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El colombiano que enseña jiu jitsu al ejército de Emiratos Árabes

A mediados de los noventa, el joven jeque Tahnoon bin Zayed, quien más tarde se convertiría en Asesor Nacional de Seguridad en Emiratos Árabes y haría que el jiu jitsu fuera obligatorio para el ejército de ese país, miraba peleas del Ultimate Fight Championship ––UFC–– por televisión. Se sentaba en su cama, en San Diego, California, y fundía la mirada en la pantalla por donde desfilaban los luchadores de artes marciales mixtas.

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El auge de ese deporte, durante esa misma década, se regó por todo Estados Unidos. Las artes marciales mixtas habían aparecido en 1993 bajo una premisa que parecía sacada de un videojuego: enfrentar al boxeo con el judo, al muay thai con el karate, al sambo con el jiu-jitsu, a todos con todos, para ver quién peleaba mejor. Royce Gracie, hijo de Helio Gracie, creador del jiu-jitsu brasileño, ganó tres campeonatos de UFC entre 1993 y 1994, y logró probar que se podía vencer a cualquiera a punta de agarres y derribos, sin golpes.

En 1998, el jeque Tahnoon bin Zayed volvió a su natal Abu Dabi desde Estados Unidos. Durante cinco años había entrenado jiu-jitsu en Gracie Barra, una escuela californiana montada por Carlos Gracie Jr., otro hijo de Helio. El maestro del jeque, Nelson Monteiro, viajó con él hasta Asia para asesorarlo en la que para ese momento era su mayor obsesión: llevar el deporte a los Emiratos Árabes. El plan floreció rápido. Ese mismo año crearon el Club de Combate de Abu Dabi y movieron todas sus fichas para atraer competidores del resto del mundo.

Quizás fue el momento adecuado, quizás la cantidad de dinero que invirtieron, quizás la mística que rodea el imaginario del lujo en Emiratos Árabes. Fuera cual fuera la razón, en menos de una década Abu Dabi se convertiría en la capital mundial del jiu-jitsu. El Club de Combate fue tan exitoso que se trasladó a Brasil, a Estados Unidos, a España, a Inglaterra. En 2009 acabó por consolidarse bajo el nombre de Copa Mundial de Jiu-Jitsu Profesional: un evento sin precedentes que motivó al príncipe Mohammed bin Zayed, comandante de las Fuerzas Armadas de Emiratos Árabes, a invertir, con la decisión que solo los jeques conocen, para enseñar jiu-jitsu brasileño a todos los habitantes de su país.

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A principios de este año el jiu-jitsu se volvió obligatorio en cientos de escuelas públicas emiratíes. Un par de años atrás, idea de Mohammed bin Zayed, también se había convertido en una disciplina fundamental en el Ejército.

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En 2014 el colombiano Luis Carreño supo de una convocatoria que no se le ajustaba: el gobierno de Emiratos Árabes buscaba en Brasil a 400 cintas negras de jiu jitsu para llevarlas a entrenar al ejército de su país, que busca ser uno de los más potentes y mejor preparados del mundo. Desde que el príncipe Mohammed bin Zayed se enamoró del potencial de ese deporte, cada uno de los 65.000 militares emiratíes está obligado a aprenderlo.

El llamado no era solo para brasileños. Pero casi.

Tiene sentido: en Brasil, durante la primera mitad del siglo pasado, nació y creció una vertiente local del jiu jitsu japonés. Una versión con menos mística, más práctica, centrada en la autodefensa a partir de tirar al oponente al piso, a veces tirarse con él, y hacerle llaves y estrangulaciones hasta que golpee dos veces el piso y diga que no más, que se rinde.

En el jiu jitsu brasileño, a diferencia del japonés, no hay puños ni patadas.

Luis Carreño vivió su infancia entre Barrancabermeja y Bucaramanga, en Santander, donde dedicó días enteros a ver una y otra vez las películas de Bruce Lee, el legendario artemarcialista chino.

