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Esto es ganar

Mi diario de guerra en Afganistán.

El soldado estadunidense Christopher Saenz observa el paisaje durante una ronda en las afueras del pueblo de Musa Qala, en la provincial de Helmand. (AP Photo/Rodrigo Abd)

Nunca pensé que pasaría seis años cubriendo la guerra en Afganistán. Fui ahí en 2007 para grabar un documental sobre la brutal lucha entre las mal equipadas fuerzas británicas y el talibán en Helmand, la provincia más violenta del país. Pero quedé obsesionado con las cosas que vi; era muy diferente el conflicto presentado por los medios y los gobiernos, y lo que realmente estaba pasando.

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Sólo tenía que salir de una de las múltiples y diminutas bases regadas por el desierto, y pasar un rato con las tropas de infantería británicas para presenciar la verdadera naturaleza caótica de la guerra: enfrentamientos que duraban días completos, terroristas suicidas que saltaban desde un puesto en el mercado sobre vehículos no blindados, explosivos improvisados (IED) enterrados por todos lados, y bombas que caían sobre casas afganas, en ocasiones con familias enteras de inocentes aún dentro.

En 2006, cuando se enviaron tropas a Helmand, el mando militar británico no pensó que tendrían demasiados problemas. La misión era muy simple: “Facilitar la reconstrucción y el desarrollo”. El entonces Secretario de Defensa del Reino Unido, John Reid, incluso dijo que esperaba que el ejército cumpliera con su misión “sin disparar un solo tiro”.

Pero con cada año que pasaba, el número de muertos y heridos crecía constantemente, a la par que los cultivos de opio en el lugar. Se desplegaron miles de tropas británicas, y más tarde llegaron decenas de miles de soldados estadunidenses, por petición del general Stanley McChrystal, tras una evaluación de seis meses de la guerra luego de que el presidente Obama llegara a la Casa Blanca. Aun así, la masacre y la confusión seguían sin disminuir. Las ataques suicidas se multiplicaron por siete. Cada paso que dabas, corrías el riesgo de descubrir otro IED.

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En febrero de 2013, durante su último día al frente de las fuerzas de la OTAN en Afganistán, el general John R. Allen describió lo que a su juicio sería el legado de esta guerra: “Las fuerzas afganas defendiendo al pueblo afgano y apoyando al gobierno de este país para que pueda servir a sus ciudadanos. Esta es la victoria. Esto es ganar y no deberíamos evitar usar estas palabras”.

Las fuerzas estadunidenses y británicas se preparan para salir de Afganistán (a finales de 2014, oficialmente), y mi estancia en el país durante los últimos seis años me ha convencido de que nuestro legado será algo completamente opuesto a lo que planteaba Allen: no habrá un Afganistán estable, sino un Afganistán en guerra consigo mismo una vez más. Estas son algunas historias que me tocó presenciar, y creo que de alguna forma ilustran lo que estamos dejando en ese país.

Noviembre 2012 - Chai Boys

El teniente Will Felder, (izquierda), después de hablar con un habitante en el valle de Baghran, en la Provincia de Helmand. (Foto de AP/ Rodrigo Abd)

Para la vasta mayoría de las tropas en Sangin, una ciudad de 14 mil habitantes y un centro para la producción de opio en el sur del país, la guerra ya había terminado a finales de 2012. Los marines estadunidenses abandonaron las bases de control que establecieron a un alto costo durante los últimos seis años y se retiraron a la seguridad del comando central, al norte del centro de la ciudad, de donde rara vez salían. Sangin estaba firmemente en manos del gobierno afgano. Dos equipos de 18 “consejeros” visitaban estas bases de patrullas de vez en cuando, las cuales están ahora bajo el control de la policía y el ejército afganos, pero esto no representa en modo alguno una señal de éxito.

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Transición es la cuarta y última etapa en la política contrainsurgente de la OTAN, pero ésta no debe ocurrir hasta que el talibán haya sido eliminado, la infraestructura haya sido reconstruida, y las fuerzas de seguridad afganas hayan sido entrenadas y reclutadas hasta estar listas para tomar el control sin el apoyo de fuerzas extranjeras.

Después de pasar cinco semanas en Sangin, me resultó evidente que las fuerzas de seguridad afganas distaban de estar listas. Había visto policías tan drogados con heroína que no se podían parar derechos ni amarrar sacos de arena, y soldado que disparaban cientos de misiles, balas y granadas contra el desierto ante la más mínima sospecha de algún movimiento (“Que se jodan, todos son talibanes allá afuera”, gritó uno de ellos cuando se le ordenó que dejara de disparar contra un padre y su hijo), así como la existencia de niños soldados en al menos seis ocasiones.

