Personajes de la ciudad: Roberto el cantinero

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Personajes de la ciudad: Roberto el cantinero

La Potosina es una cantina legendaria. Desde 1890, ahí se han dado cita personajes que ya forman parte de la historia de México.

Roberto Solórzano detestaba el oficio de cantinero. Eso de estar tratando con borrachos y gente necia no lo convencía. Las actitudes y comentarios de algunos clientes pasados de copas lo desesperaban y en ocasiones explotaba. Entonces les contestaba mal. Un día un parroquiano le dio un consejo: "¿Para qué te enojas? Si te sales y le pegas a alguien vas a ser un pinche abusivo. Y si te sales y te pegan vas a ser un pendejo. Y de ninguna de las dos maneras vas a quedar bien. Mejor ve conociendo a la gente. Velos tratando así. Agarra el sabor". Roberto captó el mensaje y poco a poco fue aprendiendo del trabajo de administrar bebidas a quienes tienen sed de la peligrosa.

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"Realmente era saber tratar a las personas", me cuenta. "Ahorita, por ejemplo, soportar a gente así como a este tipo que tengo aquí, ahorita es fácil. Ya los tomas de a locos, ya no hay problema".

El cantinero señala en tono de broma a un hombre, su amigo, que bebe una cerveza sobre la barra de La Potosina, el local que ha dado de comer a su familia por tres generaciones, desde los años 70 cuando su abuelo la adquirió. Aunque en este momento sólo estamos cinco personas en el lugar, las risas se escuchan por toda la cantina.

Roberto llegó al negocio familiar en 1981. Tenía 19 o 20 años cuando su novia, ahora su esposa, le dijo que esperaba un hijo suyo. Y aunque estaba apunto de terminar sus estudios a nivel media superior, el muchacho tuvo que decirle adiós al CCH Oriente, donde estudiaba, y ponerse a trabajar. Como se le metió en la cabeza que él tenía que pagar los gastos de su chamaco, su abuelo le dijo que se fuera a trabajar con él a la cantina. Primero lo puso a atender las mesas, a lavar los baños, a ayudar en todo lo que se ofreciera. Era el chalán.

"No, ya no. ¿Qué chingados hago aquí?", se decía a sí mismo cuando algún cliente se ponía necio con un tema y lo hacía enojar. Pero se aguantaba. Sabía que no los podía tratar mal porque ya no regresaban. Estaba buscando otro trabajo cuando su abuelo lo metió a la barra a preparar bebidas.

"Un día faltó un trabajador y mi abuelito me dijo 'métete'. Y ya me metí aquí y empecé a ver que había dinero, que había forma de ganar", Roberto separa los dedos pulgar e índice de su mano izquierda para simular que sostiene un fajo de billetes; la señal del dinero en México. "Y ya, me quedé aquí. El ir ganando a veces es malo porque ya nada más vas viendo. Por ejemplo, en mi caso pues era el dinero. Aquí gano bien ya para qué le muevo. Y ya me quedé, ya me quedé", disminuye el tono de voz para simular la lejanía del tiempo.

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Hace unos diez años Roberto quedó al frente de La Potosina. Su papá, ya un tanto cansado por la edad y los años dedicados al trabajo, decidió retirarse —aunque después de las cinco de la tarde se le puede encontrar atendiendo a los clientes—. Sí, tener una cantina puede sonar fabuloso para quien no está metido en el negocio, pero la realidad es otra. La Potosina se encuentra en la esquina de Jesús María y Zapata, a unas tres calles detrás del Palacio Nacional, en la zona de comercio popular del Centro Histórico de la Ciudad de México. Si esta cantina estuviera por la zona turística seguramente Roberto ya sería millonario, pero está en un lugar al que la gente aún le guarda cierto estigma.

La Potosina está rodeada de vendedores ambulantes que ofrecen todo tipo de mercancías, desde ropa, bolsas, perfumes y tenis pirata, hasta fundas y accesorios para celular. Afuera del local colocan a diario, sobre una mesa, una figura de la Santa Muerte del tamaño de una persona. Ahí llegan sus devotos a santiguarse y pedirle los proteja en su trabajo, sea lícito o no. En la mente de mucha gente que camina por ahí, aún persiste la creencia que en esta zona hay balazos y trompones, como dice Roberto. Pero no es así.

