados por un ‘pollero’, el grupo de Ernesto cruzó el río en una lancha llena de agujeros. Lograron no volcar, pero poco después de llegar a la orilla y dejar un rastro de huellas en el lodo, fueron vistos por agentes de la Policía Fronteriza de Estados Unidos cuando estaban a punto de subir a la camioneta del coyote. El grupo se dispersó y Ernesto corrió a ocultarse en un arbusto. Logró evadir a los policías, pero en el proceso se perdió completamente. Durante tres días, él y otros cuatro —tres adultos y un niño sin padres, todos ellos de El Salvador— vagaron por el desierto sin comida ni agua, sufriendo quemaduras en todo el cuerpo. Perdido y moribundo, bajo el abrasador sol del desierto, a Ernesto ya no le daban tanto miedo los pandilleros de Mapulaca.

Después de deambular incesantemente por el sur de Texas sin llegar a ninguna parte, todos estaban al borde del colapso. Finalmente, el grupo se topó con un rancho de ganado. Cerca del edificio encontraron un almacén con jarras de agua, colocadas allí supuestamente por emigrantes desesperados como ellos.

Tomaron toda el agua que pudieron beber, dejaron las botellas atrás y siguieron un camino que conducía al norte.

Mientras seguían el camino, la Patrulla Fronteriza volvió a avistar al grupo de personas desharrapadas. Esta vez, estaban muy cansados para correr. Arrestaron a Ernesto y lo llevaron a un centro de detención a 80 kilómetros de Harlingen, Texas, una tipo de albergue para jóvenes de máxima seguridad —lleno de rejas con candados y guardias— para “menores emigrantes no acompañados” (niños indocumentados que son encontrados en EUA sin padres ni documentos). Lo metieron en uno de los varios dormitorios junto a otros 200 niños que tenían historias muy similares a la suya.

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Este año, debido a la escalada de delincuencia y la crisis económica en Centroamérica, el Departamento de Seguridad Nacional prevé detener a unos 60 mil menores no acompañados en su intento por entrar de manera ilegal en EUA, según un informe de la Conferencia Episcopal de EUA, que sigue temas de derechos humanos. Esta cifra es el doble de los capturados en 2013 y cuatro veces más que el número de personas que entraron un año antes. En cambio, durante los últimos nueve años, el número de adultos detenidos mientras intentaban entrar ilegalmente a EUA desde México ha disminuido de forma continua —de 1,1 millón en 2005 a 367 mil en 2013— **. Al parecer, el aumento de los riesgos y el refuerzo de seguridad en la frontera entre Estados Unidos y México han disuadido a los adultos pero no a los niños. Según Jennifer Podkul, de la Comisión de Mujeres Refugiadas, una ONG que trabaja con mujeres y niños desplazados, el brote de violencia por la empobrecida Centroamérica es el motor principal de la creciente migración de jóvenes. Como resultado, el promedio de edad de inmigrantes indocumentados empleados como mano de obra en Estados Unidos disminuye cada año. Sin padres, sin dinero, y sin hogar ¿qué pasará con ellos?

Amilcar y Junior fuera de su casa en Mendota

Este septiembre, tres meses después de que Ernesto fuera detenido, me encontré con él en Mendota, un pueblo polvoriento de California. “Se supone que no debería estar trabajando”, me dijo. Nos encontrábamos en un bullicioso mercadillo donde vendían guantes, botas y bandanas de colores intensos a los trabajadores que viven en esta ciudad de 11 mil habitantes, de los cuales el 97 por ciento son latinos. Pero Ernesto —de ojos almendrados y una sombra de bigote propia de su adolescencia— admitió que, aunque fuera ilegal, él trabajaba recolectando melones para poder sobrevivir. Ernesto ya le estaba mandando dinero a su madre y aún le debía a los coyotes 3.500 dólares (como le pillaron, pudo negociar su deuda). “El juez me dijo que no podía trabajar. Pero yo necesito trabajar”, me dijo.

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Después de pasar más de dos meses encarcelado en Texas, Ernesto fue liberado, a la espera de una audiencia de deportación, que se celebraría en marzo o abril de 2014. Los centros de detención juvenil a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos estaban abarrotados, por lo que necesitaban, más que nunca, transferirlo (como es costumbre en estos albergues) al cuidado de un adulto de confianza. Mientras esperaba su juicio, quedaría en libertad bajo dos condiciones: primero, tendría que estar al cuidado de un tío mayor residente en California llamado Orlando; segundo, tenía que asistir a la escuela durante este tiempo provisional. Si cumplía los requisitos y podía convencer a un juez, en su audiencia de deportación, de que él abandonó Honduras por amenaza de violencia, le podía ser otorgado un estatus especial para jóvenes inmigrantes y podría acabar siendo residente. Esto supondría una gran victoria ya que le permitiría permanecer y trabajar legalmente en EUA, y optar a la ciudadanía.