El talibán también seguía activo, secuestrando civiles para cobrar rescates o como moneda de cambio para recuperar a sus prisioneros. Las armas, el combustible y el equipo que la OTAN proporcionó al Ejército Nacional Afgano se vendía en el bazar local, y los “fantasmas” (oficiales que técnicamente no existían) llenaban las hojas de nómina. “¿Alguna vez has visto Los Sopranos?” dijo Major Bill Steuber, el marine al mando del equipo de consejeros policiales, para describir la corrupción. “Es vasta”.

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Pero peor aún, los comandantes de la policía secuestraban jóvenes todo el tiempo y los usaban como chai boys, sirvientes que también eran tratados como esclavos sexuales. En incidentes distintos, dos de esos chicos fueron asesinados al intentar escapar. Uno recibió una bala en la cara y al otro le dispararon mientras se encontraba en la estación de policía. Cuando murió un tercero, Steuber irrumpió en la oficina del jefe de policía y exigió que se hiciera algo al respecto.

En principio, el jefe de la policía dijo que los jóvenes habían decidido vivir en las bases de patrullas: “Les gusta estar ahí y regalar sus culos por la noche”. También aseguró que el abuso sexual por parte de los soldados era necesario. “Si mis comandantes no se cogen a estos chicos, ¿a quién se van a coger? ¿A sus abuelas?”

Enero 2011 - "El talibán estará aquí media hora después de que ustedes se vayan"

Un soldado del Ejército Nacional Afgano se prepara para una operación en territorio talibán.

El hombre que salió de la mezquita informó a los marines parados en la calle que el día anterior su hija había sido herida por una bala en el hombro. La familia la había llevado al hospital sin ayuda de los marines ni del ejército afgano.

Uno de los marines dijo que el enfrentamiento había sido culpa del talibán, y aseguró que utilizan a los civiles como escudos.

Agregó que esto era una buena señal pues implicaba que estaban perdiendo el control y estaban desesperados.

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El mulá que acompañaba al hombre de la mezquita sonrió como si sus sospechas hubieran sido confirmadas, después se dirigió al sargento del ejército afgano que estaba con nosotros. “No hay seguridad más allá de la carretera”, dijo. “Sólo dicen esto para sentirse bien. Los rusos hicieron lo mismo. Dios mediante, sufrirán el mismo destino que los rusos”.

“Sí, el talibán está aquí, ¿pero quién es el talibán? Son afganos”, continuó, apuntando su mano hacia los marines. “¿Quiénes son ellos? ¡Ambos somos uno mismo! Porque mis huérfanos se quedarán contigo, y los tuyos conmigo. Ellos”, dijo apuntado hacia los marines una vez más, “se irán. Dios les dará tantos problemas que se olvidarán de este lugar”. En lugar de transmitir las palabras del mulá a los soldados, el traductor se limitó a decir: “Solíamos vivir en la Zona Verde pero era peligroso, así que ahora vivimos aquí y todo está bien. Los niños pueden jugar”.

“Eso es bueno”, dijo un marine, inconsciente del engaño. “Estamos intentando incrementar la seguridad, y me alegra saber que se sienten más seguros”.

El intérprete se dirigió al mulá. “Le dije que este lugar era muy seguro. No le dije lo que acabas de decir. Le dije que la seguridad aquí es muy buena”.

El mulá argumentó que los tres (el sargento del ejército, el traductor y él) debían unirse contra los extranjeros. “Ayer mataron a seis personas en una casa”, dijo. “Sólo sobrevivieron dos bebés. ¿Ese es el significado de la democracia? No queremos esta democracia. No queremos esta ley de los infieles. Queremos la ley del islam”.

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La acusación del mulá sobre el asesinato de seis personas en su hogar eventualmente llegó a oídos del marine. “Tiramos muchas bombas”, dijo, “pero cuando lo hacemos, somos muy cuidadosos con dónde caen, y sobre quién las echamos”.

“Si no te molesta, te diré una cosa”, dijo el mulá, “lo que sea que trajeron a Afganistán: Tu gente está aquí para matar. Sus tanques están aquí para matar. Sus cañones están aquí para matar. Sus aviones están aquí para matar. No han traído nada que nos guste. Sólo han traído cosas para matar”.

