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Lo que más recuerdo de esa época era el silencio ensordecedor. Estaba sola todo el tiempo, ya sea en las salas de espera o en la granja de mis papás, que estaba a media hora de la civilización. Como nadie me explicó qué le pasaba a mi papá, dejé que mi imaginación fluyera. Pero en vez de preocuparme por él, empecé a preocuparme por mí.Cada que lo visitaba en el hospital, veía otros paciente con linfoma, otros niños para ser más precisa. Niños de mi edad, niños más pequeños, niños sin cabello y con máscaras en habitaciones con paredes de vidrio que me saludaban cuando pasaba a su lado. Me obsesioné con la muerte y empecé a creer que yo también me estaba muriendo. Cuando esta ansiedad se convirtió en una pesadilla recurrente todas las noches, no pude contarle a mi mamá. No quería darle más preocupaciones y sabía que tenía que encontrar la forma de calmarme. Yo tenía apenas diez años pero sentía que la infancia era algo que ya se me había ido.
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Mientras que mis amigas se enfocaban en los chicos y en soportar los chismes de la escuela, yo hacía lo posible por seguirle el ritmo a la vida adolescente cotidiana. Sin embargo, conforme pasaba el tiempo y empeoraba la enfermedad de mi padre, empecé a sentirme más cómoda en la compañía de los adultos que me ignoraban e ignoraban lo que hacía con mis compañeros. De esa forma era menos cansado.
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