Un adelanto de 'Las mutaciones', Jorge Comensal

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Un adelanto de 'Las mutaciones', Jorge Comensal

La escritura de Jorge Comensal está llena de destellos. Es robusta pero saltarina, como un peso completo que se deshace en 'shuffles' entre jab y jab.

Las mutaciones de Jorge Comensal es el libro más reciente de la novísima Ediciones Antílope, casa editorial capitalina con un par de libros interesantes en catálogo (una colección de ensayo y poesía que no defrauda a la pila bautismal: Arbitraria; y Los que regresan, poemario de Javier Peñalosa) y que ahora se aventura a recorrer los caminos de la ficción. Primera novela para los antílopes, primera para Comensal. Pero hay algo de esta mancuerna debutante que nos da la impresión de no checar. Ni la edición ni la prosa parecen de primera vez. La escritura de Jorge Comensal está llena de destellos. Es robusta pero saltarina, como un peso completo que se deshace en shuffles entre jab y jab. Es decir: tiene un ritmo condenado, pero eso no le impide acotar por aquí y por allá, con tino y sobre todo con humor punzante, casi doloroso, algo que echamos siempre en falta en el multifamiliar de nuestra litmex tan grave, tan prudente y tan circunspecta. Acá un adelanto de Las mutaciones y, ya que están por acá, presten ojos al réquiem por las vaquitas marinas que Comensal compuso para VICE hace un tiempo.

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Por más que hayan nacido tiernos, suaves y jocosos, los oncólogos siempre acaban dominados por la melancolía. Ningún otro especialista, ni siquiera el médico forense, sostiene relación tan familiar con la desgracia. El alma del oncólogo se ausenta para no pudrirse. Cuando un paciente incurable le suplica un mendrugo de esperanza, el médico no puede darle a comer mentira, no le toca ser piadoso sino profesional.

¿Qué clase de vocación, la oncología, qué tipo de revancha o recompensa comporta esa especialidad? ¿Qué caminos llevan a carrera tan sombría, vocera de la desgracia, administradora de curas atroces y fármacos letales? Al mirar el rostro de un oncólogo es preciso recordar que adentro existe un móvil, una causa, un trauma del inconsciente, un heroísmo masoquista, una macabra curiosidad; acaso el deseo de emular al padre, de matarlo o complacerlo, o de obtener la residencia en un hospital para ricos. El consultorio del oncólogo es la escena de un crimen psicológico; detrás de los diplomas que adornan sus paredes hay motivos que huyen de la luz.

El galeno melancólico tiene la piel estéril y el corazón helado. El calor de los pacientes no lo aviva, pero a veces sí un cáncer fogoso, un tumor impresionante, un tigre solitario que despierta su instinto de cazador.

Aldama levantó el teléfono y llamó a Luis Ramírez, patólogo del Instituto Nacional de Cancerología. Quince días antes le había pedido, como un favor personal, que revisara las muestras del sarcoma que acababa de operar. A Aldama no le simpatizaba la vulgar extroversión de Ramírez, pero había recurrido a él porque era un virtuoso a la hora de clasificar tejidos enigmáticos y entender lo que llamaba "la pinche idiosincrasia celular".

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—¿Le hiciste una biopsia a Godzilla o qué onda? —dijo Ramírez.

—Me llamó la atención desde el principio —le respondió Aldama—, y tengo mucho interés de saber cómo lo viste.

—Cuando lo puse en el microscopio yo dije: Estos pendejos me confundieron las placas. Los mandé a prepararme otras con lo que nos mandaste, y que las vuelvo a ver y, Ah, cabrón, dije, un sarcoma alveolar de perfil pediátrico.

—¿Pero viste la edad del paciente? —lo interrumpió Aldama.

—¡Claro! Ah chingados, dije, ni a Chabelo le pudo haber dado algo así.

—Aquí se empeñaron en que era un sarcoma de células redondas.

—Mira, a esos pinches señoritos de Harvard ponlos a sacar muestras de sangre porque no sirven para más. Esto es un rabdomiosarcoma alveolar de libro, o sea, como si tuviera apenas dos años, el cabrón.