“Entiendo que no nos quieran aquí porque atraemos balas y hacemos mucho ruido y a veces la gente resulta herida por nuestra culpa”, dijo el marine. “Pero estas cosas tendrán que pasar antes de que tu país pueda alcanzar la paz, y si nos ayudan y ayudan al ejército y ganamos, ya no tendremos que meternos en sus vidas”.

“El talibán estará aquí media hora después de que se vayan”, dijo el mulá, con una sonrisa. “Ellos no nos matan. Con ellos, no nos preocupamos por salir a la calle. No se meten con nosotros. Nosotros no nos metemos con ellos”.

Era difícil saber si el mulá estaba al borde de un ataque de risa o de ira. “Miles de personas han muerto en esta zona. Como puedes ver, está vacía. Lo único que han hecho es construir kilómetro y medio de carretera en el bazar, pero a cambio más de cinco mil personas han perdido su vida. Hombres, mujeres, y niños. Ahora puedes comparar estas dos cosas, ¿cuál te parece mejor?”

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Cuando la conversación terminó, el mulá se había tranquilizado un poco. Dijo que había una pequeña casa de huéspedes en la mezquita e invitó a todos por una taza de té. El marine miró su reloj y respondió: “Nos encantaría tomar el té con ustedes el día de hoy, pero por desgracia se nos acaba el tiempo, y debo continuar con mi ronda. Pero la próxima vez que venga, me daría mucho gusto sentarme con usted a tomar té y discutir las cosas”.

La sonrisa del mulá se retorció en su rostro. Se había dado por vencido.

Enero 2010 - "Maldita sea. Estaba justo ahí"

El cuartel general de la policía afgana está repleto de jeeps que han sido destruidos por IED o acribillados. Los soldados estadunidenses y británicos viajan en camiones a prueba de explosivos que cuestan millones de dólares, pero los soldados afganos reciben camionetas pickup sin blindaje.

Frente a una casa en Sangin, había varias piedras grandes colocadas sospechosamente en el camino. El cabo Jeff Payne estaba de rodillas, rascando el suelo con su cuchillo en busca de metal. El cabo Blake Hancock lo seguía despacio, estirando cada pierna y tentando el suelo con cuidado antes de cada paso, como alguien que intenta evitar un charco con sus zapatos nuevos. Hancock creía que las piedras eran una guía para alguien en el otro extremo de un cable de mando. “Ven a alguien pasar a un costado y saben cuándo jalar el gatillo… ¡Bum!” Abrió sus manos para demostrar la explosión.

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“¿Ves ese agujero lleno de rocas?” dijo Hancock. “No pienso acercarme a eso. Es como el que golpeó a McGuinness”, un soldado víctima de un IED.

Nos acercamos a una curva en forma de S en el camino, una intersección de cuatro callejones. “Tiene que haber IED en esta maldita esquina”, dijo Hancock.

Nadie lo sabía en ese momento, pero Hancock tenía toda la razón. Enterrada bajo nuestros pies había una cadena de siete explosivos, diseñada para matar o herir a un pelotón completo. Dos cables de mando se perdían por un par de callejones; al final de uno, alguien vigilaba, esperando para detonar las bombas. Esa persona tenía la fuente de energía, probablemente una batería, en una mano y el cable de mando en la otra. En cuanto conectara los dos, la cadena estallaría. Este método no dejaba metales que los soldados pudieran detectar.

Sostuve la respiración hasta estar del otro lado de la esquina. Cuatro marines aparecieron atrás de mí, analizando cada callejón con la mira de sus rifles. Payne colocó una escalera contra un pared para buscar una manera de sacarle la vuelta al camino; el “maldito camino”, como decían todos. Al llegar a la cima de la escalera, una enorme explosión se escuchó detrás de nosotros. Volteé para ver dos columnas de polvo en el aire. Una lluvia de piedras cayó sobre nosotros.

“¿Hay alguien herido? ¿Hay alguien herido?” gritaban los marines. No podía ver qué había a la vuelta de la esquina pero escuchaba unos quejidos espantosos.

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Caminé de regreso para ver lo que había sucedido. Todos se habían congelado en sus lugares. Los gritos se volvieron insoportables. Conforme el polvo se asentaba, vi un cráter con los fragmentos de un contenedor de plástico amarillo. El contenedor era suficientemente grande para 18 kilos de explosivos, suficiente para volar a varias personas en pedazos.

“Maldita sea. Estaba justo ahí”, dijo un marine. Apuntó hacia el cráter, a unos tres metros de distancia.

Había otro marine hincado, su mano derecha buscaba algo de qué sujetarse. Pero su mano no podía encontrar el suelo. A lo lejos un médico gritaba: ¿Podía escuchar? ¿Podía ver? ¿Podía arrastrarse lejos de esa esquina? Al menos tres IED habían estallado juntos, pero todos estaban seguros que había más.

