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Semillas De Maldad

El satanismo suele conjurar imágenes de figuras con capas negras en parajes boscosos, donde sacrifican animales vivos sobre altares improvisados mientras susurran misteriosos encantamientos esperando así apaciguar a su

POR TOM LITTLEWOOD

FOTOS DE ALEX BINDER

El satanismo suele conjurar imágenes de figuras con capas negras en parajes boscosos, donde sacrifican animales vivos sobre altares improvisados mientras susurran misteriosos encantamientos esperando así apaciguar a su oscuro Señor. Puede que de vez en cuando, en momentos creativos, arrojen el muñeco de un bebé puente abajo o pinten esvásticas en una iglesia católica para atraer algo de atención. Sin embargo, lo más probable es que aquel que participa en este tipo de actividades sea también un habitual de los restaurantes de comida rápida, trabaje en un centro comercial y crea que Marilyn Manson es alguien real.

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Las entidades que realmente dan miedo son aquellas que no anuncian su presencia; esta es también la razón de que los cultos satanistas tradicionales hayan eludido al ojo público y arraigado en todos los sectores de nuestra sociedad. A lo largo de cientos de años, estas sociedades secretas han recurrido al método más simple para reclutar y convertir: el miedo. De hecho, la única razón por la que estamos seguros de que el satanismo aún reviste peligro es que sigue produciendo víctimas de graves abusos rituales.

La terapeuta Claudia Fiss es la principal experta en Alemania en los efectos posteriores a un caso de abuso ritual. Lleva dos décadas ayudando a rehabilitarse a ex miembros de cultos satanistas. Claudia ha examinado cientos de relatos correlacionados de cultistas que se apartaron del rebaño, y los ejemplos que me dio hacen que las historietas habituales parezcan cuentos para niños. Para empezar, es frecuente que las víctimas relaten casos de canibalismo y asesinato y violación de niños. Aún más perturbador me resultó la serena familiaridad con que Claudia habla de este tipo de hechos: oye relatos así con regularidad.

Justo cuando pensaba que aquello no podía ir a peor, Claudia me informó de que la mayoría de sus pacientes nacieron en el seno de órdenes satanistas y fueron “programados” desde temprana edad para obedecer a sus diabólicos padres y ancianos.

Una de las primeras fases de la programación consiste en encerrar al niño en una caja y hacer sonar, a modo de catalizador, la melodía de un teléfono móvil o un silbato. El objetivo es que el niño asocie ese ruido con sensaciones de horror y pánico, un método de control que demuestra ser muy efectivo una vez se le permite salir; esto, por cierto, no sucede hasta unos momentos antes de que está al borde de la muerte por asfixia. Después de abrir la tapa, al niño se le ordena inmediatamente que haga algo horrible, como matar a un animal. En la mayoría de casos el niño rehúsa, y entonces es devuelto a la caja, donde debe esperar aún más tiempo que antes para poder salir, sólo para recibir de nuevo las mismas instrucciones. Si el niño se resiste, vuelve a la caja, y así una y otra vez hasta que se quiebra su voluntad.

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El proceso es tan traumático que la mente de la víctima crea una persona totalmente nueva y diferente (a menudo niños mayores, e incluso adultos) que soporte mejor la agonía. Cuando finalmente es liberada, la víctima identifica a quien ha abierto la caja como su salvador y, por extensión, se convierte al instante en leal al culto. A partir de entonces, cuando miembros mayores del culto necesiten que haga lo que sea que se les antoje, todo lo que tienen que hacer es repetir el sonido catalizador; la víctima revivirá la experiencia traumática inicial y revertirá al estado en el que estaba inmediatamente antes de salir de la caja.

Las víctimas de abuso ritual satanista son principalmente mujeres, y como resultado sufren a menudo trastornos disociativos de identidad. Aunque sea difícil de aceptar, el número de identidades que puede tener una persona puede pasar de 100, y las víctimas acostumbran a referirse a sí mismas en primera persona del plural.

Tras nuestra primera entrevista, Claudia me llamó para invitarme a conocer a dos víctimas y así tomar verdadera conciencia de sus condiciones. Claudia me avisó de que el encuentro entrañaba cierto riesgo, ya que el culto seguía teniendo contacto con sus pacientes.

Tres días más tarde nos reunimos en un piso en Berlín. Claudia me presentó a dos chicas, ambas de menos de 25 años de edad. Se mostraron reservadas y aprensivas, y fumaron un cigarrillo tras otro mientras bebían tazas y más tazas de café. Nos sentamos en un pequeño dormitorio y hablamos durante una hora sobre sus experiencias con el culto. La conversación se estancaba cada vez que mis preguntas sobre cultos satanistas, abusos rituales y sonidos catalizadores eran demasiado concretas.