—Pero tiene cincuenta, Luis, y no hay antecedentes familiares ni agentes mutagénicos. Es un abogado de aquí. No me explico cómo fue…

—Pues yo tampoco. Pero si averiguamos qué pasó, me cae que nos dan el premio Lasker o el Nobel.

—Bueno, no es para tanto.

—¿Cómo no? —reaccionó Ramírez, con socarrona in- dignación—, ¿cuándo habías visto algo como esto? ¿Sí sabes lo que se le puede sacar a una célula adulta que se porta como niña de kínder? La fuente de la eterna juventud, maestro.

—Me cuesta trabajo creer en esas cosas.

—Pero no vas a negar que está muy raro. ¿Tu paciente es maricón?

—No tiene sida, si a eso te refieres.

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—No —dijo Ramírez—, pero parece que anduvo chupando el pito radiactivo de Supermán.

Las carcajadas autoinducidas de Ramírez cubrieron el silencio incómodo de Aldama, a quien le parecía des- concertante que un patólogo tan eminente fuera al mismo tiempo un gañán.

—Me interesa saber —continuó Aldama cuando el patólogo paró de reír—, si consideras pertinente hacer un perfil genético para catalogar las mutaciones.

—A huevo. A estas células hay que confesarlas. Te aseguro que traen fusiones de pax7 con fox1, translocaciones de a madres en los kras, nras, el fgfr4 y otros pinches trabalenguas. Lo que sí es que si traen pedos en el gen pax3, el pax7 como quiera, pero el pax3, por lo menos en infantiles, se pone más culero.

—Por desgracia —dijo Aldama—, la clínica no me deja estar al día en oncogenética. Si tú me puedes apoyar en esto, que me ayudes a ubicar los estudios pertinentes, te lo agradecería mucho.

—Si tú me das luz verde —le dijo Ramírez—, yo le hablo a Juan Delgado, que es un genetista de la universidad, muy bueno para esto, y le digo, Juan, tenemos una cepa muy cabrona, vamos a cultivarla, la estudiamos y seguro sacamos un chingo de oncogenes anormales para un artículo de portada en la mismísima Cancer, papá.

—¿Crees que sea de esa magnitud? —preguntó Aldama, incrédulo ante el entusiasmo del patólogo.

—Se dividen en chinga loca, pero bien ordenaditas, se acomodan, sacan vasos sanguíneos, ni se obstruyen ni se asfixian. Como en una estampida. Son como unas viejas desmadrosas pero japonesas, ordenaditas. Y el pedo es cómo le hacen para hacer tanto desmadre sin tropezarse. ¿Me explico?

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Por primera vez en su tediosa carrera de diagnósticos y tratamientos ordinarios, un misterio desafiaba a Joaquín Aldama: ¿cómo había surgido un tumor infantil tan agresivo en la lengua de un varón adulto? Era tan aberrante como hallar compases de mariachi en una partitura de Bach. ¿Qué insólitas mutaciones lo animaban, qué factores de riesgo lo auspiciaron? Tendría que ser muy audaz en el diseño de la quimioterapia preventiva.

Aldama fantaseaba con ver su nombre impreso en las revistas más prestigiosas, con ser invitado a dictar conferencias magistrales y a impartir cursos en Boston, Londres y París. Saboreaba la fama de haber dilucidado las causas de un sarcoma aún más raro que el responsable de aniquilar a Hugo Chávez, a quien consideraba la célula maligna fundadora del tumor populista que asfixiaba a Venezuela. La ideología clasista de Aldama se fundaba en una vaga analogía fisiológica: si no hubiera jerarquías dentro del cuerpo, si todas las células gozaran de los mismos privilegios, no seríamos mamíferos inteligentes sino esponjas de mar. Por eso había que eliminar las células revoltosas, la carne amotinada, expulsarla del tejido social del organismo. ¿Cómo hacerlo en ese caso tan difícil? Ya habían extirpado el tumor, así como el tejido circundante, pero las células podían seguir ocultas en barrios impenetrables del sistema linfático. Si fueras metástasis de sarcoma, ¿qué escondite preferirías? Los ganglios del cuello, obviamente, pero ahí parece que no está. Podría haberse ido a la tráquea, a la acogedora tiroides, a la órbita ocular. Pero en la lengua, ¿por qué ahí? Cuando el cirujano maxilofacial la extrajo de la cavidad oral y la colocó, goteando una mezcla anaranjada de saliva y sangre, sobre una charola de acero, Aldama la miró con extrañeza, como si se tratara de un molusco, de una babosa descomunal, extraña a la anatomía del hombre. El ojo, la mano, el pene, incluso el páncreas tiene una marcada identidad humana, pero la lengua es un órgano excéntrico y versátil; la lengua es un artista, vicario del sabor, goloso, voceador, locuaz.

