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Especial de narrativa 2015

Especial de narrativa: Viaje de amor

Cuando tenía 19 años recibí una carta de Klaus Wouters. Él trabajaba como encargado de mantenimiento y era maestro de música en Silver Springs, una escuela para niños problema en las Montañas de San Gabriel.

El trabajo de Bryson Rand es parte de la exhibición The Heart Is a Lonely Hunter en la Galería Fraenkel de San Francisco, EU.

Cuando tenía 19 años recibí una carta de Klaus Wouters. Él trabajaba como encargado de mantenimiento y era maestro de música en Silver Springs, una escuela para niños problema en las Montañas de San Gabriel. Él sabía (o suponía) que yo aún vivía en el sur de California. Se preguntaba cómo me estaba yendo. Mencionó que un niño discapacitado llamado John Cressey había desaparecido. Recordaba que John y yo habíamos sido amigos. Sugirió que nos encontráramos el domingo para cenar, aunque él no tenía forma de conseguir un auto.

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Nunca esperé volver a saber de Klaus ni de cualquiera de Silver Springs. La carta me trajo recuerdos de cuando Rudy, uno de los facilitadores, oprimía un pañuelo de tela lleno de mocos en mi cara, y de su rodilla sobre mi espalda mientras me susurraba al oído que me amaba, que a menos de que dejara mi ego de lado y aceptara mis sentimientos estaba condenada a morir de sida en una cloaca.

Sin embargo, Klaus se había interesado mucho en mí. Le había contado cosas que me daban pena, cosas que me habría gustado borrar de la memoria universal, aunque tenerlo a él como confidente evitó que me volviera loca. Quizá sentía que le debía algo. Seguramente estaría solo en Navidad, como yo. Así que el siguiente sábado le pedí prestado el carro a un amigo y me dirigí hacia el pequeño pueblo de Eagleneck.

Me estacioné en un restaurante campestre y vi a Klaus en el porche. Él traía puesta una arrugada y brillante chamarra que nunca había visto, era como una chamarra de vaquero o de indio americano, y veía hacia la nada. Tuve una sensación de miedo, de que estaba cometiendo un error. Estuve a punto de arrancar el coche para regresar, pero Klaus me vio y se acercó.

Lanzó algunas miradas hacia el restaurante y hacia el camino, como si alguien fuera a verlo, abrió la puerta y se metió.

—Mejor vamos a otro lado —dijo, señalando el restaurante. Parecía ser más chaparro y ancho de lo que lo recordaba. Traía unos jeans holgados y una playera color mostaza. Sus mejillas eran rosas, su cabello estaba peinado hacia atrás y terminaba con rizos en la nuca. Podía oler su chamarra de cuero y otro olor que parecía ser aceite para cabello.

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Le pregunté a dónde quería ir. Dijo que no le importaba, que comía de todo. Recordaba que había un restaurante de hamburguesas que le gustaba, sólo que no se acordaba del nombre. Podría ser Pop's o Happy's.

Tomé una curva a gran velocidad y decidí calmarme. Desde las alturas veíamos pasar la imagen de la eterna ciudad. Enormes piedras se encontraban al lado del camino, a la sombra de las cumbres doradas que se erigían a nuestra derecha.

Puse un caset. El camino descendía hasta el inicio de las montañas y se incorporaba a la vieja carretera 66. El Inland Empire1 se extendía en ambas direcciones. —Da vuelta a la izquierda aquí —dijo Klaus, señalando al este, hacia el desierto y más allá.

Pasamos una agencia de carros decorada con guirnaldas rojas y adornos verdes y plateados. Empecé a temer los silencios incómodos que nos esperaban. Klaus se la pasaba viendo el espejo lateral, y tuve la extraña sensación de que estaba alerta de una camioneta gris que se había puesto detrás de nosotros. Pasamos una señal que indicaba los límites de Casterly, la cual le recordó algo a Klaus. Dijo que se acordaba de un restaurante en forma de barco. —Siempre pensé que sería interesante comer en un lugar así —dijo. Mientras la autopista se acercaba al centro de la ciudad, le pregunté si conocía el nombre del restaurante. Klaus sacudió la cabeza: —No puedes no verlo, es enorme y azul.

