hombre posando con un billete de 20 euros
Todas las fotos por Dominik Pichler 

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Pasé cinco días intentando sobornar a la gente

Un estudio sobre el poder de un suculento billete de 20 euros.

Este artículo se publicó originalmente en VICE Austria.

Hace poco, un anciano vecino mío me dio un consejo que me cambió la vida. En una callejuela cerca de nuestro edificio han establecido su base representantes de tres partidos políticos que asaltan a cualquiera que pase por su lado, como esas rémoras que no dejan a las ballenas en paz. Como a mí me cuesta lidiar con este tipo de cosas —sobre todo si es pronto por la mañana—, le pregunté a mi vecino, el señor Rupp, cómo se las apañaba él con nuestros indeseables invitados.

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“Muy fácil”, me espetó. “El primer día que llegaron, les di 20 euros a cada uno para que no volvieran a dirigirme la palabra. Desde entonces, me han dejado tranquilo”.

Hasta ese momento, la posibilidad del soborno ni siquiera se me había pasado por la cabeza, pero cuanto más pensaba en ello, más lógico me parecía. Según un ranking elaborado por Transparency International, Austria ocupa el decimosexto lugar en el índice de corrupción. Es decir, no estamos tan mal, pero sí muy lejos de la absolución.


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Le di vueltas al asunto y me di cuenta de que no necesitaba que ningún estudio internacional me dijera lo que ya sabía. De joven, había visto a miembros de mi familia hacer sobornos, ya fuera para incitar a los obreros a hacer el trabajo más rápido, por ejemplo, o con la idea de que nos atendieran antes en un restaurante.

Así pues, siguiendo el consejo de mi vecino y los pasos de mi familia, a la mañana siguiente fui a la callejuela y ofrecí 20 euros a cualquier militante político que lo aceptara. Funcionó a la perfección. Motivado por los resultados, decidí adentrarme de lleno en el mundo de la corrupción durante unos días para comprobar hasta dónde podía llegar a golpe de soborno.

DÍA 1

chico con un billete de 20 euros

El autor y su arma secreta

A eso de la una de la tarde me reúno con mi amigo Dominik en un restaurante. El cuerpo me pide un desayuno a la inglesa, pero veo en la carta que solo sirven desayuno hasta las once. Nunca he entendido por qué hacen eso los restaurantes: si siguen teniendo la materia prima, ¿qué más les da hacer unos huevos con beicon que un plato de pasta?

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Me armo de valor y le pregunto amablemente a la camarera si podría servirme un desayuno aunque hayan pasado dos horas del límite. Me preparo para deslizar un billete por el mostrador pero, antes de poder hacerlo, la chica responde “Sin problema” y desaparece en la cocina.

Fracaso. Quería convencerla con dinero contante y sonante. Al cabo del rato me sirven el desayuno, pero me sabe a decepción, carente de ese retrogusto a corrupción que esperaba saborear.

chico con desayuno inglés

Un desayuno libre de sobornos

Más tarde, pruebo suerte en la oficina de correos, dispuesto a ir con más descaro. “¿Si te doy 20 euros, cabría la posibilidad de que este paquete llegara un poquito antes a su destino?”, le susurro al funcionario. Tengo razones para mostrarme cauteloso: en Austria, te pueden caer cinco años de cárcel si te pillan sobornando o aceptando un soborno.

El empleado responde positivamente, aunque no como yo esperaba: “¡Claro! El envío exprés cuesta solo 15 euros”.

¿Pero qué…?

DÍA 2

Al día siguiente, me dirijo a un estudio de grabación para narrar un audiolibro que he escrito. Después de los fracasos de ayer, comprendo que no hay más tiempo que perder, así que, de camino al estudio, le pregunto al taxista si estaría dispuesto a quebrantar una de sus normas llevándome a un drive-thru de McDonald’s y dejándome tomar mi comida en el interior de su taxi… a cambio de un billete de 20 euros. Si algo he aprendido en esta vida es que los taxistas odian por encima de todo que los pasajeros les pidan parar en un restaurante de comida rápida; más incluso que el hecho de que les vomiten dentro del taxi.

El hombre considera mi propuesta durante lo que parece una eternidad y finalmente accede. No hay duda de que mi McMuffin de huevo de esta mañana es mucho más cara de lo habitual, pero me sabe especialmente deliciosa marinada en mi primer soborno exitoso.