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En el periodo fetal hubo un rabdomioblasto que nunca maduró; vivió casi medio siglo, ocioso y reservado, en la lengua del paciente. ¿Por qué se resistió a volverse obrero muscular, cómo lo hizo y cuántas veces se dividió antes de convertirse en célula tumoral? Para averiguarlo, Aldama debía ponerse al día y colaborar, por primera vez, con un equipo de investigadores médicos de laboratorio. Ramírez lo había convencido de que iban a encontrar algo muy raro y valioso, digno de presentarse ante la comunidad científica internacional.

Mientras tanto, debía asegurarse de que el paciente tuviera una sobrevida lo suficientemente prolongada para ser objeto de estudios exhaustivos de adn. Tan pronto como se hubiera recuperado de la glosectomía, Aldama planeaba comenzar una quimioterapia preventiva muy audaz. Iba a tratarlo con un empeño tan sólo equiparable al que había puesto en Lorena Galván, joven de belleza lacerante que llegó a su consultorio veinte años atrás. Su dermatóloga, que había estudiado con Aldama, la refirió con él para que evaluara el aspecto de un lunar que le había salido en el tobillo izquierdo y cuya forma se parecía cada día más al estado de Jalisco. Alrededor de esa entidad amorfa se extendía un continente voluptuoso, trillones de células coludidas en un retrato hiperrealista de Parvati, la diosa más sensual de todas las mitologías. Su rostro era nocturno y felino, su cuerpo era un coctel de anfetamina y su voz un fuego brujo.

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Aldama solía palpar a sus pacientes con manos apáticas y firmes, pero fueron temblorosas al encuentro de esas piernas bronceadas por un sol tropical. De no haber sido por la holgura de su bata médica, el pantalón habría acusado una turgencia bochornosa. Al cabo de un ascenso demorado, Aldama se topó con algo grave: ganglios inflamados en el pliegue inguinal. El médico tuvo que hacer el doble esfuerzo de ocultar su ardor y sus sospechas: melanoma con propagación macroscópica de categoría M1, b o c, con pronóstico muy pesimista.

Sentado detrás de su escritorio, Aldama completó el historial médico de la paciente con preguntas innecesarias, formuladas con el único fin de prolongar su presencia en el consultorio. Con una actitud cálida y paternal, ajena a sus costumbres, concluyó la consulta con una prolongada caricia en el hombro y falsas palabras de aliento.

En su siguiente visita, Lorena volvió acompañada por su prometido, un junior apuesto y relamido que dos meses después rompió el compromiso matrimonial bajo el pretexto de que la amaba demasiado para verla sufrir así. La ruptura devastó a Lorena, y su deterioro se aceleró a partir de ese momento, al igual que los cuidados personalizados de Aldama, cuyas atenciones llegaron al extremo de acudir a su domicilio para inyectarle medicamentos que podría haberle recetado en píldoras.

La pasión trastornó todas sus opiniones y principios. Pasó de la franqueza al disimulo, de la honestidad al engaño, de la exploración distante al manoseo gratuito, del odio a los tatuajes a la contemplación absorta de la rosa que adornaba la espalda de Lorena y de la golondrina que volaba en la cintura, siempre medio oculta por la orilla del calzoncillo. Aldama quería libar el néctar de la rosa, cazar la golondrina, posar su ave en el nido de la depravación. Llegó a excitarse incluso con los gemidos de dolor de la paciente. Agobiado por la culpa y el reproche, consideró transferirla con un colega decente, de preferencia una oncóloga ciega que no fuera a caer en la misma aberración que él.