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1. El área metropolitana de Riverside-San Bernardino-Ontario, California. [N. de la T.]


—Aquí da vuelta a la izquierda —sugirió. Pasamos entre unos búngalos de madera, tierras de cultivo y una zona industrial cercada, siempre con las montañas detrás de nosotros, o al lado, bloqueando la mitad del enorme y azul cielo con nubes de polvo blanco. Tenían una forma aplastada como si fueran pinturas de un set de Hollywood.

Nunca vimos nada parecido a un restaurante en forma de barco. La decisión estaba entre Casa Dinero o una sucursal de la cadena Sizzler en un edificio de tablaroca. Casa Dinero estaba cerrado. Nos sentamos en el gabinete uno frente al otro. Klaus pidió un coctel de camarones y yo me comí una hamburguesa con papas. La comida estaba deliciosa. Klaus sumergió sus camarones primero en la salsa del coctel y luego en la salsa tártara, manteniendo siempre el brazo hacia arriba con el codo hacia fuera y un poco encima de la mesa para evitar que la manga se le llenara de comida. Mascó cada camarón hasta la cola; su bigote se movía de arriba a abajo mientras masticaba y de vez en cuando hacía leves sonidos que sugerían satisfacción. Cuando terminó, llamó a la mesera y ordenó un segundo coctel y me preguntó si quería otra hamburguesa; él iba a invitar, dijo, incluso pondría la propina.

—¿Qué le pasó a John Cressey? —pregunté.

Klaus volteó a verme con sus ojos casi cerrados por sus pesados párpados y siguió masticando un rato. —Ahora tienen un loquero —dijo, como si esto explicara algo sobre el desconocido hado de Cressey. Sabía que Klaus odiaba a los siquiatras y que les tenía miedo. —Quiero creer que John no sufrió daño alguno. Quizá conocía gente que lo pudiera sacar de allí. —Esa última frase me sorprendió.

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Entonces empezó a contar una historia que salió en el periódico hace algunos años. Un excursionista había encontrado huesos en un barranco cerca del Lago Elsinore. Había una mandíbula todavía con frenos en los dientes. Pensaron que debía ser de un niño que desapareció en los setenta. Pero cuando enviaron los huesos a análisis, resultaron ser de una niña. —Claro —añadió Klaus— esto no tiene nada que ver con John.

Pidió un brownie con helado de vainilla. Cuando regresó del baño vi que traía botas negras puntiagudas, que sus pies eran demasiado pequeños y que tenía una gran sonrisa.

Afuera hacía más frío bajo las sombras del ocaso y me abroché la sudadera. Parecía que a Klaus la cena le había dado fuerzas y el ambiente, energía.

—Casterly— dijo—. Recuerdo Casterly. Puedes sentir lo cerca que está el desierto.

Dijo que si seguíamos hacia el este sobre la carretera 66 veríamos un poco de desierto. Yo dije que básicamente ya estábamos en el desierto.

—No, quiero decir el verdadero desierto—. Él quería cactáceas, árboles de Josué, filas de largas y delgadas palmeras que se extendieran hacia el blanco horizonte. —El tipo de lugar donde tienes que sacudirte las botas para quitarte los escorpiones.

Dije que no teníamos mapa, que podríamos ir otro día. Él dijo que lo único que teníamos que hacer era ir hacia el este, manteniendo las montañas a la izquierda. Yo tampoco había ido al desierto, pero, como le dije a Klaus, el sol estaba bajando y no había forma de que llegáramos por la carretera vieja antes del anochecer. Él estuvo de acuerdo en que tomáramos la autopista.

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—Aún hay mucha luz. Llegaremos en poco tiempo.

