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Materia Prima

Analfabetas de emociones

¿Por qué lo hice? ¿Por qué siendo criada por un analfabeta de emociones tuve hijos?
Foto pot Santiago Salguero.

Mirar la maestría de un niño tan precoz, imperturbable, tan dejándose llevar por el Fur Elise de Bethoveen, amortiguando la náusea del sinsentido de las seis de la tarde del metro en Nueva York. El padre vigilante. Es mejor no detenerse demasiado en el rostro de ese padre, nos haría bajar la cabeza y pensar en lo que no se hizo o se hizo mal. Su indiferencia nos hace sentir fantasmales, ellos son lo único que existe, ellos y esa ley que mueve los dedos del niño por donde se deben mover como nada lo ha hecho jamás. ¿Y si me acerco? ¿Podría tocar la cápsula que los separa del resto, que los convierte en material de exhibición? La indiferencia de ambos, sobre todo la del padre, contrasta con lo que hacen: exhibir la capacidad sobrehumana del niño en una estación de metro. Su presencia irradia una disciplina íntima que desencaja con Times Square. Pensar que lo que uno percibe tan sublime y fuera del mundo tiene de por medio una transacción económica. Pero por otra parte, aquí o en donde sea, el niño tiene que practicar, supongo que pensará el padre, y si además pueden sacar dinero del ensayo, ¿por qué no? Ganarse la vida exhibiendo la educación musical de un hijo. El niño está trabajando, se dice que los niños no trabajan, sí, está ensayando, pero le dan propinas. Sin embargo, en un país como este, donde supuestamente cuidan a los niños más que a nada, alguien ya los habría denunciado si estuviera mal. No quiero emitir un juicio, pero no puedo evitar preguntarme si el niño lo disfruta.

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Una vez lo vi sentado junto a su padre esperando su turno para tocar después del hombre traje musical que incorpora un saxofón, una armónica, una guitarra eléctrica, una batería. El niño no miraba al hombre-música. Mientras esperaba, sostenía en sus manos unas tarjetas desgastadas de Súper Triunfo, o lo equivalente a Súper Triunfo en chino; las tocaba con las yemas de los dedos como jugando con un smartphone. Pensé que el padre lo tiene claro, nada de tecnología, nada de embrutecedores, nada de amigos; la vida es del piano. Si no es así, el niño se echará a perder. En medio de la paradoja, entre el padre que tiene razón pero es excesivamente severo, entre la dedicación del padre para que el hijo se sacrifique por el arte y los deseos del niño, pienso en el exterior de la cápsula, en ese padre y ese hijo de vuelta en casa, en lo que hablarán (si es que hablan), en lo que la madre les tendrá de comer (si es que hay madre), en qué será de ese niño cuando sea un hombre.

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Antes, para ser más exacta, el antes del almidón y la plancha, el antes de las tierras sin fin en que se criaron mi papa, mis abuelos, mis bisabuelos y tatarabuelos, y de ahí hacia atrás hasta lo que para mí constituye el principio de los tiempos, se creía que los niños pertenecían a una categoría inferior, que solo se diferenciaban de los animales por permitírseles permanecer en la cocina con "el servicio". No debían asomarse mucho a la sala ni a los lugares de los adultos. Los niños comían y jugaban en la cocina; a los niños no les daban chocolates porque no tenían la sensibilidad para apreciarlos, aunque algunas veces les daban copitas de aguardiente para que fueran entrenándose en el sabor de la vida adulta. Como por lo general en las casas había jardines, les ordenaban permanecer fuera y solo los dejaban entrar apenas la visita se hubiera ido. Cuando cumplían una edad razonable los mandaban a internados de los que volvían por fuera hechos piedra y por dentro baba inconjugable. Si les pegaban, no había nadie a quien contárselo; si los violaban y contaban, nadie les creía, era parte de una fantasía, o tal vez les creían pero preferían hacerse los que no. ¿Qué se podía hacer? Mejor como si no hubiera pasado. Hubo una serie de seres humanos, quienes, desgracia de haber sido niños en una época donde no se debía serlo, se volvieron analfabetas de emociones.

