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Ficción: Alma

"Mi compañero de celda está en la mitad equivocada de su vida, en la cual tiene que cumplir cadena perpetua".

Retrato de un hombre que ha estado preso por 13 años. La razón entre el número de años que ha pasado en prisión y los años de vida determina el nivel de distorsión de la imagen. 

1.

Llega la tarde y cambiamos las mesas de billar por un paseo en la pista, damos unas cuantas vueltas disfrutando del patio. Es uno de esos días sombríos de verano de los que ocurren aquí, uno de esos en los que la lluvia no es un sino un cuándo, y todo se ve muy escaso. Sólo los más intransigentes se siguen ejercitando al ritmo de sus gritos y gruñidos, mientras otro par, deseando tener un anotador decente en su equipo, juega cuatro contra cuatro en la grava y el asfalto que llaman cancha.

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—Buena suerte —me dice.

—¿Así le llaman? —pregunto.

—No, eso es lo que es.

—¿Para ti y para quién más?

—Para mí, mí y mí —me dice. —Quien nunca la ha tenido. ¿A quién más necesitas?

Mi compañero de celda está en la mitad equivocada de su vida, en la cual tiene que cumplir cadena perpetua. La mayoría de los días, en especial aquellos en los que bebió de su alcohol casero, no hay forma de decirle (es mi mala suerte la que siempre me lleva a juntarme con filósofos alcohólicos) que no es Nietzsche, Heidegger, Harold Bloom. Pero el veneno que toma no es todo, el hombre parece un robot de esteroides con puños del tamaño de bolas de demolición y una lágrima (la cuál se ganó cuando yo apenas era un mocoso) tatuada bajo un ojo, la cual implica que cuando él habla, los imbéciles (como yo) escuchan.

—Dejando de lado todas las pendejadas, novato, sólo unos cuantos lo han logrado, pero los que lo hicieron, no han regresado a estar tras las rejas. Ahora, no pretendo saber qué es lo que hace; se rumora que es mucho hablar, escribir y demás, pero sea lo que sea, parece funcionar. Así que si yo fuera tú…

Se detiene a media oración cuando un guardia regordete se acerca y se para cerca de nosotros cual policía de la Gestapo.

—No me molesta tu compañía, pero si estas personas te van a dejar acelerar tu salida, será mejor que los escuches. Escúchame cuando te digo que no estás hecho para aguantar largo tiempo en este lugar.

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Mi robótico compañero de celda convierte lo que debía ser una amistosa palmada en el hombro en un maldito hematoma. Algunas palpitaciones de dolor más tarde, cuando suena la sirena para finalizar el tiempo de recreación, se escucha el alboroto que hacen los de las pesas mientras las regresan a su lugar.

2.

El capitán entra y la habitación se congela en filas con forma de media luna, unos cuantos, yo incluido, tenemos los ojos abiertos como corcholatas y los labios casi suturados. Se sienta junto a la mesa portátil, vacía una mochila con libros y notas, y las analiza por un momento sin decir palabra ni voltear a vernos. Entonces, se pone de pie con un bandazo, acomodando lo que deben ser sus huesos fosilizados, aclara su garganta, nos mira de uno a otro, y espera lo que parece ser un año luz juliano antes de decir: “Amigos míos, el mundo no está hecho para que hombres como nosotros ganemos, pero esa es sólo una razón más para intentarlo”. Su voz es profunda, metálica, severa; un barítono tan grueso que debe tener espinas en la garganta. “Y si lo suyo no es ganar”, dice el Capitán, “entonces pueden salir en este momento. Este programa no es para gallinas”.

Vale la pena mencionar que nadie se mueve, que nadie dice palabra alguna.

Quizá esta sea la razón: además de hacer algo útil con nuestro preciado tiempo, algunos estamos aquí porque escuchamos la leyenda, y la leyenda es que, anteojos o no, este hombre puede ver a través de tu diáfana cortina de mierda y hasta tu pequeña caja fuerte que tienes escondida, ver lo que guardas en ella y decirte que no sólo hurgó ahí, sino cómo usarla para producir lo que sea que necesites, lo cual, para la mayoría de nosotros —al menos quienes tenemos un poco de sentido común—, es un boleto fuera de aquí que nos dure toda la vida.

