Cómo las drogas nos han enseñado todo lo que sabemos sobre música

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Drogas

Cómo las drogas nos han enseñado todo lo que sabemos sobre música

Probé los porros y los tripis en los 90, la coca en los dosmil y el éxtasis (otra vez) en la década actual.

Manuel Astur es uno de los escritores que participan en 'Drogadictos', un libro de relatos que giran alrededor de la droga y que acaba de ser publicado por la editorial Demipage. Aprovechando la ocasión, le pedimos a Manuel que nos escribiese un artículo hablando de su propia relación con las drogas.

Todas las ilustraciones son de Jean François Martin. 

Del mismo modo que cada época tiene su propia personalidad, su estética y su música, también tiene su droga preferida, que influye muchísimo en público y creadores. Sin el opio no podríamos hablar de modernidad. Sin el LSD no habría habido ningún Woodstock y Jim Morrison sería un borracho anónimo. Sin la heroína, nada de la Velvet Underground, ni hablar del punk, ni una gota de new wave. Sin los porros y los tripis, el grunge jamás habría tenido éxito y la música de los noventa habría sido muy distinta. Cuando escucho a los Strokes, a los Killers o a otros grupos de los dosmiles, noto el amargor de la coca bajando por la garganta. Y no engañáis a nadie: no os gustaría tanto lamer los profundos bajos de la música electrónica actual si no os gustara lamer otras cosas. Y es que tarde o temprano pasa: un día sales a la calle y resulta que vas haciendo el ridículo con tu perilla o con tu chándal de Adidas de letras doradas: los que hasta ayer lloraban con Coldplay ahora tuercen el gesto al escuchar sus falsetes, los que la semana pasada se quitaban la camiseta sudada en cuanto sonaba Linkin Park hoy escuchan folk; de pronto, pasas el porro y te quedas con el brazo extendido porque los otros no fuman; una noche, en una fiesta, ofreces tu mierda de cocaína y nadie acepta. Cuando esto pasa significa que la época está cambiando, y es probable que tú te hayas quedado atrás.

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1. «Bullion», de Millencolin (Life on a Plate)

Entonces fueron los porros y los tripis, y yo tenía diecisiete años. El grunge me había tocado demasiado niño y no había podido disfrutar de él en condiciones, así que, como tantos otros, abracé  el hardcore, especialmente el melódico. Llevaba el pelo decolorado, una camiseta de algún grupo punk californiano y unos tejanos inmensos a la altura de las rodillas. También llevaba bajo el brazo una tabla de skate en la que casi nunca patinaba, pero que quedaba muy bien.

La adolescencia es el susto de descubrir la identidad propia y sentirse en mitad de un escenario. Por eso, el tomar drogas era siempre un rito. Liábamos un porro como quien enciende incienso en un altar. Poníamos en nuestra lengua el papel secante de un tripi como el feligrés pone la hostia. Y recibíamos los esperados efectos como si nunca nadie antes hubiera estado colocado. Cometíamos el mismo error que cometen los que se niegan a probar cualquier droga: nos tomábamos demasiado en serio y éramos muy afectados.

Mi día perfecto consistía en ir al local de ensayo, donde había un sofá que habíamos cogido de la basura, una nevera vieja y un equipo de música y escuchar hardcore sueco a toda leche, beber güiscola, fumar muchos porros y, a última hora, tomarnos un tripi. Follar, claro está, no entraba en nuestros planes, ni en nuestras posibilidades. Pero el problema es que quería que todos los días fueran perfectos. Lo maligno del LSD es que, cuando estás allí arriba te sientes tan bien que, luego, la realidad te parece un sitio hostil. El problema de ver el rostro de la felicidad es que no puedes quedarte a vivir con ella. Así que tomaba tripis prácticamente a diario. Me tomaba un cachito para desayunar, antes de ir al instituto. Me tomaba uno después de cenar y me quedaba toda la noche en vela, escuchando música y leyendo poemas de William Blake, Baudelaire y Rimbaud, que no entendía en absoluto pero, cosa muy distinta, comprendía muy bien.

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Durante esas noches comencé a escribir. Todavía conservo algunos poemas que cada cierto tiempo encuentro y releo como la carta de aquella novieta con la que no tenía nada que ver. Subí, escalé creyendo que bastaba con llegar y que allí me darían algo, tal vez talento, tal vez una personalidad propia. Hasta que, un día, me caí desde muy alto y casi me mato. Estuve mucho tiempo desnudo y muerto de frío bajo las impasibles estrellas. No obstante soy consciente de que hoy no sería el que soy sin aquella droga, y creo que tendría que ser obligatorio que todas las personas la tomaran al menos una vez en su vida para que comprendieran que eso a lo que llaman realidad, y por lo que están dispuestas a matar o dejarse matar, no es otra cosa que un hogar momentáneo, similar a una cueva o a una choza.