Sin embargo, para que eso sucediera, debía afrontar retos enormes, el mayor de los cuales probablemente fuera la Sexta Enmienda, que garantiza el derecho a un abogado. La normativa solo se aplica en casos de delincuencia, y los casos de inmigración pertenecen al derecho civil. Así que Ernesto —con tan solo 16 años de edad y sin saber inglés más allá de hello y thank you— muy probablemente tendría que argumentar su propio caso ante un juez estadounidense. Y si no logra ser lo suficientemente persuasivo, será deportado inmediatamente a Honduras.

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Por el momento, no cumplía ninguna de las condiciones para su liberación. Su tío, que se suponía que estaba a cargo de él, desapareció poco después de su llegada a Mendota, así que Ernesto estaba viviendo con cuatro de sus primos, que también lograron entrar en el país sin que les cogieran. Vivían en una casa cercana, sobreviviendo a base de ingenio y trabajo duro.

Ernesto no iba a la escuela. Por eso había venido al mercadillo, donde un grupo llamado Fresno County Migrant Education (un programa nacional que da clases a inmigrantes) tenía un puestecito, entre un camión de tacos y un puesto de botas de trabajo, desde el que invitaban a jóvenes a unirse a las clases de inglés.

“Solo podemos brindar ayuda a las personas que están trabajando en el campo”, le dijo una mujer llena de energía llamada Rosa Hernández a Ernesto cuando él se acercó a la mesa. El programa es del Departamento de Educación de EUA, y su objetivo es ofrecer apoyo adicional a hijos de trabajadores delcampo —o como en el caso de Ernesto— a menores de edad que trabajan en la agricultura. Si Ernesto se negaba a trabajar el campo, como su juez había ordenado, no tendría derecho a los servicios de salud temporales, las clases de inglés y el cuidado dental que brindaba el programa. Así de contradictoria y confusa es la situación de los jóvenes inmigrantes indocumentados en Estados Unidos.

Ernesto iba y venía mientras Rosa anotaba su información en un portapapeles, temeroso de que los tribunales se enteraran de que había estado trabajando sin pisar la escuela y de que no estaba viviendo con su tío, que lo abandonó (lo cual violaba el acuerdo que él había firmado con el gobierno federal).

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Después de abandonar el lugar, nos fuimos a un puesto de refrescos y ahí Ernesto me contó que en Honduras había dejado la escuela cuando tenía 12 años para ayudar a mantener a su familia, y ahora estaba emocionado con la idea de aprender inglés. Esta era su oportunidad para “salir adelante”. También podría ayudarlo a defender su caso satisfactoriamente. Luego visité el hogar de Ernesto en Mendota, donde vivía con cuatro primos. Era como una fortaleza de Peter Pan para jóvenes inmigrantes desencantados. Ninguno de ellos tenía documentos, y todos habían cruzado la frontera para trabajar en el campo de California mucho antes de cumplir los 18 años.

La ruta de Ernesto desde Mapulaca, Honduras, hasta Mendota, California

Su casa, cerca del centro del pueblo, era un pequeño y hermoso rancho, situado entre una casa más grande y un polvoriento solar. La verja de hierro forjado, pintada de blanco y negro, estaba desnivelada por las bisagras, y en el porche de hormigón de enfrente había cinco pares de recias botas, llenas de barro, alineadas cerca de la puerta.

Cuando llegué, Ernesto me dirigió a un sillón viejo y roto donde nos sentamos y me contó sobre el trabajo que estaba haciendo. Tenía los músculos de los hombros muy desarrollados para su edad. Colgando de la pared de la sala, detrás de él, había una colección de marcos de varios tamaños, con una imagen de la Virgen María y coloridos retratos de la familia, varios que parecían ser de la misma señora. Pregunté sobre ella, suponiendo que era un pariente.

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“Ah, esos no son nuestros”, dijo Ernesto. Las fotos eran de la dueña de la casa —una mexicana que vivía cerca y se la alquilaba—. Esos eran los parientes de ella, dijo, y los jóvenes las habían dejado como decoración. En cierto modo, parecía estar cómodo con ellas, y era mejor que tener una pared desnuda.