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En todas las grandes historias que he escuchado, un negro espera encontrarse con un gigante de carne y hueso, pero no señor, la verdad es que el hombre ni siquiera es físicamente imponente. De hecho, no es nada intimidante, y probablemente no era más imponente cuando comenzaron a decirle Capitán, hace mucho tiempo, cuando ganó el caso más grande que el estado haya visto; sus años mozos en los que, según el mito, valía más que una bolsa repleta de fichas azules. Creo que no puedo haber sido más grande que el tamaño promedio, a lo mucho, en aquellos años, hace algunas décadas, cuando dirigió el abracadabra-alakazam. Este Capitán del milenio es un peso ligero, encorvado ligeramente, quizá tres centímetros debajo de su altura máxima, con el cabello blanco como una hoja de papel y peinado hacia atrás, y con un rostro marcado por un laberinto de grietas.

El rostro de este hombre añejado es una cosa, pero su atuendo es una historia completamente distinta: una camisa color crema planchada y abotonada hasta el cuello, un par de pantalones verde militar que parecen tener la mitad de años que cualquiera de los presentes, y botas tan ajustadas que harían que se le gangrenara el pie al imbécil promedio. Recorre de cerca nuestras filas, sujetando brazos y preguntando nombres, y no hacen falta lentes tridimensionales para ver el respeto que le muestran; el respeto de unos cabrones nefastos con el cuello y los nudillos tatuados, con amplias cicatrices en las mejillas; del viejo musculoso que solía dirigir a la mafia de la comisaría; todos cambiando su tarde en el patio por esto.

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No tenga idea de por qué, pero cuando finalmente llega hasta mí, el nombre que le doy es aquel que nadie, y quiero decir nadie, escucha salir de mi boca a menos que esté bajo juramento. No sólo eso, sino que espero que el hombre pueda sentir mi fuerza, mi fe, mi motivación, que sienta esa promesa que guardo junto a mi caja fuerte, y el hombre debe tener un mensaje en mente cuando toma mi mano, porque no parece querer dejarla ir. “¡Tú! ¡Tú!”, me dice. “¿Estás comprometido o estás desperdiciando mi tiempo? Voy a morir. Y tú vas a morir. ¿Dime quién tiene tiempo que perder?” Dice esto y me mira imponente, no es tan grande en la vida pero es más grande que la vida; exponencial. Me analiza con una mirada que podría sofocar mis más grandes miedos o incendiar mis sueños más anhelados, razón por la cual, en este momento, hay una banda de rock ensayando en mi pecho, una tormenta en mis axilas, y por razones que desconozco, me invaden unas ganas de confesarle mi vida. Admitir que una cosa es ser un exconvicto, pero es otra cosa completamente distinta sentirse condenado. Cómo cada día se siente uno más cerca de casa. Cómo la mayor parte del tiempo veo señales de lo que pude haber sido.

Además, esta es la cruda realidad: o ya tuve todo lo que puedo soportar o nunca, ni este año, ni esta década, ni este siglo, tendré suficiente.

Pero no digo nada de esto. ¿Por qué? ¿Qué eres, un sacerdote? ¡Por qué, mis pelotas! Porque no es negocio de nadie.

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La habitación está envuelta en una luz amarillenta y apesta a desinfectante que te podría matar. Durante un tiempo, cada respiro, movimiento, murmullo, estornudo, se mide en la escala de Richter. Después todo se convierte en ruido ambiental, y el Capitán se desliza entre este seudosilencio hasta un lugar en el centro de todo. Agarra un pedazo de gis y escribe la palabra narrativa en el pizarrón con su titánica escritura. “Amigos míos, todos tienen una historia lastimera que contar”, nos dice. “Pero adivinen qué, a nadie le importan un carajo sus historias lastimeras. Lo que al mundo le importa, si es que le importa algo, es quiénes son ahora, y lo que hacen con lo que tienen frente a ustedes”.

