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Gracias a ‘Cosas de hembras’ aprendí que no tenía por qué llevar una vida corriente

La película de John Waters acabó con las fronteras del buen gusto

Los domingos por la noche –cada domingo por la noche, de hecho-, mi madre corría las cortinas, ponía la tele, se hacía una taza de Earl Grey y disfrutaba de un episodio de la serie Heartbeat. Adoro a mi madre, pero recuerdo verla una tarde, allí sentada en el sofá, y pensar, frunciendo mi ceño de siete años de edad, DIOS, AYÚDAME si alguna vez me vuelvo como ella.

Llega un momento en la vida de la mayoría de los adolescentes en el que se dan cuenta de que son mucho más geniales que nadie, de que tienen más talento y son más guapos que el resto de los adefesios de su clase y de que están destinados a dejar atrás esa penosa existencia barriobajera. Pero todo ese glamour acababa cercenado. Por tus padres, tus profesores y por cualquiera que se creyera con derecho a entrometerse en tu vida. Todas esas personas intentan imponer sus normas arbitrarias: "¡Siéntate con las piernas juntas, eres una señorita!", "¿Qué habíamos hablado sobre lo de robar?", "Al menos podrías intentar ser heterosexual, ¿no?".

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Ellos condicionan tu juventud. Tratan de hacerte una persona sociable. Anulan tu egolatría. Quieren que crezcas como una persona educada y bienintencionada, con una vida tranquila en una casa adosada con cuatro dormitorios, que mueras mientras duermes, sin dolor, una mota de polvo en el éter de la existencia.

Creo que lo que a John Waters le interesa es ese momento en que consigues desprenderte de todas esas reglas y restricciones y aterrizas, llena de luz y fealdad, en el reino de lo que está mal. Todos los personajes de Waters merecen una vida de notoriedad, sentimiento que encuentra su máxima expresión en Pink Flamingos, un ejercicio que se adentra en lo que sucede cuando dejas que ese pequeño "que te den" que tienes contenido en tu interior salga a la luz en una sonrisa maniática y vil.

Sin embargo, para mí Waters alcanza el culmen del talento y la anarquía con Cosas de hembras (1974), de la que a menudo se dice que es la favorita del propio Waters en sus cinco décadas de director. En clave de fingida película biográfica, narra las vicisitudes de Dawn Davenport, una adolescente de Baltimore que ha dejado el instituto. Su papel lo interpreta Harris Glenn Milstead, también conocida como la leyenda drag Divine, y me quedaría corta diciendo que es una jovencita problemática: Dawn representa la rebeldía en todo su caótico apogeo.

Todo empieza en Navidad, cuando los padres de Dawn no le compran el único regalo que había pedido: unos zapatos de tacón. Lo que pasa a continuación es exactamente como lo imagináis: un hombre adulto, con sobrepeso y vestido con un picardías arremete contra un matrimonio de la tercera edad. Dawn le tira el árbol de Navidad encima a su madre y huye de casa. Poco después la recoge un conductor anónimo (también interpretado por Divine) y ambos acaban follando en un colchón junto a la carretera.

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Avanzamos a cámara rápida nueve meses desde el episodio del colchón y aparece Dawn, con sus gafas a lo Jackie O puestas, dando a luz a una niña, Taffy, en el sofá de un motel. Dawn / Divine corta el cordón umbilical con los dientes en lo que probablemente sea mi escena favorita en toda la historia del cine. A partir de entonces, en una trama que resulta un presagio inquietante de la vida de Anna Nicole Smith, Dawn trabaja como empleada de una hamburguesería, como stripper y como celebridad de tres al cuarto ávida de fama.

El resto del argumento discurre como el de cualquier otro melodrama: peleas domésticas, altibajos emocionales y deseo de evadirse. Como ya hizo en su última producción, Polyester, Waters toma el drama familiar como género en torno al cual estructura sus historias, tejidas con puntadas de ironía cuidadosamente orquestadas. Destaca por encima de todo el hecho de que la protagonista femenina la encarne una drag. Los personajes hilarantes e impasibles son un denominador común del buen cine casero / punk / trash, pero los gestos de Dawn / Divine son completamente teatrales y su actuación está plagada de matices de Joan Crawford: la parodia definitiva de la feminidad y el estrellato, un golpe maestro, sin duda.