Desde su liberación del centro de detención de Texas, Ernesto y sus primos habían estado trabajando en la cosecha de melones, pero ahora que el verano había terminado y el invierno se acercaba, se habían puesto a podar almendros. La paga era un salario mínimo, y no se le pagaba por pieza (como ocurre con las cosechas de uvas y fresas), sino que ganaban ocho dólares la hora.

Ernesto trabajaba 65 horas a la semana, lo que le reportaba aproximadamente 1.400 dólares al mes. Pagaba alrededor de cien dólares de alquiler, más gastos. Incluso después de pagar su deuda con el coyote, el recibo del teléfono y la luz, la comida y lo que tiene que enviar a su familia —además de ahorrar para el invierno, cuando hay menos trabajo—, el dinero que le quedaba no estaba tan mal para un chico de 16 años.

Las empresas locales de fruta y verdura —como Stamoules y Westside Produce—, cuyo producto llega a casi cada cadena de supermercados en Estados Unidos, dependen de la mano de obra barata de inmigrantes para obtener ganancias enormes. En 2012, los dueños de granjas de California ganaron en total 311,2 millones de dólares solamente en melones. La industria de la almendra del estado, para la cual trabajaba Ernesto de forma ilegal, recaudó 4.350 millones ese año. Aproximadamente el 75 por ciento de la mano de obra que se encarga de colocar latas de almendras en los estantes de los supermercados está formada por inmigrantes, según Philip Martin, profesor de economía agrícola y recursos en la Universidad de California, en Davis. La lógica dicta que esta es la razón por la que los políticos de todo el espectro, desde Nancy Pelosi hasta George W. Bush, siempre hayan apoyado tácitamente la laxitud de las leyes sobre el trabajo y la inmigración, incluso cuando en ocasiones ofrecen discursos antiinmigrantes desde su puesto; California, junto con la mayoría de estados del oeste, dependen de esta fuerza de trabajo.

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Según un informe de 2012 hecho por el Observatorio de Derechos Humanos, por lo menos el 50 por ciento de los trabajadores del campo de Estados Unidos son ilegales; en California llegan casi al 60 por ciento. Cada vez se admiten más niños y jóvenes indocumentados en esta mano de obra. Actualmente hay más de 3.500 menores no acompañados trabajando en el Condado de Monterey, según Ernesto Vela, de la Oficina de Educación para Migrantes local. En el estado, el número se elevaba a un poco más de diez mil.

En Estados Unidos, como en México, es ilegal que niños menores de 14 años trabajen, y los menores de 16 solo pueden trabajar por la noche, los fines de semana y durante las vacaciones escolares, siempre y cuando tengan un permiso especial otorgado por el distrito escolar que diga que han completado la educación necesaria o que tienen permiso para trabajar. Pero Ernesto me dijo que él nunca ha necesitado un documento que corrobore su edad o permisos de trabajo, ninguna de las empresas de trabajo mencionadas que lo emplean han intentado determinar si puede trabajar legalmente. Tampoco una tarjeta de la Seguridad Social falsa —la mayoría de jóvenes adquieren una en una red clandestina en el pueblo cercano de Huron— porque le preocupaba que, al conseguirla de manera ilegal, podría poner en riesgo su caso antelos tribunales. En lugar de eso, alquiló uno “de una persona que por el momento no está trabajando y no la necesita”.

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Le pregunté a Ernesto si era difícil su trabajo. Me dijo que no tanto. En el campo en Honduras, donde empezó a trabajar a la edad de 12, solo ganaba cien lempiras —cinco dólares— al día. Y el trabajo allí era mucho más difícil. Ese tipo de vida no era buena para él, me dijo. No podía mantener a su familia con un sueldo tan inestable.

“¿Por eso te fuiste?” le pregunté.

“Siempre quieres tener una vida mejor”, contestó, generalizando su experiencia, haciendo que no pareciera tan única, ni tan mala. “Siempre quieres algo más”.

En ese momento, se abrió la puerta de la casa de Ernesto. Entraron tres chicos cargando bolsas de compras. El primo de Ernesto, Amílcar, a quien conocí brevemente en el mercado, parecía un desgarbado estudiante de instituto, solo que con bíceps más grandes y con una mirada más dura. Él tenía 16 y llegó de la misma región de Honduras que Ernesto; habían ido a primaria juntos y dejaron la escuela al mismo tiempo para trabajar en la siembra. Amílcar apenas llevaba tres meses en Estados Unidos, cruzó la frontera sin problema. Llevaba dos cajas de 30 latas de Pepsi, mientras los otros llevaban bolsas llenas de otras cosas para la semana: conté por lo menos cinco cartones de huevos y tres paquetes de tortillas, así como varios litros de zumo y bolsas de pollo congelado. Tuvieron que hacer tres viajes para poder meter la comida por la puerta. Me dijeron que cuando empezaran el trabajo al día siguiente no habría tiempo de ir al mercado hasta el siguiente domingo.