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El único antídoto contra los pensamientos depravados era su melomanía especializada en las obras de Bach. Ningún otro compositor lograba distraerlo de Lorena. En casa, se retiraba a su estudio y se administraba al menos una hora de fugas, cantatas, contrapuntos. Miraba los discos de vinilo girar en la tornamesa y quedaba hipnotizado por la órbita espiral de la aguja cayendo hacia el centro silencioso de la galaxia musical.

A pesar de su temprana conversión al ateísmo, Joaquín Aldama estaba habitado por demonios espirituales. En el colegio de los hermanos maristas había aprendido que la carne es débil y enemiga del espíritu. Había que combatirla de algún modo, con tesón y privaciones, con fármacos y bisturí. ¿No era su carrera una batalla contra la potencia destructiva de la carne? Creía que sí. Aldama carecía de lo sagrado, lo añoraba. Tenía sed de ritual y trascendencia, sacrificio y comunión; la música le daba consuelo y templanza.

¿Y cuál era el remedio más potente contra la lascivia? El arte de la fuga, interpretado al clavecín. El timbre anticuado de ese instrumento generaba una atmósfera geométrica que lo remontaba muy lejos de sí mismo, hasta una región donde la forma se desnuda en inhumana perfección. Lado B del disco tres, pieza catorce. Los tres sujetos de esa fuga lo extasiaban. Cerca del compás 170, Aldama era arrebatado por una figura veloz de la melodía más alta. Su cuerpo se estremecía de una forma sólo comparable a la del orgasmo, tanto en su fuerza como brevedad. Bach dejó incompleta la escritura de ese contrapunto al fallecer. En el compás 239, la música colapsa, el aire se paraliza, un pájaro se estrella contra un muro transparente, una y otra vez. Esa pausa entre la música y el ruido, ese instante inagotable fue la obra maestra del cantor. Aldama había escuchado muchas veces el canto fúnebre de un electrocardiógrafo conectado a un pecho muerto, pero nunca había sonado así la muer- te. Estaba ahí.

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Una noche, mientras saboreaba un concierto de Ravel con whisky de dos maltas, recibió una llamada del padre de Lorena. Su hija, a pesar del coma inducido por los narcóticos, se agitaba dando muestras de dolor. Aldama salió a toda prisa rumbo a su casa. Un golpe de adrenalina había despejado su conciencia intoxicada.

La halló entre sábanas revueltas, atormentada. Miró sus uñas, ya moradas, y sus labios, aún carnosos. Le administró un calmante definitivo y salió de la habitación. Acarició con nostalgia cada una de las letras de su nombre al registrarlo en el certificado médico de defunción.

De ese encuentro le quedó, permanente, un sabor a vinagre en la boca. Pasaron los años y los hijos, los discos y los conciertos, los pacientes y los discípulos, las amantes y los nietos. Envejeció mansamente hasta que el caso de Ramón lo sacudió con un reto.

—¿Qué tal está el pato? —le preguntó su esposa durante una cena de aniversario en un restaurante de lujo.

Aldama estaba distraído, pensando en las posibles consecuencias de incluir doxorrubicina o cisplatino en la quimioterapia. Quería agregar metotrexato, mas no sabía de qué modo iba a interactuar con las otras sustancias.

—¿Perdón? —le dijo.—¿Qué tal está el pato? —repitió ella.—Muy bueno —dijo él, sin convicción.

Acababa de leer un estudio reciente sobre la aplicación de altas dosis de interferón en niños y adolescentes con rabdomiosarcoma, pero no estaba familiarizado con ese fármaco y temía que usarlo en la fase preventiva fuese prematuro—. ¿Y tu platillo?

—Riquísimo —dijo ella, entusiasmada—. Está tan suave que parece mantequilla.

Continuaron cenando sin hablar.