Payne apareció junto a mí. Observó la esquina unos segundos, después camino cuidadosamente hacia adelante. Caminó hasta el primer cráter y se agachó para evaluar la situación. Era el cabo Christian Thomas, conocido como Big T. Los otros marines se burlaban de él porque se asustaba con cualquier explosión, incluso las más pequeñas y controladas.

“¿Puedes ponerte de pie, puedes ver?” preguntó Payne.

“¡No puede ver! ¡Big T es la prioridad!” alguien gritaba por el radio. A menos de un metro de la cabeza de Big T había otro cráter, lleno de un polvo negro cuya fricción producía un sonido como si decenas de cerillos se encendieran a la vez.

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Payne intentó levantar a Big T, pero éste sólo tentaba el suelo a su alrededor y se quejaba. “¿Puedes ver? ¿Puedes ponerte de pie?”

“¿Eh?”

“¿Puedes ver?”

“¿Eh?”

“No te puede escuchar”, gritó el médico. Big T estaba ciego y sordo. Payne lo ayudaba a ponerse de pie, pero se colapsaba de nuevo, gritando. “Aaaahhhh, mierda”.

“Sígueme, sujétate de mí”, decía Payne. Colocó el brazo de Big T sobre su cuello y se arrastró por el camino.

Ahora me encontraba solo, parado entre dos cráteres. “Quédate donde estás, no te muevas”, gritó un marine frente a mí.

Acostaron a Big T en el piso. Se quejó otro poco mientras sus brazos colgaban sin vida de su cuerpo, como un muñeco de trapo. El polvo negro en el cráter estaba ahora en llamas, crujiendo ominosamente.

Big T levantó sus manos a sus oídos. Tenía la boca abierta y sus lentes cubiertos de polvo escondían sus ojos. Grité al marine más cercano que el polvo estaba en llamas. “¿Puede explotar?”

“No lo sé, no pienso ir hacia allá”, dijo.

Milagrosamente, ninguno de los marines había estado parado directamente sobre los IED cuando estallaron. Nadie más que Big T estaba gravemente herido. La gente al frente de la patrulla (Payne, Hancock, cuatro marines y yo) estuvimos parados sobre varios IED durante unos diez minutos antes de avanzar hacia la esquina. Payne regresó para seguir investigando el camino hasta que pudimos subirnos al techo.

Un marine apuntó hacia uno de los callejones. Dijo que estaba seguro que ahí era donde se escondía el detonador. “Está bien”, dijo. “Pronto estará muerto”.

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Agosto 2009 - "Esto parece Vietnam"

Un policía afgano tan drogado con heroína que no se puede parar.

Los marines dormían en el piso de concreto de una vieja escuela. Me dijeron que durmiera con los médicos, quienes tenían una habitación para tratar a los heridos, una para el doctor, y un patio de barro que compartía con otros 15. Mi cama era una camilla, cuando los médicos no la necesitaban.

“¿Has visto lo que está junto a ti?” dijo un marine. “Un sillón ginecológico con un basurero en un extremo. Qué apto para este país”.

Había un herido en el centro médico. Era un niño local, un parapléjico que, a pesar de tener “entre 16 y 30 años”, no pesaba más de 38 kilos. Lo habían encontrado en una casa cercana que se incendió tras el impacto de un misil Hellfire. Su familia había huido, junto con todos los demás, cuando llegaron los marines. Sin poderse mover y casi sin poder hablar, el niño casi muere de hambre. Le dijo al intérprete que resultó herido durante un accidente en una granja, cosa que ninguno de los marines creyó. Asumían que todas las personas heridas habían estado involucradas en un enfrentamiento o en la fabricación de IEDs.

Los marines patrullaban los alrededores todos los días, pero el talibán era casi invisible. “Esto parece Vietnam”, decía uno de ellos. “La mayor parte del tiempo es como si nos dispararan los arbustos”.

Un soldado se sentía miserable porque su primera llamada a casa no había salido muy bien. Durante la plática antes de la operación, la compañía Eco había sido informado de que el “mundo los estaría viendo”, pero sus amigos en casa le habían dicho que la mayoría de los estadunidenses no sabían que había habido enfrentamientos. Tenía apenas 21 años, había cumplido una temporada en Irak y pasado un tiempo en prisión por agresión.