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Allí vivían cinco, hacinados en tres pequeños cuartos. Estaba Ernesto y Amílcar, ambos de 16; Juan Pablo, de 22; el hermano menor de Juan Pablo, José, de 19; y Junior, bajito, musculoso y con el pelo engominado hacia atrás, también de 19. Juan Pablo y Junior habían estado viviendo en la zona de Mendota durante más de tres años y ya se habían librado de sus deudas con sus respectivos coyotes, y se habían convertido en los patriarcas del grupo. Había un fuerte sentido de familia entre el grupo; me dijeron que se cuidan unos a los otros, los mayores ofrecían consejos y guiaban a los más pequeños. “Ya sabes”, dijo Ernesto, “nos decimos qué está bien, qué está mal, y qué debemos hacer”.

Pregunté si estar tan lejos de sus familias era difícil. “Claro que los echo de menos”, dijo Ernesto. Amílcar, el más callado de los dos, simplemente se encogióde hombros. No era un gran problema. “Pero te hace sentir bien de vez en cuando hablar con ellospor teléfono”, añadió Ernesto. “Eso le hace sentir mejor a uno”. “Se están convirtiendo en buenos trabajadores”, dijo Junior. “Están aprendiendo”.

Mendota acoge a unas 11.000 personas, casi todos de México, Honduras, Guatemala o El Salvador. La mayoría trabaja en los campos de Fresno y Monterey.

Pocas semanas después, acompañé a Amílcar y Ernesto a su primera clase de inglés en Mendota. Están convencidos de que aprender inglés podría abrirles las puertas en elfuturo, y después de que visité su casa, Amílcar me llamó y me pidió ayuda para buscar clases de inglés en la ciudad. Le expliqué dónde se encontraban las clases: no muy lejos de su casa y donde yo sabía que iba cada semana al mercado. “No sé dónde queda eso”, me dijo por teléfono. Al igual que Ernesto, Amílcar había abandonado la Honduras rural y había logrado cruzar México y la frontera de Estados Unidos por sí mismo, pero estaba muy intimidado como para buscar clases de inglés a diez manzanas de su casa.

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Cuando conduje a su casa para recogerlos, acababan de llegar del trabajo. Ernesto estaba duchándose y preparándose para salir. Pero Amílcar, que estaba más impaciente que los demás, parecía indeciso.

“No creo que hoy pueda ir”. “¿Por qué no?” “Bueno, tengo que cocinar la comida para mañana”. Estabafriendo cuatro pechugas de pollo con hueso en una sartén. Añadió más aceite de una garrafa amarilla, pinchó los trozos de pollo y subió el fuego. “Acabo de llegar del trabajo”, me dijo. “Me tendría que duchar”.

Ernesto salió del pasillo oliendo a colonia, se había peinado y puesto una camisa de cuadros. “Me llevaré esta libreta y un boli”, dijo, con esperanza. “¿Qué te parece?”

Amílcar estaba nervioso mientras cocinaba. Aún seguía indeciso sobre si debería asistir a la clase o no. ¿Quién no se lo pensaría dos veces antes de ir a una clase de tres horas después de una jornada podando almendros bajo el sol durante 12 horas? Sus primos mayores, sentados en la mesa de la cocina, le insistían para que fuera.

“Es importante que aprendan”, dijo Junior —con el pelo engominado, como siempre— mientras bebía un vaso de zumo. “Vale”, dijo Amílcar finalmente. “Sí iré”, y dejó la cocinapara darse una ducha rápida. Mientras esperaba, le pregunté a Junior si estaba interesado enla clase de inglés. “Bueno, eso está bien para los más pequeños, pero no para mí. Ellos lo necesitan, pero yo soy mayor”. Tenía 19. Le pregunté hasta qué año había cursado en Honduras. Respondió que casi terminó tercer año de primaria, y sabía leer y escribir un poquito en español. Había optado por abandonar cualquier otra cosa que no fuera el trabajo del campo, pero tenía esperanzas en sus primos más pequeños.