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Cuando dejamos la habitación, Claudia se giró hacia mí y me preguntó si estaba seguro de con quiénes había estado hablando. Era una extraña pregunta. Antes de que yo pudiera responder me dijo que entre las chicas había podido reconocer al menos diez identidades diferentes que habían emergido durante la conversación. Tras meses tratando a las chicas, Claudia era capaz de reconocer los matices entre sus diferentes personalidades: la chica de 25 años hiperinteligente, la taciturna de 18 años, la desconfiada y conservadora mujer de 45.

La gravedad de la situación se me había escapado hasta que acompañé a Claudia a la cocina para hablar en privado. Cuando pasé por delante de las chicas, me percaté de que las dos estaban sentadas en cuclillas en el suelo, diciendo, literalmente:“Gu-gu-ga-ga”. Las personalidades infantiles en el interior de ellas se habían cansado de la conversación adulta y querían jugar con pinturas de cera.

Tras este primer encuentro me reuní con las chicas siete veces más. Durante una de las visitas, arreglaron para mí que conociera a más de las “pequeñas”, las niñas e infantes que había dentro suyo. Visitamos un parque de Berlín justo después del amanecer para evitar a los padres con sus niños. El estado de ánimo era de aprensión, pero cuando vieron el campo de juegos tuvo lugar una destacable transformación. Las dos empezaron a hablar con voces infantiles, chupándose los pulgares mientras discutían sobre qué columpios estaban secos para poder sentarse. Durante los siguientes 45 minutos pude apreciar ocho “niñas” diferentes. Escalaron muros, se deslizaron por los toboganes, le dieron patadas a un balón, se cayeron de un columpio y pegaron saltos en la arena.

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Mientras estábamos sentados en la arena sonó un silbato. Una de las chicas escondió la cabeza entre las manos y rompió a llorar. “Tengo que ver a mamá”, dijo. “Tengo que ver a mamá”. Ahí las cosas se pusieron muy oscuras. Llamar a “mamá” significaba, por supuesto, un deseo de volver con un miembro del culto del que estaba intentando escapar. Claudia me explicó más tarde que el silbato había sacado a la superficie a una de las personas en su interior.

“Siempre hemos sido varias [personas]”, dijo una de ellas con una voz que, aparentemente, pertenecía a una niña distinta a la que había estado hablando conmigo un poco antes. Su amiga se quedó sentada, sollozando y abrazándose a sí misma. La chica continuó: “Aunque no estemos de acuerdo en todo, somos la única compañía que tenemos”.

Le pregunté a Claudia qué quiso decir la chica. “Uno de los objetivos de la terapia es establecer que uno de los personajes haga de portavoz de los otros que hay dentro del sistema”, explicó. “Ese personaje es el que crea una cierta confianza y se encarga de los encuentros que se dan en la vida diaria. Cuando nuevas identidades emergen durante el día a día, el papel de los personajes más estables es el de tranquilizarlas y explicarles lo que esté sucediendo”.

Este proceso, denominado por ellas “descarte”, ocupó un par de minutos, y pronto la niña pequeña se había calmado y sido reemplazada por otra identidad. De no haber sido las chicas capaces de ejercer ese pasmoso autocontrol, ahora estarían de nuevo en la orden, sufriendo las consecuencias. El hecho de que se abrieran a mí me dio esperanzas de que algún día otras personas las sigan en número suficiente como para que el público preste atención a tan difícil situación.

“No podemos vivir quejándonos de que no hay nadie que nos ayude si no estamos dispuestas a hacer algo nosotras mismas”, dijo una de las chicas.

Incluso más que la tortura, el condicionamiento psicológico, la infiltración en las oficinas gubernamentales o el chantaje, el factor que más contribuye al éxito de los cultos satanistas es nuestra resistencia a creer en ellos de un modo realista. La policía alemana no tiene un departamento específico que se ocupe de crímenes relacionados con el satanismo o los abusos rituales, y aquellos que se investigan son archivados bajo diferentes categorías y rápidamente desaparecen de la lista de prioridades. Muchas veces, cuando las víctimas dan el increíble paso de romper con la vida en el culto, el público no hace sino poner en tela de juicio su legitimidad y buscar alguna forma de desacreditar sus historias.

Como una de las chicas me dijo: “La gente no quiere creernos porque entonces tendrían que hacer algo al respecto. Encuentro eso muy cobarde”.

Después empezó a hablar del tatuaje que planeaba hacerse para tapar el pentagrama que le grabaron en la espalda. Estaba pensando en tatuarse un delfín.