Una vez en la carretera, puse un caset de Grateful Dead, una grabación en vivo de un concierto de los setenta.

—Recuerdo esta música —dijo Klaus—. Podías perderte en ella.

Se alisaba la camisa sobre la panza. En pocos minutos me pidió que detuviera el auto.

—Klaus, —dije— ¿qué pasa?

—Duele. Duele mucho. —Su cara se veía un poco verde.

—¿Qué te duele, Klaus?

—El estómago.

Tomé la siguiente salida y me estacioné en el acotamiento. Cuando detuve el carro, él estaba gimiendo.

—¿Necesitas una ambulancia? ¿Quieres que pida ayuda?

Klaus sacudió la cabeza mientras abría la puerta. Salí del carro y fui a su lado, creyendo que iba a vomitar. Pero lo que hizo fue subirse al asiento trasero. Se acostó encima de pedazos sueltos de papel, ropa, casets y cajas de discos aventados por allí. Tenía las piernas flexionadas y las pequeñas y picudas botas encima del asiento.

Lo observé por un minuto.

—Necesitas un doctor, Klaus, —dije.

Me preocupé de que estuviera teniendo un grave retortijón.

No había casi nada por ahí; en una desviación puede ver un pequeño edificio blanco que bien podría ser un taller mecánico o una bodega. Detrás de nosotros el sol se hundió en un horizonte rosa chillante. Los matorrales creaban espinosas sombras sobre la tierra seca y llena de guijarros. Me di cuenta de que si era diarrea, Klaus no podría esconderlo; no hay forma de disimular una emergencia como ésa.

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—Sigue manejando —dijo—. El movimiento ayuda.

Cuando prendí el motor le dije que lo llevaría a casa.

—El desierto, —dijo Klaus— vamos a ver el desierto. Estoy bien. Ya sé cómo es esto.

—No regresaremos a tiempo —dije—. Debemos volver.

—Aún hay mucha luz —dijo.

Tenía un absurdo toque de fatalismo, como si fuera un último deseo, y de repente me di cuenta de que si Klaus moría aquí, nadie vendría a reclamar el cuerpo. Cuando dirigí el coche a la salida hacia el este, no sabía si lo que hacía era lo correcto. Manejé con el asiento de copiloto vacío, con Klaus acostado allá atrás como si fuera un paciente. El valle se abría frente a nosotros. Pude ver molinos a lo lejos, sus pequeñas aspas acercándose al oscurecido cielo. Incluso podía ver las sombras que sus torres creaban. El espejo retrovisor brillaba con una luz entre rosa y dorada. Apagué la música.

—Recuerdo los paseos en automóvil —dijo Klaus. Explicó que había crecido en un pueblo en el campo y que cuando el calor de verano se volvía insoportable, su mamá se los llevaba, a él y a su hermana Gerthe, a largos paseos en las amarillentas montañas—. Los tres nos sentábamos enfrente. Nadie usaba cinturones de seguridad en ese entonces. —Una vez, dijo, se detuvieron en un motel turístico que tenía una alberca y un tren de diesel que rodeaba al motel. La tienda de souvenirs, recordó, vendía pieles de pequeños animales, flechas indias y frasquitos rellenos de un polvo color mostaza: los sedimentos que el viento había soplado, durante millones de años, para la creación de dunas a lo largo de toda la parte oriental del Valle del Río Misuri—. Ése fue el verano en que regresé del hospital.

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Y añadió: —Todo son imágenes, ¿no?

Luego se quedó en silencio. Pasamos la salida hacia Banning. El crepúsculo cayó sobre el paisaje. Un cúmulo de montañas fantasma se alzó a la derecha, mientras que el rango que había estado rastreando a nuestra izquierda se hundió y se disolvió. Pensé que Klaus quizá estaba dormido. Pero cuando empezó a hablar, me di cuenta de que seguía alerta.