—Uno veía esas películas y quedaba como "wooow". Sorprendido, bastante animado. A mí me gustaba imitar eso. Mis padres vieron esa inclinación, vieron que tenía "estilito" y me llevaron a una escuela de karate— recuerda.

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Luis: alto, acuerpado, con el cuello de un diámetro ligeramente menor a su cabeza.

Después del karate llegó el taekwondo. Entrenaba con intensidad, varias veces por semana, año tras año. Consiguió muy joven, y casi naturalmente, el cinturón negro en esa disciplina. Apenas tenía 17 años cuando se fue a Estados Unidos a competir y a ganar torneos. Tenía la destreza de un campeón, pero también la inocencia de un niño que siente que sabe lo necesario. Por eso no se asombró cuando un amigo le sugirió aprender jiu jitsu: "un arte marcial de tipos muy duros a los que no les gana nadie".

—Usted, que es campeón de taekwondo, enfréntese a ese pelado y péguele duro. Él verá cómo se defiende— recuerda que le dijo Amauri Bitetti, su futuro mentor, cuando asistió por curiosidad a su primera lección de jiu jitsu brasileño.

—¿Cómo cree?— le respondió Luis—. Lo puedo herir.

—No importa: hiéralo.

Luis lanzaba patadas tan rápido como pocos de su edad. Al primer intento de golpear a su oponente, este lo bloqueó y lo tiró al suelo.

—El jiu jitsu cierra la distancia, te pone en el piso y yo ahí no sabía nada. Quedé muy frustrado. Llevaba como 10 años de mi vida entrenando y no sabía nada. Me tocó ser humilde: quitarme el cinturón negro y ponerme el blanquito— reflexiona, más de 20 años después.

El jiu jitsu empezaba su auge en Estados Unidos y Luis se subía oportunamente al tren.

Los diez años siguientes los resume así: "El primer año fue duro porque no me iba muy bien. No entendía muy bien los principios, metía mucha fuerza y quería ser muy rudo. Pero después de ahí, fue solo crecimiento".

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Mientras el jeque Tahnoon bin Zayed seguía haciendo crecer el jiu jitsu brasileño en Emiratos Árabes, Luis conocía otras versiones de la lucha. Fuera del ámbito deportivo, las características del jiu jitsu volvieron popular la idea de que se podía trasladar a la lucha cuerpo a cuerpo en contextos violentos: varios ejércitos y fuerzas policiales empezaron a implementarlo en sus entrenamientos.

En Springfield, Virginia, Luis conoció a Papa John Gorman, un entrenador de jiu jitsu que se especializaba en entrenamiento para el ejército americano. Gorman dictaba cursos para acercar a los luchadores a esa versión de la disciplina. Luis, que en ese momento era cinturón púrpura, viajó desde Nueva York para probar la cara militar del deporte que lo había atrapado.

—Empecé a dictar clases en una base militar de Springfield. Luego estuve en New Jersey, en New York, también en algún departamento de la Policía. Después volví a Colombia y dicté clases en la embajada de Estados Unidos a agentes americanos de la CIA, del FBI. Y luego, con el ejército colombiano, inicié con batallón de Policía Militar número 13, en Puente Aranda.

En un video de su canal en Youtube, Luis aparece enseñándole a soldados colombianos cómo hacer una "guillotina". Cuando su oponente avanza hacia él, con la cabeza gacha, como un toro, Luis lo detiene poniéndole las manos sobre los hombros. Y explica: "uno, lo freno. Dos, mano al cuello. Tres, lo traigo hacia mí y meto el brazo (por su cuello) lo más profundo que pueda. Le sujeto la muñeca, doy un paso hacia él y lo finalizó". Con la suavidad de una demostración, pero con una firmeza que insinúa que podría ser letal, lo levanta del cuello y hace la ficción de estrangularlo.

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Otra vez 2014. Luis, ya cinturón negro, se había ido a vivir a Brasil para seguir perfeccionando su técnica. Continuaba dictando clases a militares de la Guardia Brasileña en Poços de Caldas, una ciudad del estado de Minas Gerais.

Y llegó la convocatoria del gobierno emiratí.