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Tras la sesión de grabación, decido darme un capricho y comprarme un jersey de una marca de moda que he descubierto hace poco en Instagram, pero resulta que la prenda está agotada en todas las tiendas que la vendían. Todavía embriagado de mi éxito anterior, me dirijo a casa, busco la dirección de correo del relaciones públicas de la marca y escribo el email más vergonzante que he redactado jamás. Le explico que soy un influencer de moda (falso) con cerca de 70 000 seguidores (verdad) y le pregunto si habría algo que se pudiera hacer para que ese jersey fuera mío. Que conste en acta que jamás habría hecho esto si no fuera porque estaba en plena euforia de sobornos.

Al cabo de unos minutos, recibo una respuesta: hay un suéter esperándome en su showroom. Y no solo eso: están dispuestos a regalármelo a cambio de que lo saque en una publicación de Instagram. Poco tiempo después, el jersey ya es mío. Me siento bastante bien (por tener el jersey) pero también muy, muy mal por lo que acabo de hacer.

chico con un jersey

DÍA 3

Al margen del remordimiento que voy a sentir durante el resto de mi vida, el truco del influencer ha funcionado a la perfección. No solo es una forma de soborno, sino que además no me ha costado un céntimo. Me vengo arriba y decido probar suerte de nuevo.

Hazel Brugger, una de mis cómicas favoritas, tiene dos espectáculos en mi ciudad en noviembre, pero las entradas están agotadas en ambos. Sin embargo, ahora he entendido que “agotado” no siempre significa “agotado”. A diferencia de la estrategia usada con el suéter, esta vez decido no involucrar a la prensa en mis planes. Me salto a los intermediarios y me voy directo a la taquilla más próxima.

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“¡Hola! Quisiera dos entradas para Hazel Brugger”.

“Lo siento, pero ya no hay entradas disponibles”.

“Lo sé, pero es que soy influencer y tengo 75 000 seguidores en Instagram”.

La señora de la taquilla me mira como si hubiera acabado de arrojar a su perro desde lo alto de un puente. “¡Guau! Felicidades…”, responde sarcástica. “¿Quizá alguno de tus seguidores te pueda vender una entrada?”. Interpreto su respuesta como una invitación a abandonar el teatro antes de que vuelva a hacer el ridículo.

DÍA 4

La verdad es que me alegro de volver a la técnica del soborno clásico; no me sentía del todo cómodo con eso de fingir que era un influencer. Entonces se me presenta una oportunidad única cuando me reúno con mi amiga Laura para tomar un café.

“Hace un par de semanas firmé los papeles para comprarme un piso cerca de aquí”, me dice. “Todavía lo están construyendo, pero el encargado del edificio no me deja visitarlo”.

Se me escapa una risotada al recordar que hubo tiempo en que yo también pensaba que un “no” suponía el final de una conversación, en lugar de el comienzo de una negociación.

Le digo a Laura que yo me ocupo de eso y le pido que me lleve al edificio. Una vez allí, encontramos a docenas de obreros disfrutando de su pausa para comer. Me dirijo a quien me parece el rival más débil y le explico la situación.

“Sería de gran ayuda que mi amiga y yo pudiéramos echar un vistazo al piso”, digo al tiempo que miro de soslayo el billete de 20 euros que sostengo en la mano izquierda. El obrero lo coge sin mediar palabra y nos hace un gesto para que pasemos, como el propietario de un restaurante que llevara a sus clientes a su mesa favorita. De camino al piso, Laura me mira atónita, como si acabara de descubrir mi verdadera identidad.

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chico en una valla

En las obras del edificio

DÍA 5

Ha llegado la hora de la prueba definitiva. Tengo una cita con el médico a mediodía, pero la sala de espera está tan llena que uno pensaría que hoy regalan analgésicos. Me dirijo al mostrador de la recepción y me lanzo de cabeza a la piscina. “No estaría mal si mi médico pudiera visitarme un poco antes, hoy”, suelto mientras deslizo un billete doblado por el mostrador.

“Tome asiento, señor Buchinger”, responde la recepcionista con gesto reprobatorio, sin aceptar mi ofrecimiento. Me da que esta vez voy a tener que esperar más de lo habitual para mi visita.

billete de 20 euros

Mi último soborno fallido

En la sala de espera, reflexiono largamente sobre mi incursión en el mundo de los sobornos. ¿Ha sido siempre agradable? No, porque antes de cada soborno estaba extremadamente nervioso. ¿He tenido éxito? Totalmente. A excepción del primer día, de los seis intentos que hice, cuatro funcionaron.

¿Volvería a usar el soborno en mi beneficio? Probablemente no. Aparte de que esta práctica marrullera me incomoda muchísimo, por desgracia no dispongo de un suministro ilimitado de billetes de 20 euros para ir soltando a diestro y siniestro. Pero bueno, al menos ahora sé que, en caso de necesidad, podría hacerlo. Mi vecino, el señor Rupp, estaría orgulloso de mí.

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