—Yo tenía cinco —dijo— y pensé que nunca volvería a casa. Me metieron a un respirador artificial y dijeron que quizá nunca despertaría. Pusieron un espejito en el frente para que pudiera ver detrás de mí. Podías ver cómo la gente entraba y salía del cuarto. Se supone que eso lo hacía menos claustrofóbico.

Esto fue en 1952, explicó Klaus. Nunca lo había escuchado hablar de su enfermedad. Recordé que cuando Klaus tocaba la guitarra sostenía el brazo con su mano buena, tocando los trastes con sus chatos y fuertes dedos, al tiempo que rasgueaba con la mano discapacitada, usando las gruesas y cafés uñas del dedo pulgar e índice.

Dijo que sus recuerdos de aquellos años estaban invadidos por sirenas de inundaciones y tornados, y una canción llamada "Young Lovers" que sonaba una y otra vez en la tornamesa de su hermana Gerthe.

***

Me dieron ganas de orinar. Vi pequeños cúmulos de luces a la distancia y, al parecer aún más cerca, al lado izquierdo de la carretera, una isla de servicio brillando entre la oscuridad circundante. Cuando tomé la siguiente salida, me encontré en un camino de una sola vía que se dirigía lejos de la isla, pero seguí adelante con la esperanza de que, estando tan cerca de la autopista, pronto llegaríamos a otra gasolinera o a un McDonald's.

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El camino terminó en una reja alta de metal. Sugería el perímetro de un pequeño aeropuerto o de una cárcel, pero no pude ver ninguna estructura, sólo un oscuro y vasto terreno. Viré a la izquierda. El camino nos llevó por un pequeño barrio o pueblo en el que no había nada abierto, y luego pareció que de nuevo estábamos en el campo. Finalmente me estacioné y salí para orinar en una zanja. Klaus dijo: —No nos detengamos aún. Necesito seguir en movimiento un poco más. —En el cielo colgaba una brillante luna y, en el transcurso de esa larga orinada, mientras mis ojos se ajustaban al paisaje, pude ver retorcidas formas negras bajo la luz de la luna, árboles copetones como los de El lórax, lo que significa que los árboles eran como almas, antiguas almas o almas en pena salidas de un poema de Dante, congeladas en intervalos hasta llegar al borde de la visibilidad, donde yo podía descifrar sus siluetas.

—Klaus, tienes que ver esto —le dije cuando volví al coche. —Creo que es el desierto, el verdadero desierto.

—Bueno, ahora estoy cansado —dijo Klaus desde la oscuridad del asiento trasero.

—¿No quieres ver el desierto?

—Lo veré en la mañana.

—¿Qué quieres decir?

—Seguro ya pasamos medio California. Debemos estar a medio camino de Phoenix.

Vaya que se sentía tarde, pero cuando encendí el auto y regresé al camino, el reloj del tablero no marcaba ni siquiera las diez.

—No lograremos regresar hoy —dijo Klaus— eso es claro.

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—No creo que ése sea un problema. Sólo debemos encontrar la carretera.

—A esta hora hay demasiados cadáveres en el camino. Tú no los viste. Yo sí.

Algo se precipitó hacia los faros, mi pie empujó el freno hasta el fondo y me desvié hacia el carril de al lado. Volví a virar hacia mi carril y supe que había esquivado al animal, un conejo o una liebre, pero pronto vi en el espectro de las luces a un niño parado a un lado del camino. Cuando pestañeé, ya lo habíamos pasado. Bajé la velocidad, convencida de que lo había visto en ese breve destello, sin playera y sin zapatos, con cabello rubio y una cicatriz en el pecho. Detuve el auto y me giré para ver el asiento de atrás. Klaus también estaba sentado y viendo por la ventana trasera. Pensé que buscábamos lo mismo, un niño al lado de la carretera, y estaba a punto de hablar cuando me di cuenta de que él estaba viendo un par de faros a lo lejos. Era difícil saber cuán lejos estaban de nosotros, aunque no parecía que se estuvieran acercando, sino como que también se habían detenido.

—¿Quién es? —dije.