No hay que ser psíquico para saber que los más experimentados entre nosotros, sin importar la insistencia, se rehúsan a tomarse a este hombre con absoluta seriedad; un error estúpido que normalmente cometería yo también. Pero sólo Dios sabe por qué, me invade la necesidad de advertirle a esta bola de jodidos que nunca podemos estar seguros si lo que acabamos de ver no es nuestra última (no penúltima o semifinal, sino la última de verdad) oportunidad de salvar nuestra alma.

3.

La capilla no está exactamente llena, pero tampoco vacía. Los graduados ocupamos las filas más cercanas a un atril destartalado, y sentado detrás del atril, en sillas de terciopelo, el superintendente y su señora asistente, con su rostro masculino, el teniente con el ceño fruncido, el capellán y el Cap. El Capitán con su mirada de antracita perdida en la distancia, quizá en los familiares (mujeres casi todas, pero mi chica no está entre ellos) o en el reportero, el único presente, revisando sus notas, o quizá más allá, donde un par de guardias vigilan las salidas, como si se tratara de las rejas al tercer cielo.

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Ninguno de mis conocidos consideraría ésta una ceremonia profusa, y se podría pensar que la sola austeridad sería suficiente para tranquilizarme, para normalizar mi ritmo cardiaco, pero no es así; mis ojos parpadean incontrolablemente, y mi corazón bien podría ser el ala de un colibrí. No es mentira, está roto al punto que, si fuera otro tipo de persona, iría con el retrasado herculino que lleva casi una década encerrado por incendio deliberado y le preguntaría si él también se siente como si se hubiera tragado una estrella. Pero como dije, eso es si fuera otra clase de persona, y permítanme ser el primero en decirles, programa o no, lugares como este son los que nos permiten ser quien queramos.

Simplemente no saben lo que daría por tener esa noción de que el tiempo sigue avanzando, en lugar de este reloj interno que juega conmigo hasta que el capellán nos dicta una oración tan conmovedora, que hasta el musulmán rencarnado que hay entre nosotros asume una posición de suplica.

El superintendente es quien se para después, con una sonrisa (sus dientes color citrina) 90 por ciento falsa, golpea el micrófono, y recita el discurso más enlodado que haya escuchado sobre oportunidades y cambios de vida, y segundas oportunidades, una pendejada que nadie se traga, excepto él. Cuando termina, presenta al Capitán, disfruta brevemente de los destellos de las cámaras, y regresa a su asiento.

El Capitán, quien jamás ha tenido miedo de ser el centro de atención, de hecho siempre buscando la atención, hace todo un espectáculo de pararse y arrastrarse hasta el foco de atención. Se detiene junto al atril y analiza al público, yendo de rostro a rostro a rostro, hasta el mío, y aclara su garganta en un enmarañado puño de arrugas.

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—Todo a nuestro alrededor, el ruido —dice el Capitán, con un tono que podría ser mágico. —Está el murmullo de las noticias de hoy, el bullicio de actos pasados, el clamor de las expectativas. El grado al que uno se encuentra dentro de situaciones como ésta, es igual al grado de incapacidad que tiene uno para desconectarse de ese rugir. Durante los últimos meses, estos hombres han descubierto que solían ser sujetos ignorantes de este bum, bum, bum, global; han determinado que, igual que para todos, la única forma de ser libre es posicionarse como una forma discreta ante el estruendo de los fenómenos—. El Capitán levanta una mano, escupe lo que debe ser un pedazo de pulmón, y recobra la compostura. —Sólo así puede uno forjar una vida gobernada no por el pasado, sino por el futuro. Sólo así puede uno realmente empezar a vivir de nuevo—. El hombre del momento camina de un lado al otro del altar, proyectando esa mirada de piedra hacia la distancia. —Esta vida de la que hablo, la vida a la que estos hombres están destinados, existe como una forma de silencio—, dice y baja del altar.

