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Cultură

Me llevé a un amigo a un puticlub low cost de Madrid y fue un timo

Fuimos a explorar el submundo de la prostitución low cost y nos gastamos un montón de pasta.

Lo descubrí en el ABC, algo que me impresionó casi tanto como su sección de contactos. Allí hablaban de la apertura del prostíbulo de bajo coste más grande de España. No tenía ni idea de lo que significaba que un puticlub fuera low cost ni de que fuera el más grande del país, como si ya hubiera otros con esta oferta. Pero la información apenas añadía nada: que las habitaciones eran más baratas para las trabajadoras, que tenía más de 200 chicas, que había espectáculos de striptease y que se encontraba en la carretera de Toledo que sale de Madrid, a la altura de Fuenlabrada. Así que decidí ir a investigar un poco de qué iba eso.

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No me costó mucho convencer a un amigo. Como el transporte público al polígono donde se encuentra no es especialmente eficiente, y menos de madrugada, fuimos en coche. Quedamos en un bar de Plaza Elíptica con salsa de fondo y salchipapas de tapa.

Nos movimos a medianoche. El sitio parecía estar bien indicado, y después de unos cuantos kilómetros de talleres, tiendas de muebles y oficinas de estética soviet, aparcamos en una puerta que decía Hotel La Cantueña. Justo enfrente de una gasolinera. Quedaba hueco: la verdadera entrada estaba en la parte de atrás, con un parking algo más ocupado: unos 20 vehículos de gama media (sin grandes marcas, vaya) se helaban al abrigo de una farola.

Dentro, unas escaleras con baldosines de piscina adelantaban los conceptos 'Fiesta', 'Disfrutar', 'Sexo' o 'Baile'. Una barra en forma de parábola la parte central de un cuarto con dos televisiones y unas 30 chicas se sentaban en taburetes pegados a la pared. Todas miraban compulsivamente el móvil. Como si estuvieran en un metro sin paradas.

Antes de ir, consultando opiniones de Internet, me enteré de que un camarero de estos locales gana unos 1.200 euros. Casi siempre en negro. Y de que tienen como norma principal no tener ningún trato con las chicas. Tampoco ellas parecían querer infringir esas normas. "Son las putas más aburridas que he visto en mi vida", comentaba mi amigo. Las copas de marca costaban trece euros. Las de primera línea (Smirnoff, Brugal, DYC), nueve euros. Luego nos enteramos de que el precio del alcohol era lo único low cost. Pedimos Larios. No se acercaba ni dios. En algún momento llegamos a pensar que nos iba a tocar entrarlas a nosotros, como en cualquier discoteca de Gandía.

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La barra del local

"Depende del sitio, las trabajadoras van unas horas o se establecen allí con las condiciones que decide el dueño", me explicaron dos días después desde el colectivo Hetaria, que trabaja desde 1995 por los derechos en la prostitución. "Se suele pagar una habitación y una cantidad acordada por el mantenimiento en cada servicio". "No se suele reconocer el trabajo porque los contratos suelen ser verbales. Las chicas acuden directamente o por el contacto de una amiga y generalmente son libres para abandonar. Si no, no estaríamos hablando de un trabajo sexual sino de coacción", subrayaron.

Las primeras en acercarse fueron una moldava algo estrábica y una paraguaya de dos metros y pechos operados. La moldava decía tener 21 años y llevar 11 en España. La acompañante omitió su edad. La chica de Moldavia no paraba de decir que estaba "muy cachonda" mientras rebozaba el culo y las tetas en nuestra entrepierna. Su acento no distaba del de una adolescente de Alcorcón. Llegó a descubrirse los pezones mientras aseguraba que el tutú rosa que le cubría media nalga era de bailarina "profesional". Nada que ver con un Todo a Cien.

Proposiciones: montarnos una fiesta los cuatro, intercambiarnos o irnos los dos con una de ellas. 60 euros media hora cada uno, sin importar nuestras preferencias. Eran amables y tenían humor. Se reían con chistes típicos como "-Soy de Paraguay y vengo para follarme a tu hija. -¿Para qué? -Paraguay". Les dimos largas y desaparecieron. Al rato vimos cómo se subían con uno de los parroquianos. Uno de los pocos que a esa hora, poco antes de la una, miraba con lascivia y tristeza el reggaeton de los monitores. Al rato llegaron unos cuantos más: señores mayores de cara cetrina y pañuelo en la chaqueta; cuadrillas del este en chándal y jóvenes de barrio con pinta de querer otra vida menos sugerente, pero más completa: compra en el Día los sábados por la mañana, comida con los suegros los domingos y 'La que se avecina' de lunes a viernes. Todos rezumaban soledad. El contacto visual se desvanecía entre nosotros al instante.

