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La tierra murió gritando

El encanto de hacer casas pequeñas

En lugar de ver cómo funciona el agua, la calefacción y la electricidad, intenté vivir en una microcasa, pues pensé que esto prometía un grado implícito de control y entendimiento.

Ilustración por Heather Benjamin.

¿Qué tienen las casas pequeñas que son tan llamativas? ¿Será su ordenada ternura, su maleabilidad? ¿Que parecen cubos de Rubik resueltos, donde todo está limpio y en su lugar? Para mí son como la versión arquitectónica de un suspiro, signo de que todo está bajo control. Además fomentan la fantasía, al menos desde lejos, de que mi entorno al fin podrá ser pacífico y comprensible tan sólo por haber sido recortado. La visión es romántica pero castrada, es como si se tratara de una fortaleza adulta o una casa de muñecas.

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Así que después de años de leer historias y ver programas sobre microcasas —casas de árbol, casas prefabricadas, de interés social, en contenedores de envío, basureros, de lámina, de cartón, rodantes, microcabinas… todas ellas generalmente de menos de 50 metros cuadrados y a veces de menos de diez— alquilé una minúscula casa independiente al occidente de Massachusetts. La cabina de madera de 1x2 metros cuadrados, ubicada en el borde de una pradera junto a un bosque, era como sacada del sueño de una niña de campo: tenía pequeñas ventanas por todos lados, un pequeño portal, un techo puntiagudo y una pequeña y hermosa chimenea. Los dueños habían puesto la casita (que tenía llantas y que había sido construida muy cerca) a varios cientos de metros de la casa principal, al lado de una carretera rural a media hora del pueblo más cercano.

La casa no tenía internet, señal de celular, teléfono fijo ni agua (durante los meses más cálidos, un sistema de aguas negras que se origina en la casa principal filtra el agua a las plantas, jardines y bosques de los alrededores). También había un sanitario de compostaje. Una pequeña estufa de madera servía de calefacción. Aun así, la casa tenía electricidad, lo que tal vez hacía q175ue siguiera conectada al mundo.

Para mi estadía de tres días me dieron 20 litros de agua en tres contenedores diferentes, aunque no la usé toda, en parte debido a que mis rituales de limpieza no iban más allá de lavarme las manos y los dientes. La "habitación" estaba en un entrepiso sobre la cocina y se accedía a ella por una escalera. Esta tenía un sofá cama de buen tamaño. Había espacio a ambos lados para algunos libros y tazas, pero eso era todo. Había una pequeña lámpara de lectura montada sobre una ventanita que daba a los árboles. Había suficiente espacio para que una persona de menos de 1,80 metros se sentara en medio de la cama, que era donde el techo era más alto. El sofá tenía un cómodo edredón y sábanas de franela. Era maravilloso y dormí mucho mejor de lo que había dormido en meses.

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En su libro The Small House, La pequeña casa en español, el constructor pionero y residente de pequeñas casas Jay Shafer presenta las microcasas como un antídoto contra las "McMansiones" norteamericanas —aquellas "bodegas repletas de juguetes, muebles y decoraciones"— y como una solución parcial al excesivo consumo de energía. "Mi decisión de habitar sólo ocho metros cuadrados —escribió—, surgió de algunas preocupaciones del impacto que una casa grande tendría en el ambiente y porque simplemente no quería tener mucho espacio inutilizable".

Debo admitir, sin embargo, que no estoy tan preocupada por el impacto ambiental de las casas grandes como lo estoy por mi propio deseo de sentirme más en control de las cosas que hago en donde vivo. Aunque mi apartamento en Brooklyn no es exactamente una McMansion, nunca he tenido contacto con los procesos que hacen que sea más fácil vivir en un lugar. Y por tanto, en lugar de ver cómo funciona el agua, la calefacción y la electricidad, intenté vivir en una microcasa, pues pensé que esto me proveería de un grado implícito de control y entendimiento. Pensaba que al vivir en un espacio tan pequeño me transformaría en alguien que entendería cómo funciona una casa; que, debido a una menor escala, mágicamente comprendería las razones básicas por las cuales es posible que los humanos vivan en interiores. Esto era en parte porque los sanitarios de compostaje y las fogatas parecían más fáciles de descifrar que la plomería y los radiadores, pero también porque esperaba que una microcasa automáticamente me hiciera sentir más acorde con mi entorno. Un pensamiento que tenía antes de llegar, por ejemplo, era que si el techo de la pequeña casa tenía una gotera, yo podría arreglarla, no porque supiera hacerlo, sino porque estaría lo suficientemente cerca como para alcanzarla con una escalera, y que podría improvisar algo hasta que supiera qué hacer.

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Creo que hay un poco de verdad en esto. Si la casa es lo suficientemente pequeña, yo podría subir a una escalera y cubrir el hueco con cinta de aislar, una maniobra que me asustaría mucho hacer en una casa de tamaño normal. Creo que, simplemente, estaba recordando toda la la diversión que me producía jugar en casas de muñecas. Específicamente, la satisfacción de estar a cargo de todo, de arriba, de abajo, de los lados, del interior y de verlo todo, de dominarlo todo.

Este fue el caso hasta cierto punto. Por ejemplo, se sentía increíble manipular el fuego. Era gratificante ayudar a crear calor; no es que hubiera construido la estufa o algo así, pero sólo poner leña en una caja de metal y ser capaz de crear el suficiente calor en un clima bajo cero para no morir y estar cómoda durante varios días se sentía increíble. Y el baño de compostaje fue una agradable y conveniente sorpresa.

Pero también me di cuenta, casi desde que llegué, lo absurdo y ridículo que era haber fantaseado con que simplemente por estar en un lugar más pequeño mágicamente tendría la posibilidad de entender cómo funcionan las casas conectadas a los servicios públicos. Aunque esperaba que vivir sin servicio de agua me transformaría en una ermitaña insoportable, simplemente terminé usando muchas botellas de plástico y llevándomelas de regreso a Brooklyn, porque estaba demasiado apenada como para dejarlas en la caneca de reciclaje de allá y que los dueños las vieran.

Además, la vida en un lugar tan racional es solitaria. Aun cuando la casa había sido construida para dos personas (tenía una cama doble y una amplia banca), era difícil imaginarse a más de una persona caminando por ella sin chocar a cada rato. Y eso sin mencionar la privacidad del baño o un cuarto para la intimidad. (Esta es la tercera vez que hablo de mi curiosidad por cómo tiene sexo la gente o va al baño en casas diminutas, así que supongo que tal vez mi interés principal radica en estos temas y no en la plomería y la electricidad. Quizá yo quería "mejorarme a mí misma" al tratar de entender. Aunque sigo sin entenderlo del todo.)

En su libro, que era el único dentro de la casa —como una Biblia en un cuarto de motel—, Shafer escribe: "Si quieres hacer algo para hacer tu casa más ecológica, hazla pequeña". Lo cual tendré en mente, si me encuentro alguna vez en la posición de hacerlo. Una idea definitivamente más fácil que hacer una casa diminuta.