Se detiene a unos centímetros de nuestra banca.

—Quiero que cada uno de ustedes entienda que cuando salgan de estas paredes, no estarán solos—, nos dice. —Que yo nunca los abandonaré —, continúa mientras recorre nuestra fila, pausando frente a cada uno de nosotros durante lo que se siente como una buena parte del resto de mi vida. —Amigos míos, les digo esto completamente consciente de la vida que me queda: allá afuera, si alguna vez me necesitan, vengan a buscarme. Pueden confiar en el Capitán. Pueden tener absoluta confianza en el Capitán.

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Regresa al púlpito y se para, más lúcido que nunca, no tan grande en la vida real pero más grande que la vida; colosal. “Amigos, familia, capellán, superintendente, cuando estos hombres frente a ustedes salgan de los confines de estas paredes, lo harán no como graduados de un programa, sino como filósofos de una nueva forma de vida”.

Cuando termina, el Capitán discute con el superintendente y, les doy mi palabra, nunca vi tantas sonrisas y palmadas, nunca vi un apretón de manos que pudiera acabar con una guerra mundial, como esta vez. Como ya dije, no tengo a ningún familiar aquí, y bueno, ceremonia o no, no estoy de humor para discutir con los familiares de estas personas, no tengo ganas. En vez de eso, me fijo en cómo el Capitán platica con todos, veo cómo se me aproxima torpemente, se sienta a mi lado y mientras busca entre sus bolsillos se voltea para estar cara a cara. —Es duro allá afuera —me dice, dejando una pausa silenciosa demasiado larga. —Pero duro es lo que quieres. Lo fácil es para güevones y pendejos, y tú, mi amigo, no eres uno de esos.

El silencio comienza a invadir la habitación. Los guardias nos sacan del lugar antes de tiempo.

4.

Uno se puede perder en incrementos: tantos meses aquí, tantos meses allá. Una mañana te levantas de una pequeña cama en un edifico bardeado con alambre de púas, ¿y dónde carajos quedaron tus veintes? Poco tiempo después, la mitad de tus treintas: esfumados, y pasas tu patética vida en un horrible baño comunal, arrancándote esos insistentes cabellos blancos que comienzan a aparecer en tu barbilla mientras te lamentas por el hecho indiscutible de que tu abundante cabello se ha comenzado a adelgazar.

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Lo peor es que perdiste todo esto, y lo que te queda de valor llega también a sus últimos días antes de decir adiós.

Esto es lo que pasa cuando finalmente tocas fondo. Están las festividades y las visitas de personas que no has visto desde la última vez que volviste a casa o quizá una o dos veces durante tus primeros meses en prisión (suerte intentando hacer que alguien te visite después de eso). A tu regreso a casa, si tienes suerte, te reciben una mujer, familia o amigos, aquellos que no sólo dicen que quieren verte rehacer tu vida, sino que confirman que son más que palabras regalándole a tu vagabundo ser unos cuantos billetes. Esos primeros días, semanas, libre en el mundo, descubres toda clase de avances en un abrir y cerrar de ojos. Cuando te fuiste acabábamos de inventar la rueda, pero ahora tenemos naves espaciales. A menos que seas un completo perdedor, dulce hogar es sinónimo de una plétora de recuerdos, listos para homenajear tus nuevos (pero, aceptémoslo, temporales) bíceps con un trago de pepa remodelada. Pero tarde o temprano, después de inhalar esas primeras bocanadas de emancipación, y probablemente más pronto que tarde, terminas asfixiado por ese enorme cosmos que es la vida real, esa apatía que te reta a enseñarle lo que pretendes hacer ahora; una posición que deja en claro las opciones para incluso el negro más estúpido de todos.

Sé quién eres.

Sé quién crees que podrías ser.

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Sé alguien completamente nuevo.

5.