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Cuando llegamos a la escuela, había un grupo de estudiantes de primaria y secundaria —una mezcla de migrantes y nacidos en California— jugando a baloncesto en el gimnasio. Amílcar y Ernesto se ajustaron nerviosamente la camisa, cogieron sus libretas y caminaron hacia la biblioteca, donde se daban las clases de inglés, pero la sala estaba oscura y cerrada. Hoy se había cancelado la clase. Amílcar y Ernesto estaban evidentemente decepcionados, pero también un poco aliviados.

A pesar de ser conscientes de que la educación es importante para su futuro, por el momento la vida —sin escuela— les iba muy bien. Pero, ¿querían trabajar en el campo para siempre?

“Ah, no”, dijo Ernesto. Amílcar negó con la cabeza. Me asombró comprobar que un factor de su juventud era esesentido tan grande de las posibilidades que tenían: en sus mentes, no iban a estar siempre confinados al campo, a pesar de que, por estadística, era probable que sí. Según el Observatorio de los Derechos Humanos, una tercera parte de los jóvenes trabajadores del campo en EUA han abandonado el instituto, lo que les deja con “pocas opciones aparte de una vida de trabajo en la agricultura y la pobreza que le acompaña”. Y Ernesto dejó el colegio en Honduras, ni siquiera llegó al instituto.

“Algún día quiero trabajar en un restaurante”, me dijo desde el asiento trasero mientras conducíamos a casa, cuando le pregunté sobre lo que quería hacer con su vida. Miró por la ventanilla para ver Mendota de noche. “Eso estaría muy bien”.

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Después de un largo día de trabajo, Amilcar es rebido por uno de los retratos que decoran las paredes de su casa..

A pesar de toda su abundancia hay algo enfermizo en el paisaje del Valle Central de California. A solo unos kilómetros de la casa de Ernesto, en Mendota, el aire es pesado, de un color gris café, contaminado por los camiones que pasan por la autopista 99, cargando frutas y verduras que serán empaquetadas, enviadas y colocadas en las repisas de los supermercados de todo el país. La contaminación no permite ver los rayos de luz que iluminan el campo, desdibujando las siluetas de los sembradíos contra el horizonte. El campo en pueblos como Mendota, Huron y Raisin City tiene un ambiente tóxico. Por muy productivos que puedan ser y por más cosechas que tengan, muchas de las plantas que allí se cultivan están enfermas. Es un paisaje maltratado, excavado, explotado y saqueado de todo lo que puede ofrecer.

Una mañana de invierno, seis meses después de que Ernesto y yo nos encontráramos por primera vez, fui a buscarlo a las tierras en las que trabajaba —ahora secas y yermas—. Quería ver con mis propios ojos las condiciones de trabajo de estos jornaleros que, paradójicamente, pese a ser tan importantes para que el ciudadano medio estadounidense pueda llevar su estilo de vida, trabajan de forma ilegal. Sentía curiosidad por conocer su día a día y saber cómo las empresas —sus capataces y trabajadores— justificaban el empleo de menores de edad como Ernesto, quienes fingían ser adultos para poder optar a un trabajo. Pero la última cosa que quería era que Ernesto perdiera su trabajo, así que llegamos a un acuerdo para evitarlo: una vez que él llegara al campo, me diría dónde estaba trabajando (se le asignaba a diario un área diferente), y yo aparecería y le haría al equipo preguntas generales sobre la cosecha.

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Por si el plan no funcionaba, acampé fuera de su casa, desde donde vi, en la penumbra y el frío de la mañana, cómo una camioneta blanca se acercó y tocó el claxon. Ernesto salió corriendo, con su bolsa de comida en la mano, como un niño que va tarde para coger el autobús escolar. Seguí al vehículo pero lo perdí de vista después de unos minutos. Había decenas de camionetas blancas por las calles de Mendota a las seis de la mañana.

Aun así, llegué a Madera, un pueblo donde Ernesto me dijo que estaría ese día podando los almendros, y esperé el mensaje de teléfono que dijo que me enviaría si nos llegábamos a separar. Una hora después mi teléfono vibró: “Calle 12 en el lado norte, donde hay naranjas”.