Asimismo, Waters disfruta cuestionando la sexualidad normativa y posicionándola en lo absurdo. Cuando Dawn conoce a Gator –un peluquero hippy-, la madre de este, Ida, se lamenta de no tener un hijo gay: "Estaría tan orgullosa si fueras maricón y tuvieras un novio esteticista", afirma como ningún padre lo haría. Pese a ello, Gator se casa con Dawn y ambos inician una vida sexual en la que él la penetraba con un martillo.

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Cansada de tropezarse con las perversiones sexuales de sus padres, Taffy le dice a Gator que no le chuparía su asquerosa polla ni aunque se estuviera ahogando y él tuviera oxígeno en las pelotas, tras lo cual se fue de casa en busca de su verdadero padre. La escena dinamita el ideal del núcleo familiar.

Waters también arremete contra el "mito de la belleza" con mucho más acierto que si lo hiciera Naomi Wolf. La madre de Gator arroja ácido a la cara de Dawn, cuyo rostro se desfigura en una mezcla burbujeante de piel y maquillaje de drag. Entran en escena Donald y Donna Dasher, propietarios del salón de belleza, quienes encuentran inspiradora la nueva apariencia de Dawn, así como su trabajo de stripper y su vestido azul con estampado de leopardo. De ese modo la convierten en modelo, dando la vuelta totalmente a los cánones de belleza –e incluso menospreciándolos- y en ese momento, mientras ves la película, te das cuenta de lo absurdo que es el concepto del "buen gusto".

Quizá el ejemplo más claro de ello sea el hecho de que fueron las visitas de Waters a Charles "Tex" Manson en prisión las que inspiraron el mantra principal de la película: "la delincuencia es bella".

También lo es la carta de amor de Waters a Jean Genet, cuyas novelas constituyen una feroz crítica a los valores morales y realzan la belleza que se esconde en el mal. La única diferencia es que Cosas de hembras lo lleva al terreno cómico, muy cómico. En una de las escenas, basada en una de las actuaciones reales de Divine, se tumba en una cuna llena de pescado delante del público mientras confiesa a gritos todas las cosas horribles e impías que ha hecho: "¡Se la he chupado a Richard Speck, y son tan guapa que ni yo puedo soportarlo, joder!".

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El mensaje es contundente: es fantástico ser repugnante.

"Para mí, el entretenimiento se basa en el mal gusto", afirma John Waters en su libro Shock Value. "Si alguien vomita viendo una de mis películas, para mí sería como recibir una gran ovación. Pero no hay que olvidar que hay mal gusto del bueno y mal gusto del malo. Es fácil provocar asco a alguien; podría grabar una película de noventa minutos de cómo le cortan las extremidades a alguien, pero eso sería mal gusto del malo y carecería de estilo u originalidad. Para entender el mal gusto, hay que tener buen gusto. El mal gusto del bueno puede ser nauseabundo pero, a la vez, puede llegar a la gente con un sentido del humor algo retorcido, un elemento nada universal."

Y eso es lo que hace que Cosas de hembras sea única: ese estilo cutre y amanerado está en los ojos de quien lo ve. Si ves a una drag queen victimizada y con la cara desfigurada que sonríe mientras estrangula a su hija, enhorabuena, puedes formar parte del club de depravados seguidores de Waters. Pero si te ofenden su estética o su sensibilidad moral, bueno, el daño ya está hecho, ya se han cruzado las fronteras del gusto.

No hay ideología social que se libre de la crítica de Cosas de hembras: el mito de la belleza, el núcleo familiar, el culto a las celebridades… Por eso considero que la cinta es el paradigma de la provocación violenta en el cine. Obviamente, yo no arrancaría las cortinas, ni tiraría el televisor al suelo de una patada, ni le echaría el Earl Grey en la cara a mi madre para luego irme de casa, pero Cosas de hembras constituye una mirada divertida a cómo habría sido la vida si lo hubiera hecho. Te enseña las posibilidades de llevar una vida menos corriente, aunque sea planteando la pregunta, "¿Qué es corriente?".

Yo no tuve ningún problema en no ser ninguna de las cosas que se suponía que debía ser, a saber: femenina, virtuosa y heterosexual. Desterrando la idea del "buen gusto", la inmunda pero inexorable Dawn Davenport me dio libertad para ser tan depravada como quisiera y demostró que cualquiera –y recalco, cualquiera- puede ser guapo.