Bienvenido, es lo que dice el letrero, y pensarías que este nuevo yo es la cereza en el pastel para la familia: mi madre, mi hermana y mi pequeño hermano, mis gemelas (que ahora caminan), mi hermosa mujer, todo en el pórtico echándome porras mientras cargo mi equipaje, una bolsa de basura cortesía del estado, por las escaleras del frente. Un millón de palmadas en hombros construidos a base de una temporada en las pilas, y de un estricto régimen de lagartijas, tantas palabras alentadoras que lo único que escucho es un rugir ensordecedor.

El tío Sip está en el patio trasero, encargado del asador, una larga espátula en su mano, una cerveza medio vacía en una mesa junto a la carne. Alguien, sin duda uno de mis sobrinos geeks, acomodó nuestras enormes bocinas para que resuenen en el pequeño jardín. Una vieja y conmovedora voz sale de ellas, así sé que uno de los mayores se ha apropiado de las tareas del DJ. Mi tío más viejo, da sus dos pasitos mientras asiente con su cabeza blanquinegra, y continúa balbuceando el coro hasta que me ve observándolo desde el pórtico. —¿Qué es, sobrino? —me dice. —¿Qué es, qué no es y qué será?

—Tío —le digo. —Ya lo sabes.

Mi respuesta es literal. Mi tío es el único en la familia que ha pasado lista en el sistema más veces que yo. Uno de esos veteranos que, cuando enfrentas nuevos cargos, te puede recitar tu sentencia bajo los viejos y los nuevos estatutos, quien probablemente pasó la mayor parte de su vida adulta (libertad condicional, arresto domiciliario, servicio comunitario por órdenes del juez, rehabilitación, intervención patrocinada por el estado: borrón y cuenta nueva, segunda oportunidad…) en alguna forma de papel. Pero la ilustre vida de delitos/rehabilitación de mi tío es otra historia. Dios, ya tengo suficientes problemas lidiando con los míos.

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El resto de la escena: mesas plegables regadas por el patio, arbustos podados con formas elegantes, adultos por aquí y por allá (y uno que otro joven travieso) esquivando baches con un vaso de unicel en la mano. Un juego de dominó en una esquina sombreada donde uno de mis primos lengua floja parlotea con unos güeyes que no reconozco, excepto porque la ropa que llevan se parece a la que usan los viejos que platican en el vecindario, impartiendo sermones con consejos que ellos mismos no tuvieron la conciencia de escuchar.

Mientras observo la escena, mi mujer me toca el brazo y me hace señas para que la siga.

Palabra que mi nena, por enfrente y por atrás, ¡es una campeona! Pero lo genial de todo, es que su físico no es ni la mitad. Sí, le puedes preguntar a cualquier viejo y te advertirá que no confíes demasiado en una mujer, cualquier mujer, mientras no estás, lo cual es un buen consejo definitivamente, pero quizá una vez cada mil años existe la posibilidad de encontrar a esa chica extra especial, la clase que aguanta todo el round, es decir, guarda un poco de dinero, te visita constantemente, y te envía suficientes fotos de ella desnuda para evitar que tus pelotas se hinchen como un melón. Y si es cierto que una mujer que puede hacer eso es una rareza, imagina lo sublime que es aquélla que logra hacer todavía más.

Y ustedes, mis imparciales escuchas, podrían por favor, y digo por favoooor, guardarse esos juicios prematuros. Sí, es verdad, mientras no estuve, quizá hubo otros, pero también es igual de cierto, sino es que más, que mi corazón no podía tolerar una investigación.

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Esperando que la luz de mi vida me esté llevando arriba para un rápido juego de Cranium, y un chapuzón en su nexus (el combo de bienvenida tan anhelado en mis sueños), me apresuro detrás de ella.

Mi mujer ni siquiera pela los dientes cuando le digo cuánto la extrañé, cuando le pregunto dónde estuvo las últimas semanas que estuve dentro.

—No hay forma fácil de decir esto… —me dice, y deja que el siguiente momento se abra y me trague completo.

Y señores, señores, escuchen: al diablo con lo que ustedes, ellos, cualquiera diga. Hay momentos en los que sirve ser duro como el acero. Hay momentos en los que, no importa qué, no podemos fingir que tenemos el corazón acorazado.