Yo estaba lejos de ahí. En ese momento me di cuenta de que Madera es tanto un condado como un pueblo. El pueblo en sí consiste en unos 26 kilómetros cuadrados de campo, en los que hay una Avenida 12, una autopista 12 y una Calle 12. Rápidamente descarté la Calle 12, que solo discurría unas pocas manzanas por el pequeño centro de Madera. “¿Carretera o avenida?” le pregunté en un mensaje. “Carretera” respondió. Así que conduje unos 16 kilómetros desde el inicio de la Carretera 12 del Condado de Madera, fijándome en si había algún naranjo. Circulaba por la carretera llena de baches, hielo y polvo con mi Volkswagen plateado, una verdadera tartana. Había árboles a ambos lados de la carretera, pero nada de naranjos. El coche cada vez iba peor y mi búsqueda perdía sentido con cada kilómetro que avanzaba.

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Había recorrido sin fortuna cada rincón de la Carretera 12, me dirigí a la Calle 12, una amplia vía que discurría de este a oeste y por la que los camiones se dirigían a las grandes extensiones de campo: surcos polvorientos, siluetas de árboles sin fruta. A diferencia del verano, cuando las camionetas y los autobuses llenos de trabajadores abarrotaban el campo y las carreteras, no se veía ni un alma.

Cuando estaba a punto de rendirme y dar la vuelta, vi una hilera de naranjos junto a una carretera más adelante, una zona en la que crecían mandarinos, la referencia que estaba buscando.

Mientras avanzaba por la Avenida 12, flanqueado por frondosos mandarinos, con la esperanza de toparme con la parcela de almendros de Ernesto, me vino a la cabeza un chico de 17 años que aparecía en un informe que leí del Observatorio de los Derechos Humanos. En su primer día de trabajo en los huertos de naranjos en Florida, el muchacho fue atropellado por un camión de carga. Pero sin la presencia de los humanos y sus locuras, estos huertos tenían un aspecto magnífico (excepto por la cantidad de fruta podrida que se acumulaba bajo los árboles). Sus vivos colores contrastaban con el oscuro paisaje invernal que acababa de atravesar. Luego, efectivamente, entre los mandarinos, tal como esperaba y como había dicho Ernesto, llegué a un huerto de almendros donde había un grupo de hombres repartidos por las hileras de árboles, sacudiendo las ramas más altas con palos. Aunque no podía ver sus caras desde la carretera, sabía que entre ellos se encontraba Ernesto.

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Así que me situé a un lado y esperé. Un trabajador del programa de educación para migrantes que había entrevistado previamente me había explicado el mecanismo de las propiedades y el flujo de dinero en los campos. Casi siempre el dueño del terreno lo alquila a una empresa, en este caso, Cottonwood Creek Farms, según el Departamento de Agricultura del Condado de Madera, que es dueño de los árboles y, por ende, de la cosecha de almendras. Otra empresa, un contratista, se encarga de contratar la mano de obra. Con todos esos niveles de propiedad —terrenos, viveros, gente— a la industria agrícola le resulta fácil lavarse las manos en los casos en que se produce una violación de la legislación laboral, como la contratación de trabajadores indocumentados y jóvenes, por no mencionar la inmoralidad de pagar tan poco por un producto tan sumamente rentable. Casi todos los equipos de trabajo en el valle tienen trabajadores sin documentos, y de los 15 campos que visité en los cinco meses que duró este reportaje, conocí a trabajadores menores de edad en casi cada uno. Estas empresas actúan como si fueran diferentes entidades y evaden responsabilidades de las infracciones legales y morales.

Intencionadamente o no, las empresas agrícolas se benefician de la vulnerabilidad y el miedo de los trabajadores indocumentados. Para ellos, especialmente los niños, el hecho de denunciar abusos como la falta de agua, de sombra o de baños, los abusos de sus capataces, el robo de sus salarios, o los bajos importes de los mismos —todos ellos muy frecuentes en el Valle Central, según la Fundación para la Asistencia Legal en las Zonas Rurales de California, desde la que se defiende al colectivo en los pleitos— podría costarles el trabajo.

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Mientras tanto, las pequeñas organizaciones legales, como el programa de Educación para el Migrante o la Fundación para la Asistencia Legal en las Zonas Rurales de California, no tienen la capacidad ni los recursos para obligar al cumplimiento de la legislación laboral vigente y se ven obligadas a defender cada caso de forma individual. Pero los casos que terminan en los juzgados son pocos, pequeñas espinas en el costado de grandes empresas con beneficios multimillonarios. Según un informe del Observatorio de los Derechos Humanos, entre 2005 y 2008, 43 niños murieron mientras trabajaban en los campos de Estados Unidos o en empresas envasadoras, una cifra que no incluye trabajadores menores de edad que se hacen pasar por adultos, algo imposible de calcular.