2. «I bet that you look good on the dance floor», de Artic Monkeys (Whatever People Say I Am, That's What I'm Not)

Y de repente, después de una década en la que los más parecido había sido agitar la melena mirándose los pies, los modernos volvían a bailar. Los pinchadiscos comenzaron a llamarse DJs, aunque en la mayoría de los casos no hicieran otra cosa que pinchar a los Killers, a Franz Ferdinand y a Maxïmo Park o, como mucho, mezclar samplers de R&B con Daft Punk, Saint Germain o Masters at Work. Y de la noche a la mañana, al parecer, todo el mundo se hizo rico y hasta el niñato más atontado podía pagar 60 euros por un gramo de cocaína. Había tantas personas haciendo cola para entrar al baño como en la pista.

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Si me paro a pensar en mis veinte años, tengo la sensación de haberlos pasado en un retrete sucio, agachado sobre una cartera o vomitando por lo malas que eran las copas de garrafón y la farlopa. Llevaba americanas ajustadas, All-Stars y cinturón de tachuelas. Mi plan perfecto de aquélla era pasar la noche en el salón de una casa con la música muy alta y mucha coca o en el camerino de una sala de conciertos. Más tarde íbamos a alguna discoteca de moda a tratar de que el portero nos dejara pasar sin hacer cola.

Lo perfecto era ligar cuando cerraban para quemar los últimos ardores follando. Pero el problema con la coca es que, si la tomas habitualmente durante bastante tiempo, te mata el alma: o si lo preferís, te vuelve gilipollas. Las peores personas que he conocido son farloperas, y creo que si gran parte de los dosmiles fueron la mierda que fueron –corrupción, cinismo, superficialidad, materialismo, prepotencia– es en gran parte debido a que nos habíamos taponado la nariz con mierda para sentirnos triunfadores y encima habíamos pedido un crédito para pagarla.

3. «Odessa», de Caribou (Swim)

Sí, era junio, porque la tarde anterior había estado dando un paseo por la Feria del Libro.

Madrid es una mujer: cuando se quiere a sí misma, es la ciudad más hermosa del mundo y a ti te hace inmensamente feliz. Si Madrid quiere que te lo pases bien, tendrás que hacerlo. En esos días felices siempre hay un amigo que te propone ir a tomar una caña por la tarde, y en cuanto te sientas en esa terraza sabes que vendrán otros amigos, y que cuando los vencejos y las golondrinas griten alegres en el ocaso, seguiréis allí sentados, celebrando el estar vivos en el mejor sitio y momento del universo.

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Sabes que llegará la noche y no traerá el descanso, que tampoco querrás, sino que alguien llamará al camello y terminarás comiendo caramelos, chupando dedos, e irás de bar en bar, de casa en casa, de celebración en celebración –como dice el ilustre escritor y disfrutón Javi Gutierrez, «siempre hay un momento de madrugada en el que parece que sea Fin de Año y acaben de dar las campanadas»–, dejándote llevar por el río de la alegría y el momento, que cada vez fluye más rápido y caudaloso a medida que se le unen otros cauces.

Durante esos días, repito, sabes que el presente desbordará todas las presas con las que pretendas contenerlo, así que mejor flotar, hacerse el muerto y dejarse arrastrar, mirando el cielo. Ya vendrán la resaca y la tristeza, que caminan descalzas por el pasillo de tu casa. Ya llegarán la culpa justiciera de otros tiempos y el remordimiento. Ya llegará el castigo por pretender que lo efímero sea eterno. Pero ahora, ahora mejor gozar.

Y ahora  tengo los ojos cerrados y estoy tumbado en el sofá más cómodo del mundo, en casa de algún desconocido. Las muchas capas y detalles de la música electrónica me masajean el cerebro. Abro lo ojos y veo a varias personas meciéndose por la brisa como hierba alta, hasta que me doy cuenta de que están bailando. Cierro los ojos. Noto una lengua que me lame la oreja, y  alguien me acaricia, una persona apoya su cabeza en mi regazo como un niño. Cierro los ojos. Abro los ojos y la clara luz del amanecer entra por los balcones sin que a nadie le importe. Cierro los ojos. No me puedo mover, pero tampoco quiero hacerlo. Me quedo esperando, me da igual que cambien los tiempos de nuevo.

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