El llamado, es cierto, no le apuntaba a colombianos. Probablemente ni siquiera a latinos. Pero la oferta era atractiva: tiquetes aéreos desde Sao Paulo hasta Abu Dabi, tres meses en un hotel cinco estrellas en una de las ciudades más lujosas del mundo, un jugoso adelanto de sueldo y la posibilidad de seguir creciendo profesionalmente en un ejército que no para de crecer.

En total se presentaron cerca de 4.000 luchadores. Después de pruebas físicas y psicológicas, escogieron a 222: 221 brasileños y Luis. Dos meses después, estaba montado en un avión rumbo a la capital de Emiratos Árabes.

—La vida en los Emiratos es muy buena. Se parece a Florida. Hay muchas palmeras, mucho mar. El 70% de los habitantes son extranjeros. La población árabe es pequeña. Aún así, la cultura árabe se respeta. Hay una mezquita en cada esquina. Escuchas las oraciones. Es muy chévere— dice Luis, por Skype, desde su apartamento en Dubai, donde vive con su esposa, Mayumi Uchiyama.

A diario, de madrugada, Luis se desplaza a una base militar en Jebel Ali, en la frontera entre Abu Dabi y Dubai. Allí lo espera un grupo de 300 militares, a quienes imparte clases junto a otros dos entrenadores. Los soldados emiratíes están obligados a recibir cuatro clases semanales de jiu jitsu durante tres meses, en los que también entrenan otras técnicas de guerra. Después de eso los asignan a misiones por fuera del país (en Yemen, por ejemplo, donde ese ejército ha hecho presencia para luchar contra las guerrillas que derrocaron al gobierno) o custodiar las fronteras terrestres y marítimas.

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Aunque algunos de los 65.000 militares emiratíes aprovechan y entran para competir en campeonatos, la función de las clases de Luis es poder defenderse y atacar durante la guerra.

—Los árabes no son personas muy grandes. Miden en promedio entre 160 y 170 cm. Con el jiu jitsu tú mandas a la persona al piso, la cansas, la dejas que haga fuerza, se mueven, se mueven y cuando está cansada, ¡bum!, atacas, lo finalizas. En este deporte hay un dicho: Dios creó a los hombres fuertes y a los débiles, pero el jiu jitsu los iguala— dice Luis.

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Al ejército emiratí lo preparan para dos fases de la guerra: ataques aéreos o con armas de largo alcance y confrontación cuerpo a cuerpo.

"Si no se llega a acuerdos a través de diálogos y los terroristas están quebrando la soberanía de un país —explica Luis— hay que proceder a un ataque. Se bombardean lugares. Después de eso, hay un equipo especializado de land forces que entra después de esa primera fase. La primera fase es desde el cielo. La segunda es en la tierra".

En ese frente a frente, en tierra, existe la posibilidad de que dos contrincantes se encuentren muy de cerca. Que uno desarme a otro, que lo intente atacar con un cuchillo.

—En ese caso pienso que es viable que si una persona viene armada con la intención de matarme, pues voy a tener que defenderme. Y mi nivel de respuesta tiene que ser fuerte, contundente, violento. Bajo ese concepto es respetable y aplicable lo que los ejércitos están haciendo a través de esa violencia, de ese combate militar, porque se pueden resolver muchas situaciones.

Luis dice que hay que entrenar con tranquilidad, con rigor, sin pensar en la guerra. Dice también que no nota en las miradas de sus alumnos los traumas que pueden aparecer cuando se va a matar o morir. Y que su entrenamiento no se centra en eso, sino en crear confianza para poder reaccionar ante determinadas situaciones.

Pero en esa línea invisible, que va desde la demostración de la estrangulación hasta un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con el enemigo, está la muerte.

Hay un proverbio chino que dice que el conocimiento de la violencia trae la no violencia. "Si tú sabes cómo controlar un arma no vas a salir a dispararle a cualquier persona. Si tú sabes cómo defenderte, no vas a salir a golpear a cualquier persona. El que usa la violencia para dañar a los otros es un cobarde", aclara Luis, que hace poco fue condecorado por sus superiores en la base militar.