Mientras estos trabajadores jóvenes ofrecen mano de obra barata e ingentes ganancias a la industria agrícola, el número creciente de menores sin acompañantes mayores de edad pone contra las cuerdas al gobierno federal: la Oficina de Reubicación de Refugiados está obligada a acoger a los menores de edad que son detenidos, así como a alimentarlos, brindarles seguridad y asegurar que sean transferidos a la custodia de adultos responsables. Este proceso requiere recursos humanos y dinero. Antes del repunte de entradas al país en 2012, el presupuesto para menores de edad indocumentados sin supervisión de un mayor era de aproximadamente 150 millones de dólares; en 2014, el gobierno federal elevó ese número a 495 millones de dólares. Si a estos añadimos los que fueron detenidos, la mano de obra barata de las empresas agrícolas resulta no ser tan barata como las frutas y verduras frescas disponibles a la venta en supermercados de todo el país.

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Un autobús en Hurón espera para recoger trabajadores para llevarlos a los campos de melones y almendras.

Ernesto me dijo que su equipo tendría un descanso para comer alrededor de mediodía, así que a mediodía dejé mi coche a un lado de la carretera y me acerqué con sigilo ala parcela, ocultándome tras las hileras de árboles. Finalmente me topé con una camioneta blanca. Los trabajadores estaban descansando, se estiraban bajo la sombra que ofrecía el coche, mientras los otros se recostaban contra los arboles cercanos, sorbiendo un refresco en silencio. Me presenté, preguntando donde podía encontrar al capataz. Entre el equipo de hombres pude ver a Junior, el chico de 19 años que me había dicho que estaba muy viejo para aprender otra cosa que no fuera el trabajo en el campo. Tenía el pelo perfectamente peinado y la barbilla apoyada en la rodilla. Se sorprendió de verme y rápidamente apartó la mirada.

Luego, de reojo, pude ver a Ernesto. Llevaba una vieja gorra de béisbol y una camisa blanca y limpia y estaba recostado en una camioneta cargada con almendras. Sus botas de trabajo y los vaqueros estaban cubiertos de polvo. Junto a sus pies había cáscaras de mango.

Intercambié unos cuantos cumplidos con el capataz, un agradable salvadoreño entrado en los cincuenta, del cual Ernesto ya me había hablado: “es un gran patrón. Nunca nos trata mal”. Mientras el capataz y yo hablábamos, Ernesto parecía un poco nervioso, se puso de pie y caminó entre los árboles hasta que lo perdí de vista. No le pregunté al capataz sobre Ernesto, o si sabía que era menor de edad. Ya se habría dado cuenta de que uno de los miembros de su equipo era solo un niño, y también sabría que era ilegal que Ernesto estuviera allí, porque era mediodía y debería estar en la escuela.

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Yo no pregunté, en parte, porque no quería meter en problemas a Ernesto, pero también porque no parecía el lugar ideal para enredarse con cuestiones morales. Al fin y al cabo, Ernesto quería ese trabajo y lo necesitaba para sobrevivir. El capataz, un jornalero al que habían ascendido, y su equipo de trabajadores adultos tenían cosas por las que preocuparse: su situación ilegal, su necesidad de un salario, sus propias deudas, su propias familias aquí y en sus países. Así que ellos, como pasaba en el resto del sector en general, hacían la vista gorda. Todo el sistema de cultivar, recolectar y envasar —y como resultado, comer— alimentos depende de esta ignorancia consciente.

Así que opté por preguntarle al capataz sobre los detalles del trabajo que realizaban él y su equipo. Durante la temporada alta de la cosecha, me explicó que las máquinas pasan entre las filas de árboles y los sacuden hasta que caen las almendras. Pero las máquinas no lo recogían todo. Ernesto y sus compañeros eran el equipo de limpieza.

“Mira”, me dijo, señalando al suelo. Era un área cubierta de vainas de almendras, que parecían bellotas redondas cubiertas de musgo. Tomó una del suelo y la abrió para mostrar, para mi sorpresa, una almendra dorada.

“¡Pero se desperdician muchas almendras!” dije.

“Así es”, dijo encogiéndose de hombros. “En cada cosecha, se pierde algo”.

Amilcar ien su patio trasero

Después de mi visita al campo de almendros, durante algunos meses no vi a Ernesto ni a Amílcar. Estaba ocupada con mi trabajo de día: soy maestra para niños migrantesen Oakland, California, muchos de los cuales no están a cargo de ningún adulto. Por su parte, Ernesto y Amílcar continuaron podando almendros mientras Ernesto esperaba a que se celebrara el juicio.