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El escenario

Cambiamos de lado. La intriga de la barra americana y los shows en vivo se resolvió con la siguiente meretriz, una rumana de 19 años llamaba Marila. Tenía unas mallas muy prietas y un top como la cinta de un karateka. "El otro día hubo un espectáculo porno, pero no he visto nunca nada más", dijo en un español más que aceptable. Según contó, llevaba una semana en el club. Antes había estado en Inglaterra cinco meses, pero se había cansado. Llevaba tres tatuajes. En uno ponía Lucía, el nombre de su abuela. Los otros dos, en el omoplato y la cintura, eran una flor y un tribal carcelario. Parecían ser su mayor reclamo. También lo eran los dos piercing del labio y una dentadura con algún que otro rastro de fumar cosas dañinas. A su lado, otra rumana algo más mayor escuchaba distraída. Ni siquiera le sobaba el rabo a mi amigo, que aprovechaba su ombligo desnudo. Todo tenía pinta de rutinario y desganado: bidé, preservativo, gemidos, perfume.

Los 70 euros que nos pedían respondían a un súbito aumento de la tarifa por culpa del cambio de sábanas. "Luego nos las podremos llevar, ¿no?", preguntó mi amigo antes de que desaparecieran. La copa ya no era excusa: solo quedaban dos tragos, así que empezamos a utilizar el guiño como ritual básico de puteros y aficionados al cruising. Katia, una dominicana que iba todos los años a Santo Domingo a visitar a su familia y otra compatriota que echaba de menos la playa apostaron por una hora de masajes y sexo por 140 euros. Champán incluido. Nos contaron que el día les costaba 80 euros y que antes habían pasado por otros puticlubs como el Flowers, en la carretera de La Coruña. "Quería cambiar. Y he tenido suerte porque esta noche me has tocado", me soltó una de ellas.

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¿Cuánto sacarán por cada cliente? ¿Les saldrán las cuentas? En el hotel no dieron muchas explicaciones más que, en realidad, no era un hotel. "No hay disponibles", respondieron a la petición de una habitación. Se supone que tienen tres plantas abiertas. La cuarta y la quinta, añadirían más tarde, no están aún disponibles. El local cambió el nombre de L'Amour por el de Kixx hace unos meses. El 19 de noviembre abrió sus puertas con un nuevo traje y el reclamo del bajo coste. Los que se dedicaron a comparar entre el antes y el después en chats especializados de gran enjundia literaria le daban mejor nota: "Está más limpio y los seguratas son más amables", "ellas, normalitas y todas de fuera" o "cuesta lo mismo que antes".

"Las putas vendemos tiempo. El polvo lo regalamos", escribía mientras Paula VIP, una scort de Barcelona, en su Facebook personal. Así parece ser en cualquier caso: "Creemos que responde más a una estrategia comercial", me aseguraron en Hetaira. "Nunca lo habíamos oído. Por norma general, las chicas suelen ser autónomas que pagan una pensión completa de entre 50 y 70 euros y son libres para cambiar cuando quieran", me complementó poco después un portavoz de la Asociación Nacional de Empresarios de Locales de Alterne (Anela).

Cuando se acercaban las tres de la mañana y llevábamos la ingesta de alcohol más ridícula desde los dieciséis años, empezamos a recorrer las puertas de la Sala VIP, que estaba vacía. En una esquina se accedía a los pasillos del hotel. Escaleras con moqueta roja, barandillas doradas y dos gorilas a cada lado.

Una foto a hurtadillas provocó repentinamente que seis de las chicas que estaban pegadas a la pared como si de un póster se trataran vinieran en turba a por mi móvil. En menos de diez segundos se metieron en el menú, borraron las imágenes que había tomado hasta el momento y señalaron las cámaras de seguridad. Los tres tipos con pinganillo que merodeaban por la pista se quedaron a nuestro lado. Una vez, un colega me dijo que guardan espráis anti-violación en los huecos de la barra. No lo comprobamos. Se acercaban las tres de la mañana y parecía que las chicas ya nos habían catalogado como esos que van a mantener el teatrillo del cliente-puta, palpar algo de carne y hacerse una paja en el retrete.

Acorralados por los dueños, repudiados por las putas y con el hielo de la ginebra evaporado, salimos. Mi amigo llevaba 60 euros, "por si acaso". Yo había invitado dentro y en las cañas. La noche me había salido más cara que un sábado en un reservado de Ibiza. Sin ni siquiera poder añadir mucha más tierra a lo publicado por el ABC. De vuelta a Madrid, mi amigo se guardó los billetes y, bostezando, dijo: "Menudo timo".