—¿Ellos? —dijo Klaus—. La familia Grey.

No sabía qué quería decir y por un momento pensé que se estaba volviendo loco, pero entonces empezó a reír, a mover las manos y a balbucear y supe que estaba bromeando.

Una zona comercial emergió frente a nosotros con un Wendy's y un par de moteles. Supe que no podíamos estar lejos de la carretera y que allí podría preguntar cómo llegar. Pero Klaus dijo que nos deberíamos quedar en un motel.

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—Sólo necesito descansar. —Él pagaría el cuarto, dijo, o los cuartos, si ése era el caso.

Le dije: —¿Qué no tienes que regresar a la escuela? ¿No tienes que ir a trabajar mañana?

—Quizá ya no tenga nada que ver con esa escuela —dijo tras una pausa. Añadió—: Se está volviendo un siquiátrico.

La decisión estaba entre el motel Desert Palms y el motel Desert Oasis. Quizá esos no eran los nombres reales, pero eran algo así. Elegí Desert Palms, el cual tenía un letrero de azul neón con un borde de foquitos amarillos. Me estacioné bajo el pórtico y vi que la aguja del tanque de gasolina señalaba que estaba vacío. Como salí y Klaus no me siguió, entré a la recepción sin él. Ya tenía una idea de lo que pasaría. La encargada, una mujer con maquillaje llamativo, se veía como recién salida de un casting para enfermera de una comedia de terror. Pagué por el cuarto en efectivo. Mientras llenaba la ficha de ingreso, me di cuenta de que no me sabía el número de placa, así que salí a ver. Klaus estaba sentado en el asiento trasero. Cuando me vio, me saludó por la ventana.

Manejamos por el motel y nos estacionamos frente al cuarto. Sólo había dos o tres autos en el lugar.

—Al menos tenemos un lugar donde descansar la cabeza —dijo Klaus cuando abrí la puerta. Hablaba como si fuéramos vagabundos o viajeros famélicos. El cuarto era de fumadores y olía como tal. Había dos camas. Encendí la luz y puse la perilla del aire acondicionado en la opción de "ventilador"; la máquina dio señales de vida y exhaló un suspiro de aire húmedo. Klaus se sentó en la cama de la ventana. Dio golpecitos al edredón y a las almohadas. Se deslizó hacia el buró y sacó la Biblia e inspeccionó la portada y la contraportada, como si nunca hubiera visto una. Yo me recosté en la otra cama con los zapatos puestos y veía cómo Klaus se quitaba su chamarra de indio nativo y la colgaba, fastidiado, en el clóset, el cual era un pequeño nicho en la pared. Mi departamento, pensé, no podía estar a más de un par de horas hacia el oeste. Fácilmente podría estar allí, en mi propia cama, a medianoche. No tenía nada de sueño. Pero Klaus, por su lado, parecía feliz de estar allí. Yo seguía sin saber dónde vivía.

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—Ningún cepillo —dijo mientras salía del baño—. Antes te daban pequeños cepillos de dientes. —Se preguntó en voz alta si había un lugar donde te dieran ese tipo de artículos.

Me ofrecí para ir a buscar algunos productos de higiene.

—Ah, ¿a quién le importa? —dijo. Luego cambió de opinión y dijo que sería buena idea. Sacó una robusta cartera café. Miró dentro; parecía estar hurgando. Luego sacó un frágil billete y me lo dio. Era de diez dólares. Cuando salí el cuarto, Klaus estaba quitándose los pantalones. Deseé que estuviera a punto de ir al baño.

Afuera, en la noche, vi un minisúper a unas calles y decidí ir caminando. Compré los cepillos, una pasta de dientes portátil y una botella de enjuague bucal. También compré un poco de carne deshidratada, una bolsa de cacahuates y una botellita de jugo de naranja. Luego pensé en Klaus y regresé para llevarle un paquete igual. Mientras estaba en la caja, vi un par de extraños hombres salir de la parte trasera de la tienda y acercarse lentamente hacia la salida. Usaban trajes oscuros y gorros, y tenían barbas largas y rojizas. El hombre más pequeño era ciego y tanteaba el piso con su bastón blanco, mientras que el más alto lo tomaba por el codo. Me pregunté si en el desierto había comunidades amish.