"Ahora ha habido tours porque se ha abierto más este corredor que hicieron hasta la iglesia de la Santísima. La gente empieza a conocer un poco más. Entra más turista, entra más gente distinta y se da cuenta de que no es como les platican. Podrá verse a lo mejor feíta (la cantina) en la cuestión de que todos están acostumbrados a las cosas modernas y aquí está todavía manteniendo su estilo viejo".

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Roberto toma un pedazo de queso, lo corta en rebanadas. Al mismo tiempo pone en la pequeña estufa con cochambre un sartén para que se vaya calentando. Comienza a preparar unas quesadillas con epazote que coloca en el trasto para que se gratine un poco el queso.

"Poco a poco he tenido que írmelas ingeniando para empezar a hacer algo de dinero, porque yo no tengo. Mis papás, mi abuelito, sí llegaron a tener algo pero yo no. A mí sí me cuesta más trabajo. Ahorita apenas voy a comprar unas sillas después de 10 o 15 años que están estas. Las cerveceras patrocinan pero te traen sillas de plástico y mesas de metal". Tuerce la boca, la mueca hace que sus lentes se ladeen un poco, mueve la cabeza repetidas veces para mostrar su negativa; imagina su cantina sin las sillas tubulares ni las mesas cuadradas de madera, de patas gruesas con un pequeño espacio para colocar la cerveza, mientras la superficie del mueble hace las veces de tablero para el dominó o la baraja. Lo desaprueba. "Va a parecer esto una lonchería cualquiera. No, no. Y luego, además, te piden exclusividad. Condicionan para que te den pura porquería".

La Potosina es una cantina legendaria. Desde 1890, ahí se han dado cita personajes que ya forman parte de la historia de México. No es raro suponer que Antonio Rivas Mercado, el Dr. Atl o Diego Rivera, que en algún momento dirigieron la Academia de San Carlos, la primera escuela de arte en América, que se encuentra a espaldas de la cantina, llegaran a tomarse un trago años antes que la familia Solórzano la administrara. Se cuenta que también fueron clientes Fidel Castro y el Che Guevara, y que Lee Harvey Oswald planeó el asesinato de John F. Kennedy en ese lugar. A Roberto le toco servirle al escultor Sebastián, antes que alcanzara la fama, y al cronista Armando Ramírez, quien es su amigo. El cantinero sabe, porque se lo contaron sus descendientes, que Zapata y Villa también pisaron el local durante su estancia en la Ciudad de México en 1914.

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"Un día llegó un chavo, se sentó ahí en la mesa de la ventana. Estaba bien sacado de onda. Le empecé a hacer plática porque lo vi muy triste, y me empezó a contar que se acababa de morir su abuelo, que era mano derecha de Zapata. Me platicó que venía recorriendo todo lo que él le platicaba, dónde estuvo con Zapata. 'Mi abuelo me cuenta que de aquí, de la mesa de la ventana, mandó Zapata a fusilar a dos prisioneros que le habían traído. Por eso me vine aquí', me dijo. Ahí te reafirman lo que te habían dicho, porque es gente que no conoces y que te cuentan la misma historia".

Pero Roberto no sólo se roza con la historia, también lo hace con el futbol. Él y su familia son aficionados del equipo Atlante, y durante la década de los 90 su papá y su hermano iban a los entrenamientos e invitaban a los jugadores a visitar su taberna.

"Un día estaba yo aquí tranquilamente y dije 'Ah, chinga'. Vi entrar a Félix Fernández y a Graneolati. Empecé a platicar con ellos, nos empezamos a hacer amigos y de repente comenzaron a venir ya solos. Primero mis papás los habían invitado. Y sí vinieron, no se pusieron payasos ni sangrones. Y la gente le empezó a decir La Potrosina porque veían que aquí venían los del Atlante".

De hecho, a un costado de la ventana hay un pequeño espacio dedicado a los "potros de hierro" con varios recortes y fotografías de aquel Atlante. Se ve a Félix volando y atajando un balón, a Hugo Sánchez con los brazos en la cintura, a Raúl Gutiérrez cuando aún tenía pelo y a la actriz Kate del Castillo posando con el equipo antes del inicio de un juego. No es gratuito que cuando hay partidos del Atlante la porra del equipo se reúna en la cantina para verlos por televisión de paga.