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A mi papá cualquier sentimentalismo le da alergia; le tiembla el amarillo de los ojos y se pone tan incómodo. Por eso, me llama la atención su relación con los niños. A pesar de que en su infancia los niños pertenecían a una categoría inferior, le encanta que mi hermana y yo nos hayamos reproducido con tanta prolijidad. Le encanta tener niños alrededor, con ellos se entiende sin palabras. El problema es cuando empiezan a crecer.

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Cuando mi papá juega a ser niño es cuando más miedo y más fascinación nos produce; nos lleva a buscar un límite de qué agarrarnos para poder ver el espectáculo en primera fila. Esa idea que tuvo de meter mierda de perro en bombas plásticas y lanzárselas a los vecinos ruidosos que no lo dejan dormir. ¿Y cómo piensas meter la mierda dentro de las bolsas?, le preguntamos. Por supuesto, pagándole a alguien para que lo haga, por supuesto, una suma tan nada despreciable que nos tienta.

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Es rarísimo pensar que todos hayamos sido niños alguna vez. Cómo nos resultan de ajenos, y sin embargo, nosotros también fuimos eso que produjo esa extrañeza, nosotros también esa arma quita máscaras contra las que nos sentimos tan desprotegidos.

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Muchas veces me he hecho la pregunta, ¿por qué lo hice? ¿Por qué siendo criada por un analfabeta de emociones tuve hijos? ¿No era acaso esa una sentencia de que yo también criaría hijos con el analfabetismo heredado de mi papá y entonces mis hijos también serían unos analfabetas emocionales y también sus hijos y los hijos de sus hijos y así? ¿Por qué tan joven? Tenía 23. A los 18 pensé en sacarme el útero. Lo que quería era ser escritora y las escritoras no tienen hijos, por lo menos no las que a mí me gustan. Creía con convicción lo que Fernando Vallejo promueve en sus discursos, eso de para qué violentar la pureza de lo inexistente y condenarlo a la existencia. Sin embargo, aunque lo que dice Vallejo me parecía (y me parece) poético y práctico, me sorprende que la vida prime sobre la no vida, ¿o para qué 250 millones de espermatozoides liberados en cada eyaculación? ¿Por qué si lo inexistente está tan plácido en su inexistencia, se toma la molestia de producir posibilidad de vida a gran escala? ¿Por qué ese ejército para asegurar que la vida quede bien viva?

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Tenía 22 cuando sentí el llamado de lo inexistente, de comprobar con mi cuerpo que de verdad tenía el poder de crear vida. Alzaba a una de mis sobrinas que en ese momento debía tener seis meses. Toqué la suavidad de su nalga y así, 22 años, poseída por el instinto. Hasta ese momento todas mis relaciones amorosas habían sido un desastre (siguen siéndolo) y, en medio de la ebullición que sentía, del deseo irrefrenable de un hijo, tenía claro que quería darle a ese hijo el regalo de una familia libre de los yugos de la pasión, la ira, los celos, pero sin caer en el analfabetismo emocional. Para lograrlo, tenía que encontrar un buen equipo. Una persona que yo sabía iba a poder amar para siempre, que nuestra relación no estuviera contaminada por la pasión, la ansiedad, la dependencia. Así fue como les dije a mis amigos Daniel y Pedro que tuviéramos un hijo. Un hijo criado por amigos que se aman, nuestra utopía.

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Le dije al pediatra, Dígame qué tengo qué hacer, suplicándole entre líneas que no me dejara sola con esas dos criaturas de llanto y babas y piel rosada y piyamitas de recién nacido, o que hiciera algo para que me dejaran unos días más en la clínica, y él sonrió y me dijo que nada, que lo único que tenía que hacer era darles mucho amor. ¿Amor? ¿Sólo amor? ¿No viene ya el amor con todo esto?