Me senté en una banca cerca de la recepción, me comí la carne y los cacahuates, luego me fumé un cigarro y vi pasar uno que otro carro. Al volver al cuarto, miré por una abertura entre las cortinas. Klaus estaba en la cama. La luz de la televisión alumbraba sus brazos y rostro (tenía las cobijas hasta el pecho). Traté de abrir la puerta en silencio. El cuarto olía a vapor y un VJ de MTV estaba diciendo estupideces. Una toalla colgaba del respaldo de la silla. La ropa de Klaus estaba pulcramente apilada en la mesa redonda. Puse mis cosas en el buró y lancé una mirada a Klaus, viendo sus párpados. No sabía si estaba dormido o fingiendo estarlo. Me quité los zapatos, alcé las cobijas y me acosté con la ropa puesta. Vi un rato MTV y seguramente me quedé dormida, ya que de repente me encontré en una preocupante conversación telefónica con la encargada del motel, quien trataba de explicarme que había algo malo con mi baño, que yo no debía entrar allí. —¿Mi baño? ¿Qué tiene? —reclamé—. Usted no puede usarlo —dijo la encargada, y yo no sabía si se refería a que el baño estaba reservado para el uso de discapacitados o si estaba fuera de servicio. Luego me di cuenta de que yo controlaba ambos lados de la conversación, que había estado soñando pero que ahora ya estaba despierta. La tele tenía un video de los Cranberries. Volteé a ver a Klaus: estaba acostado sobre su estómago, con la cabeza hacia la ventana. Me levanté y apagué la tele, luego intenté volver a dormir, pero ya conocía este sentimiento y sabía que no podría hacerlo. Así que salí de puntitas del cuarto, intentando hacer que la perilla no sonara muy fuerte. Me sentía mejor en la oscuridad nocturna. Tomé grandes bocanadas de aire desértico, luego encendí un cigarro y caminé por el corredor hacia el alberca. Ésta estaba iluminada y, cuando metí la mano, vi que también estaba tibia. La luna había desaparecido; el negro cielo estaba lleno de estrellas. Aparte de las pequeñas luces en el jardín de cactus, todo lo demás estaba oscuro. De repente me excité, o quizá sólo me mareé, y apagué mi cigarro; me desnudé y entré al agua. Solté el aire poco a poco, hundiéndome hasta tocar fondo. Luego me impulsé hacia arriba y salí a la superficie, sacudiéndome el cabello y sacándome el agua clorada de los ojos. Nadé a lo largo de la alberca, deteniéndome para echar la cabeza hacia atrás y ver la inabarcable y frágil masa de estrellas. ¿Es triste que ésta haya sido una de las experiencias más eróticas que haya tenido, no sólo hasta entonces, sino en toda mi vida? Ninguna persona en el mundo sabía dónde estaba en ese momento, a excepción de Klaus.

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Me exprimí el cabello, me sequé con mis boxers y luego me puse los jeans, la playera, la sudadera y los zapatos. Me recosté en un camastro de plástico y me fumé un cigarro. Cuando regresé al cuarto me di cuenta de que no traía mi llave. A través de la abertura en las cortinas no se veía casi nada. Toqué la ventana suavemente.

Esperé, escuchando. No quería que Klaus se despertara, pero aún así toqué de nuevo. Luego revisé todos mis bolsillos y encontré la llave en mi sudadera.

Cuando entré, la tele tenía un video de Alanis Morissette con volumen muy bajo. —Me gustaría hacer que la pusieran una y otra vez —dijo Klaus. Estaba estirado en la cama en ropa interior, la bolsa de cacahuates yacía sobre su peludo pecho y movía los pies al ritmo de la canción. —La música de ahora es mejor que la de antes. De alguna forma. La producción es mejor.