Como si las cosas no pudieran ser peores, mi oficial de libertad condicional decide hacerme una visita sorpresa. Es indio, perdón, nativo americano, de alguna tribu en el norte de Washington, cuyo nombre no puedo recordar por más que trato. Uno pensaría que con lo mal que su gente la ha pasado, se compadecería, o al menos mostraría un ápice de empatía, pero por supuesto que no, el muchacho me trata como si fuera el descendiente directo de Luisa y Clark. Miren cómo este zaparrastroso cabrón se hunde en la silla reclinable favorita de mi viejo (en paz descanse), con los pies levantados y una libreta en sus piernas. —Se me ocurrió pasar a visitar —me dice, y me da esa desdeñosa sonrisa: soy dueño de tu miserable vida.

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—¿Una visita en mi primer día de vuelta a casa? —le digo, pregunta y queja a la vez. —Quería asegurarme de que empieces con el pie derecho —me responde. —A pesar de lo que puedas pensar, soy una buena persona, incluso he dejado a algunos ir antes de tiempo. Y déjame decirte que me encantaría finalmente quitarme tu peso de encima.

—Ese es el plan.

—Muy bien, sólo asegúrate de que esta vez tu plan incluya un trabajo —me dice, y anota algunas cosas.

—Por supuesto.

—Genial. Qué te parece si nos vemos pronto en mi oficina con algunos recibos—. Mi oficial de enemil kilos (no es mentira, el imbécil se debe haber tragado a una tribu entera de apaches) se contonea hasta la puerta, su larga cola de caballo se agita sobre esa mancha monumental de sudor que tiene en la espalda de su camisa del tamaño de una avalancha, sus zapatos están hinchados.

El Jefe Me Encanta Chingar se voltea, su grueso cuello por delante, después el resto de su cuerpo. —Parece que tienes toda una celebración —me dice. —Pero si yo fuera tú, me mantendría alejado de cualquier cosa intoxicante. Tú, mejor que nadie, sabes que los exámenes de orina llegan cuando menos los esperas.

Retrato de un hombre que ha estado preso por 26 años. La razón entre el número de años que ha pasado en prisión y los años de vida determina el nivel de distorsión de la imagen. 

6.

Unos días después de las festividades, voy al centro comercial con el dinero para mi nueva vida (lana que el viejo yo habría usado para comprar un guato) guardado en un bolsillo, y me compro una camisa blanca y una azul, un par de kakis y un par de pantalones de polyester, una nueva corbata y unos zapatos de suela dura, y al siguiente día recorro la ciudad en busca de letreros pidiendo ayuda y, con una preocupación que espero poder semidisimular, entro a las tiendas y licorerías, estacionamientos y autolavados, casas de empeño y autolavados, almacenes y tintorerías, para llenar solicitud tras solicitud, esperando que alguien con autoridad o compasión, o ambas, tome el riesgo de llamarme al número que dejé, el cual, para ser honesto, es el teléfono de mi madre (una línea que cuida igual que un Rottweiler o un Doberman protege a su dueño), rezando porque al menos un maldito ser humano me pida una entrevista, pero como no sucede, me quedo toda la mañana mirando como estúpido un aparato (un prehistórico teléfono de disco) que intenté más de una vez activar con mis poderes súper especiales; después de horas sin éxito, me visto y, como la licencia de un hermano está suspendida hasta el día después del juicio, salgo a tomar el tren ligero o el camión o, si tengo suerte, un aventón o, si tengo menos suerte, caminar una infinidad de cuadras hasta una zona con nuevos lugares que llaman a mi, próximamente miserable e indigente, persona con ofertas virtualmente inalcanzables; comprendiendo mi situación pero aun así llenando solicitudes con las probabilidades en mi contra (todo el tiempo deseando que tuviera una historia completamente distinta que contar), antes de emprender el camino de regreso a casa para comer sobras, contar mis ahorros cada vez menores, intentar dormir, y repetir todo una vez más, repetir el mismo guión tantas mañanas que comienza a parecer una cadena perpetua, repitiendo el mismo guión tantas veces que una mañana regreso al centro comercial donde compré mi ropa para entrevistas, todavía sin usar, para preguntar al de seguridad, a los del almacén, a los vendedores y gerentes, a cualquiera con una etiqueta o una camisa negra o blanca de botones, si saben de algo, de lo que sea, aunque no haya letreros solicitando ayuda por ningún lado, preguntas que van acumulando una serie de noes, y ya que un hermano sólo puede soportar cierto número de rechazos (pasando quién sabe cuántas horas en la oficina de empleo recorriendo una lista que parece tan alejada de mis posibilidades que bien podrían ser extractos de una novela de ciencia ficción, leyendo los párrafos de fantasía hasta quedar completamente desmoralizado), regreso a casa a comer, a ver otro siglo de noticias deprimentes, contar mis últimos centavos y, en las noches más desoladoras, recostarme en el colchón destartalado en la habitación sobre la cabeza de mi madre, ansiando que mis ojos se cierren para siempre, pero ya que mis deseos nunca se materializan, una fuerza extraña me saca de la cama a la mañana siguiente y me hace bajar a rastras por las escalares, hasta un teléfono, que si suena, es para cobrar o vendernos algo, pero como a veces hace falta tener más corazón para rendirse que para continuar, con una tristeza que espero poder camuflajear, camino vacilante hasta la puerta y hacia los afilados dientes de otro día.

