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Cultură

Cómo resolví el problema de no ser el ama de casa ideal

No domino el arte marcial de doblar la ropa y tampoco he encontrado una forma de doblar la sábana con elásticos sin perder un poco de dignidad en el intento.

Hace poco, unas semanas a lo sumo, me disponía a pagar algunas cosas en el supermercado. Le pasé a la cajera tres zanahorias transgénicas, una cebolla, cuatro tomates chontos y un par de mangos de un rojo incendiado: dos corazones de dioses iracundos. La cajera puso cada cosa en la pesa digital y una pantalla de computador indicó los precios. Todo iba bien, pero, llegado el turno de los mangos del Olimpo, la niña ojeó la bandeja y luego se me quedó mirando con el rostro petrificado por unos segundos.

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Quedó congelada, detenida en el tiempo, lívida entre su delantal. Anticipando la advertencia con los ojos, muy preocupada, me dijo: "…están a ocho mil pesos, los mangos…". Yo solo atiné a subir las cejas y le respondí: "¿y qué pasa con eso?". La señora que iba detrás de mí, en la fila, me miró como si la nave madre de las amas de casa hubiese zarpado hace siglos, con todas las mujeres a bordo. Todas menos yo. Entonces pregunté: "¿y es que, normalmente, cuánto cuestan los mangos?". La vecina y la cajera se miraron y, como haciendo honores al primer útero del universo, me respondieron en coro: "¡cuestan la mitad!". Después me explicaron –con algo de pesar, valga decirlo– que no estaban en cosecha y que por eso se había elevado el precio. Yo, pues nada, pagué los mangos más caros del altiplano, agarré mis bolsitas y salí del supermercado cargando la única verdad que reina en mi vida desde hace unos años: no sé nada. De nada.

Así es. Desde que decidí comprar un apartamento con mi novio e irme a vivir con él me di cuenta de que, así como me pasó con los mangos, había otro mundo de cosas nuevas que ignoraba, como un universo femenino en medio del cual me sentía irremediablemente perdida y frustrada.

Cada vez que escuchaba la ronda del "arroz con leche, me quiero casar" se me encaramaba un escalofrío por la nuca. Esa cancioncita me recordaba, uno a uno, mis fracasos: no sé coser, no sé bordar y, como si fuera poco, tampoco sé cocinar. Y para mí la canción siempre se fue más larga, porque no sé calcular porciones y tampoco llevo la cuenta de lo que hay en la despensa. No domino el arte marcial de doblar la ropa y tampoco he encontrado una forma de doblar la sábana con elásticos sin perder un poco de dignidad en el intento. No plancho. No sé cuidar las matas. No sé ahorrar dinero. No acumulo cupones. No sé ni usar el trapeador. No sé nada.

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Cuando niña tenía expectativas y hasta hace pocos años tuve fe en que lo lograría. Imaginaba que algún día sería una gran ama de casa. Creía que el talento para la cocina y los deberes del hogar iban a brotar naturalmente en mí. Pensaba que cuando me fuera a vivir con mi esposo todo se iba a dar fácilmente, por obra y gracia del amor. Pero mientras el peso de las bolsas del supermercado me halaba hacia el suelo y pensaba en esos putos mangos que costaron una fortuna. Me di cuenta de que no soy el tipo de mujer esperaba ser y después de mucho contrastar la expectativa y la realidad, no tuve otra opción que aceptar mi fracaso.

Así que en medio de la derrota y mientras me convencía de que –una vez más– se iban a podrir todas las verduras que había comprado, comencé a preguntarme si no ser una buena ama de casa me hacía una esposa miserable, una desgracia de compañera, o si me convertiría, algún día, en una mala madre.

Y como no sé nada, de nada, me atreví a suponer que, como todo el que no nació para llenar sus propias expectativas, tendría que comenzar a buscar mi propia manera de ser "la mujer de la casa", olvidándome de los trucos de las abuelas y fabricando unos nuevos, eligiendo mis propias armas para no morir en medio de las tormentas de Clorox y las balas de la presión social. Algunas cosas me han funcionado:

En la cocina, por ejemplo, decidí hacer lo mismo que mi papá en las fiestas de Navidad: engañar. Así como él tira ese único pasito universal que le sirve para bailar decentemente cualquier ritmo, y de paso quedar como un rey, yo uso la mostaza Dijon para solucionar cualquier comida y quedar como una princesa. Así embolato cualquier huevo frito y hago que cualquier sanduchete de queso sepa a croqué Monsieur. Peco, síu, pero rezo y luego empato.

He orientado mi vida espiritual hacia la adoración de una deidad de ébano y trencitas llamada Janet. A ella la espero cada ocho días con un ansia shakesperiana para que componga en un solo día todo lo que yo descompongo entre semana. Yo le pago lo justo, le charlo, le echo flores, la dejo poner su música y ella le devuelve el equilibrio a mi universo. Le hace el café a mi marido, prepara comida para toda la semana, limpia el polvo, los baños, los techos, las esquinas y deja toda la casa cubierta con un aura límpida que me ayuda a vivir en paz. Sí, soy un fracaso, pero siempre tengo medias limpias.

Decidí que iba a esforzarme por alimentar el amor, pero a mi manera. Claramente, nunca espero a mi marido maquillada, ni bien vestida y mucho menos puedo prepararle las berenjenas como le gustan –ni siquiera la pasta con atún– pero me traigo mis mañas para caminarle por la casa justo con los calzoncitos que le voltean los ojos. Puedo retarlo a contiendas de Mario Kart llenas de fuego, gritos y ardor. Tengo secretos que solo le cuento en la ducha, puedo tumbarle la democracia con argumentos y tengo una historia para contarle todas las noches, como Scheherezade. Yo sé cómo incomodarlo y cómo hacerlo reír para que la vida no le dé tan duro, y aunque no soy el ama de casa ejemplar, he logrado que él me repita con amor, que yo soy su mujer y que yo soy su casa.

Desde que me puse a buscar mi propia forma de ser la mujer, con un hombre, en un hogar, me fue mejor. Obvio, sigo perdiendo con el yogur vencido, y la ropa arrugada y la nevera vacía. Pero nadie duda que perder es ganar un poco.