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Así fue crecer en

Así fue crecer en: Chihuahua

Nací en la capital del vaquero, cuna de la Revolución Mexicana y tierra donde Pancho Villa dejó huella, ciudad famosa por sus carnes, queso, tortillas de harina, rodeo y balas.

La autora con su hermana materna y su hermano.

Nací en la capital del vaquero en 1987. En el mero Chihuahua, cuna de la Revolución Mexicana y tierra donde Pancho Villa dejó huella, ciudad famosa por sus carnes, queso, tortillas de harina, rodeo y balas.

Soy la segunda de cuatro hermanos. La única que sacó los ojos verdes de mi padre y también la mala suerte de tener canas desde los 12.

De pequeña comencé a odiar los vestidos que mi mamá, Norma, me compraba cuando íbamos a El Paso, Texas. Después entendió que lo mío eran los shorts y los overoles de mezclilla.

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Siempre me importó más mi vida social que la escuela. A los seis conocí a Verónica, mi bella y conflictiva vecina, con quien me divertí fastidiando a los otros colonos. Timbramos en las casas y corrimos antes de que abrieran la puerta, irrumpimos en albercas ajenas, trepamos techos, robamos carritos del club de golf, patinamos, anduvimos en bici y nos raspamos las rodillas hasta cansarnos.

Los fines de semana, Quique, mi hermano mayor y yo, madrugábamos para irnos a Horcasitas, poblado donde estaba el rancho de mi abuelo paterno, Don Enrique. Se llamaba El Monumento porque ahí murió el revolucionario Abraham González, muy cerca de las vías del tren. Para llegar hasta el poblado viajábamos por un camino largo y empedrado, con muchísimas plantas que me provocaban alergia.

El trayecto, de cerca de dos horas, me daba pavor porque Don Enrique me decía que los apaches vendrían por nosotros. Eso me recordaba a aquella película de Cantinflas, en la que interpreta a un dentista que estaba a punto de ser quemado vivo por una tribu de apaches, mientras cruzaba la frontera.

La autora con el abuelo Don Enrique, sus padres y su hermano.

En el rancho fui testigo de cómo a las vacas y a los caballos les herraban con un fierro hirviendo —el método tradicional— las iniciales EP de Enrique Ponce. Comíamos queso ranchero y carne asada, arrancábamos vainas de arboles de mezquite y las masticábamos.

El abuelo era un as para hacer negocios porque todo lo revendía y lo que compraba, lo regateaba. Aunque estudió hasta la primaria, era muy visionario: fue ganadero y tuvo negocios de carnicerías y venta de autos.

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Don Enrique teñía sus mañas y solía apostarle cabezas de ganado a otros rancheros. Fabricó una moneda con doble cara, de tal forma que cuando tiraban al aire, por alguna extraña razón siempre ganaba los volados. Cuando jugaba póker, marcaba con una gota de salsa Valentina las esquinas de aquellas cartas que eran las ganonas y eso le daba la ventaja de ganar con el 100 por ciento de probabilidades los juegos de azar.

Mamá Norma se dedicó completamente a sus hijos. Dejó de estudiar y tuvo que aguantar el mal carácter de sus cuñadas y suegra. Mi padre, Enrique, aunque estaba más ocupado intentando superarse con su negocio de autos y nunca nos dijo un "te quiero", nos lo demostró de otra forma. Nos dio educación, los mejores viajes, una alacena llena y ropa hasta para regalar.

Como muchos chihuahuenses, desde niña tuve influencia gringa: Halloween, Thanksgiving, recibir a Santa Clos y no a los Reyes Magos, el rodeo, el beis y el basquet. Me acostumbré a escuchar estaciones de radio norteamericanas, con música de Queen, Pink Floyd y Chicago, los grupos favoritos de mi madre.

El inglés lo aprendí bien de mis maestros: Miss Cacki Schneider, una rubia que vino a enseñar desde Houston, Texas, y el guapo Mr. Michael McCrary, un afroamericano que desde el primer día que nos dio clases pegó posters de Michael Jordan y a las chismosas nos castigó con cien sentadillas y abdominales.

En Chihuahua pasé mis mejores años. Después todo se jodió. En mi adolescencia agarré la fiesta muy dura y a los 19 fui madre de mi hermosa hija, Ana Lucía, quien se ha convertido en mi brújula.

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Por supuesto he tenido momentos difíciles por mi ansiedad. Conforme fui creciendo los problemas aumentaron y luché varios años por controlar mi peso y la forma en que comía. A la par, el padre de mi hija estaba metido en drogas y preferí alejarme. Me tocó estudiar, trabajar y amamantar a Lucía al mismo tiempo.


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Aunado a mis problemas amorosos, llegó la violencia. En 2011 mi padre fue extorsionado por el crimen organizado y le exigieron 20 mil pesos semanales y disponer de las camionetas que ellos quisieran. Fueron dos meses muy complicados en los cuales tuvimos que cerrar el changarro y no tener entradas de dinero. Pasamos de los años de bonanza con viajes a Nueva York y Alaska a tener que sobrevivir con 500 pesos por semana.

De 2008 al 2012 Chihuahua, el estado grande, fue únicamente reconocido a nivel mundial por ser el más sangriento de México. Aún así, parece que todo está regresando a la normalidad. Este fin de semana pude pasear a mi hija, me eche unos pistos y logre llegar sana y salva a mi casa.

@Normain