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7.

Pero eventualmente… armado con mi ropa nueva para entrevista, marcho hasta esta dirección, donde un guardia en una pequeña cabina de madera me indica que vaya a un edificio enorme del otro lado del lugar. Adentro, me enfrento a una horda de anticipación, de personas compitiendo por un trabajo que, para ser honesto, un hombre con la más mínima dignidad, no usaría ni para limpiarse el trasero. Hay tantos compitiendo por este salario mínimo, que sólo un idiota certificado admitiría cualquier cosa que lo hiciera ver infinitesimalmente menos atractivo. Pero ya que estoy trabajando en el nuevo yo, cuando llego a la pregunta sobre mi historial criminal, escribo: “Discutir en entrevista” con mi mejor letra.

Un hombre vestido con una camisa de mezclilla deslavada y unos Dockers arrugados se asoma y grita mi nombre y, por razones que nunca le diría a otro nombre, mis piernas se tornan frágiles como ramas secas, palos con la fuerza apenas suficiente para llevarme hasta una oficina austera: un escritorio, un par de sillas y ni un solo adorno en las paredes. El hombre (uno de esos pendejos que seguramente se conformó con una vida innombrada, redundante y libre de riesgos) me dice que jale una silla mientras se para del otro lado de un amplio escritorio, y perfora mi cráneo con su mirada.

—Bien —me dice, —tengo que ser honesto con usted, su historial no es particularmente sobresaliente.

—Han sido un par de años difíciles. Pero espero que las cosas cambien.

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—¿En serio? —me pregunta, escaneando la hoja. —¿Qué es esto que necesita discutir?

8.

A la mañana siguiente, después de recoger comida por la que no he puesto un solo dólar (cosa que mi madre me recuerda cada vez más), me digo al carajo con el teléfono, así que recorro mi caja fuerte en busca de nombres y números, y hago llamada tras llamada hasta que alguien me da lo que podría ser el número telefónico del Capitán, pero que con mi suerte, probablemente no lo sea.

—Vaya, vaya, amiguito —me dice el Capitán. —Qué sorpresa.

Me dice que no puede platicar largo tiempo, pero me da unos segundos para desahogarme antes de cortar. Me dicta su dirección y me dice la mejor hora para darme una vuelta al día siguiente. En este momento, no podría describir el alivio que siento con palabras.

La enorme casa victoriana del Capitán está en un vecindario que mis muchachos y yo solíamos vandalizar como locos, por lo que no tengo problema para encontrar su dirección, ubicar ese pórtico apilado con libros, registros, y chatarra. Subo los escalones sin la más mínima idea de lo que voy a decir y toco el timbre, en el fondo resuena algo parecido a un gong.