El trabajo disminuía durante la temporada festiva de diciembre, a causa del frío y la lluvia. Los días sin trabajo son aburridos, dijo Amílcar. Ernesto estaba muy nervioso, estaba preocupado por la posibilidad de que lo deportaran. Además, no tener trabajo significaba no tener dinero. Otros chicos que conocían se desplazaban por California o fuera del estado, hasta Washington o Texas o Arizona, buscando trabajo en la cosecha de invierno. Pero Ernesto y Amílcar tenían miedo de irse a la cosecha porque no tenían documentos. Mendota era un lugar que conocían, tenían contactos de trabajo y se sentían a salvo del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (conocido por su acrónimo en inglés, ICE). Para colmo, el estado de California había declarado un estado de sequía. Por eso, algunos trabajadores de campo ni siquiera estaban preparando la tierra para cultivar en verano, porque el estado estaba subiendo el precio del agua y los no había previsiones de lluvia. Así que Ernesto y Amílcar esperaron, completamente a merced del tiempo.

A principios de enero, Ernesto se dirigió al porche de su casa para recoger el correo. Encontró una carta de la oficina de migración de San Francisco, que se había hecho cargo de su caso:

Le informamos de que [su] se ha fijado una audiencia para su caso ante el Tribunal de Inmigración para julio de 2015… Si no comparece a la audiencia [usted] podría ser puesto bajo custodia por el Departamento de Seguridad Nacional.

Cuando logró entender la carta, pasado un momento, se quedó muy sorprendido: habían pospuesto la fecha de su audiencia —en la que se decidiría su futuro— para julio de 2015. El ICE estaba saturado. Ahora ya no sabría si lo deportarían en marzo o abril del 2014, como esperaba, sino que tendría que esperar otro año y medio. Habrían de pasar dos años más desde que cruzara el Río Grande en una lancha hasta que pudiera comparecer ante un tribunal.

En cierta manera, este giro inesperado le beneficiaba. Como tantos otros jóvenes perdidos antes que él, Ernesto permanecería en el limbo, a merced de las vicisitudes de los tribunales, los pandilleros, los mercados, las cosechas, la lluvia y el sol de California. Es muy probable que pase el resto de su juventud trabajando con esa incertidumbre.

La última vez que vi a Ernesto, en su casa en Mendota, me dijo —con un optimismo encomiable— que él veía como algo bueno tener que esperar a que se celebrara su audiencia. Seguiría en Estados Unidos, trabajando, y no en Honduras, y de momento eso ya era lo bastante bueno. “Me tomaré tiempo para buscar un abogado”, me dijo. Su tío, que ahora estaba en“alguna parte del norte”, le prometió ayudarlo con eso, aunque cuando quise indagar más, no fue muy claro respecto a cómo, cuándo y con qué dinero iba a hacerlo.

Aun con un abogado decente, las probabilidades de Ernesto de obtener asilo y, por tanto, un visado, eran las mismas que las que tenía de ganar la lotería. Ser víctima de la violencia de las pandillas no constituye un alegato muy válido para el gobierno de los EUA, y Ernesto no tiene pruebas concretas que lo demuestren. Según la Comisión de Mujeres Refugiadas, se conceden muy pocos casos de asilo basados en argumentos de persecución de pandillas, porque es muy difícil argumentar, como en el caso de Ernesto, que el acoso que han sufrido se deba a motivos personales o se trate de algo más allá de la violencia generalizada en la región. En otras palabras, Ernesto no tiene las de ganar.

Le pregunté qué le dirá al juez cuando finalmente llegue la fecha de su audiencia.

“Bueno, mi abogado me ayudará con eso, cuando encuentre uno”.

“¿Y si no encuentras uno?”

“Yo creo que le preguntaré al juez si me puedo quedar de alguna manera”.

Le pregunté cómo se sentía respecto a la más que probable posibilidad de que lo deportaran, de ser enviado de regreso a casa y a sus problemas anteriores.

“Si me mandan a Honduras, no volveré a mi pueblo. Es demasiado peligroso”. Dijo que los pandilleros que los amenazaron desde un principio lo reconocerían. “Así que yo creo que me iría a otro lugar”.

“¿Dónde?” le pregunté. “Bueno… nunca se sabe”.


* Debido a lo delicado de su situación legal, los nombres de algunas personas en el artículo han sido modificados por petición suya.

** Todas las fechas se refieren a años fiscales, que van del 1 de octubre al 30 de septiembre.