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Roberto nos reparte las quesadillas que acaba de hacer. El vapor oloroso penetra por mi nariz. Invade el gusto el epazote con queso y maíz. No sé de dónde trajo el queso pero no es salado. La quesadilla está bien hecha y no tiene pretensiones. Es una simple quesadilla casera y eso le da el toque. Si este hombre hubiera dejado la cantina hace 33 años, las quesadillas le habrían dado de comer. Entonces Roberto no deseaba ni servir tragos ni preparar garnachas. Él quería estudiar arquitectura, eso era lo que realmente le gustaba. Pero sus gastos crecieron cuando nació su segunda cría: su hija.

Sin embargo, el gusanito por el arte siempre ha estado presente en la vida de este cantinero de 56 años. En la década de los 90, Ayrton Senna era el amo de las pistas de carreras. Los adolescentes soñaban con conducir un auto de Fórmula 1 como el piloto brasileño. El hijo de Roberto no era la excepción. Para el cantinero ésta era una buena oportunidad para sacar su talento y plasmar en las playeras de su hijo autos de carreras con pintura textil. Le quedaban tan bien que en ocasiones ya no se las quería dar. Con el uso y el lavado los dibujos desaparecían o la ropa terminaba rota. Es por eso que no guarda una carpeta, porque todo lo regala.

A su hija le pintó un mural en su recamara, con los personajes de La sirenita de Disney. Y cuando personas cercanas a él vieron algunas fotos, le pidieron que dibujara las paredes de los cuartos de sus hijos. Pero Roberto se negó, no porque no lo quisiera hacer, sino porque un mural lleva su tiempo, mismo que la cantina le exige. El de su hija lo trabajó poco a poco, en sus ratos libres. En realidad no sabe cuánto tiempo le llevó, pero si él se dedicara sólo a eso, probablemente tardaría una semana en un mural.

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"Y no soy malo para pintar". Para que lo compruebe saca su celular y me muestra las fotos de su obra. Ahí están Sebastián, el cangrejo, con el que empezó el mural. Siguió con Flounder, el pez; después con Ariel, luego los demás peces, hasta que pintó todo el mar.

Pero lo que más se acerca a la arquitectura es el modelismo. Es tal su gusto por esta actividad que se inscribe a concursos nacionales donde el premio es una medalla y la satisfacción de ser el primer lugar. Y nada más.

"Casi todos los primeros lugares que me he llevado han sido con maquetas. Ahí está lo de la arquitectura. Las cuatro maquetas que yo he hecho las cuatro han ganado. Y me enfrento con gente que es pro. Yo no. Nomás lo agarro de hobby. Hice la cantina, la fachada. Puse a un Hulk saliendo bien enojado de aquí. Mi intención primera fue hacerlo echando pestes cuando perdió México contra Holanda, con el penal. Le iba a poner 'No era penal'. Ya después lo hice enojado, saliendo de la cantina por este lado (de Jesús María). Entonces me chuté la puerta. Me llevé un primer lugar".

"Ese Hulk salió encabronado porque le han de haber robado, como es costumbre", dice el mismo hombre que ha estado en la barra toda la mañana bromeando a Roberto.

"Cállate, güey, que seguramente tú le chingaste la cartera", contesta de inmediato Roberto con humor.

De nuevo las risas se mezclan con el aroma a cerveza, a licor, a quesadilla, a cantina, y con los ruidos que provienen de la calle: el grito del ambulante que vende tenis, el motor de la motoneta que pasa, la patrulla que hace sonar su torreta a manera de claxon.

Tres años pasaron para que Roberto le agarrara el gusto al oficio de cantinero, y una vez que le encontró no lo soltó.

"Le vas agarrando a la gente, cómo tratarla. Y ya después le hallas el modo al negocio y ya ganas, ya no te enojas y platicas con la gente y todo. Y entonces le vas agarrando el gusto. Hay clientes así, que te van platicando y te van dando consejos. A veces sin querer te van diciendo, te platican de su vida y vas captando cosas. Al principio sí era muy difícil con este tipo de cosas. Ahora ya no. Ahora ya nada es difícil".