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“Nuestras familias saben qué está pasando”, gruñó. “La gente en el ejército lo sabe, pero la población general no. Estados Unidos no está en guerra. Estados Unidos está en el centro comercial”, se quejó. “A nadie le importa. Quieren saber: ‘¿Qué ha pasado con Paris Hilton? Britney Spears esto…’ El estadunidense promedio no se entera cuando alguien aquí muere”.

Otro marine estaba de acuerdo. “Cada día, alguien nos dispara. Por fin pude hacer una llamada el día de hoy, y esperaba escuchar: ‘Oh, te extraño tanto’. Y no escuchar: ‘Todo está bien. Salgo de fiesta, la paso bien aquí’. Ni siquiera me pregunta cómo estoy. Fue entonces cuando me di cuenta de que a la gente no le importa un carajo. Ya nadie habla del 11 de septiembre. Para mí, esa es la única razón por la que estoy aquí. Fue por eso que fui a Irak, fue por eso que me uní a los marines. Ahora estamos aquí y la verdad es que no sé para qué”.

Algunos de los marines tenían apenas 11 o 12 años cuando ocurrieron los eventos del 11 de septiembre. Y entre más jóvenes habían sido, menos convencidos estaban hoy de estar luchando una guerra contra el terrorismo. Un soldado, quien había sido reclutado exactamente un año antes, cinco días después de su cumpleaños 18, dijo: “No sé. Donde yo estaba, la economía no iba muy bien, no podía conseguir trabajo, mi padrastro sufría, se le dificultaba encontrar trabajo. Sabía que esta era una buena organización, un cheque cada mes, cuidan de ti. Aquí sentado estoy ayudando mucho a mis padres”. Ganaba poco más de 20 mil dólares al año (un sueldo bajo en Estados Unidos).

Otro marine acariciaba un pequeño arbusto con sus guantes. “Miren esta maldita cosa, no es más que puras espinas. Está enojado. Literalmente no tiene otra función más que infligir dolor. Todo en este país está bien pinche encabronado”.

Junio 2007 - "Son nuestros reyes"

El dedo del jefe de policía del distrito de Gereshk temblaba mientras lo levantaba para dar énfasis. Era un hombre pequeño con una barba canosa y bien recortada. “Las operaciones de las fuerzas internacionales no sirven”, dijo. Se van, y el talibán regresa. No discriminan. No ven ninguna diferencia entre una mujer, un niño y un talibán”.

Creí que estaba exagerando, intentando hacer a todos entender que se identificaba con ellos. Pero después me di cuenta de que él también había perdido a varios familiares en un ataque aéreo, cosa que me sorprendió sólo a mí. “Me han golpeado tan duro que estoy confundido. ¿Qué puedo hacer? He perdido a cuatro de mis hermanos. ¿Cómo puedo cuidar ahora de sus familias?”

Cuando terminó, los ancianos se quejaron de los bombardeos; decían que el talibán por lo general ya estaba muy lejos cuando caían las bombas, que la seguridad estaba empeorando, y que cada vez más civiles se unirían al talibán si las cosas no cambiaban. “La vida ya no tiene ningún significado para mí”, dijo un hombre. “He perdido a 27 miembros de mi familia. Mi casa fue destruida. Todo lo que construí en 70 años ya no existe”.

Trajeron contenedores metálicos y los colocaron en mesas frente al grupo. Los ancianos recibieron fajos de billetes afganos y firmaban por ellos con la huella de sus pulgares. Cada uno recibió aproximadamente dos mil dólares por cada familiar fallecido.

“Perdí a 20 personas, y me dieron dos millones de afganis [unos 36 mil dólares]”, dijo un hombre. “No habían dado las 12:30 de la madrugada cuando sus fuerzas llegaron a nuestra zona. Estuvieron involucrados en un enfrentamiento, pero el talibán se retiró. Más tarde, un avión tiró bombas sobre nuestra casa. Dos habitaciones quedaron destruidas. Mis dos sobrinos y mi hijo estaban en una de ellas. Mi hijo sobrevivió. Lo rescaté de entre los escombros. Seis familiares de mi tío estaban en la otra habitación. Todos son mártires. Fueron enterrados vivos. Me llevé a mis hijos y regresé para rescatar a aquellos bajo los escombros. Mientras hacíamos esto, los niños estaban tan asustados que salían corriendo. El avión los derribó uno por uno.

“Sólo queremos seguridad, ya sea que nos la den ustedes o el talibán. Nosotros no apoyamos ninguna guerra. Apoyamos la paz y la seguridad. Si ustedes traen paz y seguridad, entonces ustedes son mi rey. Si ellos traen seguridad, ellos son nuestros reyes”.

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