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Cuando uno lo piensa demasiado lo mejor es no hacerlo, porque al poner la decisión de tener un hijo en una balanza de pros y contras, ganan los contras. Gana el qué responsabilidad, qué gasto, qué falta de. Tener un hijo es una mediación entre la inconsciencia de tenerlos y la consciencia de preparar el territorio para su llegada. Prepararlo de una manera atenta, amorosa. Empiezo a hacerme tantas preguntas: ¿Para qué estoy educando estos niños? ¿Para quién? Sí, para que sean felices, pero ¿para qué? ¿En qué repercute su felicidad? ¿Es verdad que la felicidad los puede hacer buenas personas? ¿Tengo el poder de hacer a mis hijos seres humanos felices (y buenas personas) si hay tantos casos en los que los padres (y en especial las madres), con nuestras decisiones "atentas" sobre lo que creemos mejor para ellos, destrozamos sus vidas, los volvemos monstruos? ¿No creía mi abuela que hacía bien al mandar a sus hijos a estudiar en internados? ¿No creían los tíos que era importante darles aguardiente como antídoto contra la horrorosa infancia, para que luego, la mayoría de esos niños, se volvieran alcohólicos? ¿Antes los padres eran inconscientes y ahora somos conscientes? Si nunca sé dónde dejo mis gafas, mi celular, mi billetera y pierdo un montón de tiempo acordándome de qué tengo que hacer y hago una lista de todas mis tareas una y otra vez y tengo como diez libretas de notas empezadas y dejo a medias los libros que comienzo, ¿cómo pretendo ser la encargada de la educación de mis hijos?¿Cómo sé que eso que considero importante hoy es de verdad importante y que no vendrán después generaciones futuras a desbaratarlo y verlo como descabellado, inútil, cruel? ¿No he visto incluso a madres consagradas, que alardean de una paciencia ancestral, llegar a unos picos de irritación e inconsciencia que desembocan en grito o jalón de pelo o pellizco de brazo?¿No han fracasado incluso los modelos pedagógicos que creemos geniales —los Montessori, Waldorf, Suzuki— precisamente porque la educación se sale de los modelos y lo que le funciona a unos niños no le funciona a otros? ¿Tengo la capacidad de reconocer, enfocar, saber escuchar las necesidades de mis hijos?

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No tengo ni idea de qué hablo cuando hablo de felicidad, por lo menos no cuando me refiero a mis hijos. He podido observar ciertas cosas que tienen más que ver conmigo: 1. Que entre más manos haya, menos gritos, más calidad en la distribución del tiempo. 2. Que gracias a la familia que tengo me puedo dar el lujo de escribir, y hasta más: estudiar, salir, tener novio, viajar; no me siento abandonando a mi familia (a veces sí, pero esa es otra historia), ni partiendo la vida de mis hijos en pedazos, porque finalmente compartimos la vida juntos, y así como yo he podido irme, también los papás se van a veces. Los niños parecen entenderlo 3. Los niños se han convertido no sólo en un motor, también en un escudo contra situaciones que antes me derrumbaban. Por ejemplo, me blindaron contra las penas de amor. Cuando mis amigos sin hijos me cuentan lo que sufren, me cuesta trabajo entender, aunque yo misma pasé tantas veces por lo mismo. Lo que me preocupa ahora es despertarme a tiempo, hacer comida saludable, que mis hijos hagan las tareas y no se enfermen.

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Ahora que mis hijos se están haciendo grandes y empiezan a entender, y a crecer como árboles de preguntas, en el colegio les están introduciendo el tema de la familia. Pensé que había que contarles esta historia, su historia, pero no de cualquier manera, y entonces apareció la pregunta: ¿Cómo debo contarles a mis hijos esta aventura de juventud de la que ellos son producto? Veo cómo ahora las cosas funcionan de esta manera tan orgánica, como si nuestra familia fuera incluso más natural, o tal vez es natural porque corresponde a un tiempo de cambio del paradigma de la familia. Me pregunto si en este caso habrá que hacer tanto preámbulo, después de todo, ¿no son ellos quienes mejor conocen esta historia? ¿No son ellos la mejor explicación de su propia historia?

Pero ellos preguntan y yo a veces, la mayoría, quisiera no estar tan desarmada para responder ¿Es normal tener dos papás y una mamá? ¿Por qué no tenemos también dos mamás? ¿Por qué los demás niños no tienen dos papás? Siempre la respuesta es: Hay muchos tipos de familias, etcétera. Ellos, a pesar de las preguntas, parecen sentirse orgullosos y tranquilos con su situación.

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La aparición de Alicia y Salomón me hizo creer que todo lo llamado a ser nacido nace. Siento que los niños tomaron parte en esa decisión; que desde su inexistencia nos escogieron como un canal, que a través de nosotros podían decir algo. Aún no sé bien qué. Tal vez eso responda a mi pregunta sobre para qué los educo, para que puedan decir lo que vinieron a decir, pero, ¿cómo educar con este fin?