—¿No estás cansado, Klaus? ¿No quieres dormir? —Me levanté, cerré la cortina y regresé a la cama.

Él puso algunos cacahuates en su palma, se los llevó a la boca, los masticó y se encogió de hombros.

—Podríamos regresar —dijo—. Sé que tal vez quieras volver a casa.

—¿Ahorita?

Se encogió de hombros de nuevo. Dijo que se sentía refrescado. Sólo necesitaba aclarar su mente. Se puso la botella de jugo en la axila y la abrió con la parte de arriba de su mano útil. Dijo que se sentía bien, que si quería podía manejar.

—¿Tienes licencia?

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—Está bien— dijo. —Soy buen conductor.

—Klaus, ¿qué harás? Si no regresas a la escuela…— Dijo que estaba pensando en volver al Movimiento. Había algunas personas con las que pensaba que podía reconectarse.

—¿Gente de San Francisco?

No contestó. Luego dijo: —Escuché que todo está pasando en Alemania. Después de la Cortina de Hierro. Europa es donde todo está ocurriendo. Muchas personas necesitarán ayuda. —Me preguntó si alguna vez había ido a Europa. Y dijo que yo podría acompañarlo. Tendríamos que irnos pronto. Las oportunidades estaban dándose.

—Klaus —dije—. ¿Recuerdas cuando tocaste "Puff, the Magic Dragon"?

—¿Cuándo?

—En el rap —dije.

En la escuela había un pozo circular con chimenea, de dos escalones de profundidad, como si fuera un anfiteatro alfombrado de naranja. Nos sentábamos en círculo para las terapias de grupo, llamadas "raps", en las que teníamos que hablar de nuestro truculento pasado con detalles gráficos. Teníamos que gritar y llorar dramáticamente, gritarles a los demás, criticarlos. Rudy, el facilitador, invocaba a nuestro yo de la infancia; revelaba información que decía haber obtenido de nuestros padres.

Se suponía que el rap era para que te dieras cuenta de tu mentira. Tenía que ser algo jugoso y reprimido, un trauma auténtico. Todos tenían que hacerlo. En Silver Springs, lo más peligroso que podías decir era que no entendías por qué estabas allí. Yo alguna vez empecé a despotricar contra un primo más grande que había estado en una fiesta de Halloween. Inventé detalles sobre una capa de Drácula, brillo en su piel y colmillos de plástico que sacó de su boca. Usé el nombre de un primo verdadero (Jamie) y dije que durante días, e incluso semanas después, seguía encontrando diamantina entre mis sábanas. Inventé que Jamie me entrenó para decir, y creer, que no había pasado nada. Me sentía mal de haber usado el nombre de Jamie y pensé que nunca podría verlo a los ojos de nuevo.

Klaus sacudió la cabeza. —No fue en el rap —dijo.

—Sí, sí fue allí. Tú estabas en el borde del pozo. Con tu guitarra. Yo me acuerdo.

Él estaba sonriendo. —Recuerdo esa canción. La cantaba a veces. Pero no en los raps.

Una luz gris se asomaba desde los bordes de las cortinas. Volteé a ver los pequeños pies de Klaus, sus musculosos muslos blancos y fornido torso; sus brazos, uno fuerte y el otro atrofiado; sus labios y sus ojos casi cubiertos por los párpados.

—¿Pero por qué quisiste trabajar en un lugar así? —pregunté.

Él reflexionó por un minuto. —Supongo que quería estar del lado del perdedor, del lado de la persona que tiene problemas.

—Pero Klaus, la escuela era el problema. Era una broma. Una farsa. Una pesadilla. Me enseñaron a no confiar en nadie. Me enseñaron a no confiar en mi propia mente.

—Decían que ustedes, los niños, habían estado en un viaje de miedo. Allá, en la montaña, nosotros los dirigíamos a un viaje de amor.