Puedo escuchar el sonido de múltiples candados y seguros que necesitaban ser aceitados hace tiempo. —Bien, no te quedes ahí parado —me dice el Capitán, y me lleva hasta un primer cuarto descuidado donde me señala un sillón tapizado antes de recordarme que se tiene que ir pronto.

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—¿Cuál es el problema? —me pregunta.

—Todo está mal —le digo. —Entre eso y peor.

—Ya veo. Bien, esta es la cuestión: sexo.

— ¿Qué?

—Sexo —me repite. —¿Haz estado cogiendo?

—¿Habla en serio?

—Mi amigo, déjame decirte algo. La mujer indicada es adicta a casi cualquier tipo de daño —, me dice, y se abrocha un botón y las mangas. —Tienes la cara de perro triste de alguien que no está recibiendo suficiente. Incluso nada. Sal, consíguete algo y echa un vistazo.

—¿Qué? ¿Ver qué?

—Vamos.

—¿Eso es todo?

—Y si no… —, me dice. Se pone de pie y me pide que lo siga. —Bueno, me encantaría seguir platicando, pero como te dije…

—Espere —le digo. — ¿Qué hay de lo que nos dijo allá adentro? Las narrativas. El ruido.

—Mi amigo, ¿realmente te tragaste todo eso? No me digas que en verdad creíste esas pendejadas. Dios mío, que un hombre no puede inventar razones para vivir para ganarse la vida.

—No —le digo. —No.

El hombre abre la puerta, y queda iluminado bajo la luz más brillante que jamás haya visto. —Ya, no seas joto. Todo estamos hasta la madre de todo. No eres sólo tú. No hay ningún gran secreto. Sólo tienes que decidir.

—¿Decidir qué? —le pregunto.

—Tomar la decisión más importante —me dice. —Si salvamos nuestra alma o nos salvamos a nosotros.

9.

Mi tío Sip está en una cantina en la zona noreste, instalado en la barra, una cerveza a medio tomar junto a él, parloteando con un güey que, por su cara, podría ser un apóstol. Cuando toco su hombro, mi tío da una vuelta estúpidamente lenta. Juzgando por su vidriosa y esclerótica mirada rosada, y el hecho de que apesta como si se hubiera dado un baño en su bebida favorita, está más borracho que de costumbre. —Sobrino —balbucea. —¿Qué te paso, un caballito?

—Más bien una caballada—le digo.

—Bien, jala una silla y déjame pedirte algo para aclarar tu mente. Espera un segundo, ¿todavía está tu nombre en papel? ¿Cuándo es tu siguiente reporte? Lo mejor que puedo hacer es mover mi cabeza de un lado a otro.

—Carajo, sobrino, quizá debas irte virgen. Uno no puede ser demasiado prevavido hoy en día.

—En este momento —le digo. —Tío, ¡en este preciso momento!

Mi tío me advierte sobre no tomar cualquiera de esas rutas “todavía”, y me asegura que, por suerte, tiene un viejo amigo que podría ayudarnos a conseguir unas monedas.

El cantinero se acerca, y mi tío pide un par de tragos. Un foco se funde, y la rocola comienza a despertar.

Lo que le digo a mi tío es que más vale que no sea una pérdida de tiempo, que espero por Dios que no sea una pérdida de tiempo.

—Oh, nah, Sobrino —me dice. —Esto es legítimo, es cosa seria. Sabes que tu viejo tío reconoce estos trabajos cuando los ve.

Llegan nuestras bebidas, sin hielo, claras y llenas hasta el tope. El meñique de mi tío revuelve su trago doble, se acomoda su reluciente afro, se dibuja una sonrisa bañada en oro, levanta su trago al aire, sugiere un brindis, y dice: “por el futuro”. Pero yo, yo veo más allá de este viejo, me termino mi vaso de un solo trago, lo dejo caer sobre la barra, y, con los últimos centavos de mis ahorros, pido otra ronda.