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La hora mágica

Mi fracaso en el Crossfit

Decidí intentar el crossfit porque es intenso y atrevido, todo lo contrario a mi vida.

Ilustración por Heather Benjamin.

Le dimos a la escritora Edith Zimmerman una columna mensual porque nos encanta su trabajo. Pero como todos, ella podría mejorar, así que le pedimos que escribiera sobre cosas para ser una versión mejorada de sí misma. Síguela mientras trabaja hasta alcanzar la perfección en 2016.

¿Alguna vez has visto una foto tuya y pensado: No puedo ser ella, ¿quién es esa tipa? ¿Pero acaso eres tú y estás forzada a aceptar, quizá por primera vez en un buen rato, cómo te ves en realidad? Tuve uno de esos momentos hace unos meses. Mi equipo de pub quiz (un juego de preguntas que frecuentemente se hace en bares) acababa de obtener lo que habíamos querido ganar durante años, así que nos tomamos una foto y todo era risas y diversión hasta que vi mi foto. Después fingí mi felicidad, ya que me sentí un poco deshecha al darme cuenta —de repente, en ese instante, supongo que al fin pude verlo— cuán lejos estaba mi verdadera apariencia de la manera en la que creía que me veía. Sabía que había subido de peso, pero ingenuamente pensaba que tal vez simplemente lo cargaba bien. Digo, sabía que TÉCNICAMENTE había subido unos 13 o 18 kilos —hasta este día sigo sin querer subirme a una báscula—, pero de alguna manera pensé que se me veían bien o que era del tipo gorda invisible. Ja, ja.

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Así que decidí intentar con el crossfit, ya que se veía intimidante e intenso, exactamente lo opuesto a mi vida. Al parecer hay unos 11 mil gimnasios que practican crossfit en todo el mundo en lugar de los 13 que había en 2005, el año en que se "inventó". Muchas personas lo llaman "culto" y se burlan de él. Sin embargo, las personas que salen en los eternos artículos dedicados al crossfit se ven bastante bien y yo estaba abierta a volverme una adicta y fastidiosa para poder ser parte de su culto, si era que por alguna milagrosa razón pegaba y terminara siendo una de las mujeres en bras deportivos y shorts de spandex cuyos cuerpos están tan en forma que dan miedo. Pero entonces fui a una verdadera clase de crossfit.

El gimnasio —o box— parecía una caverna de entrenamiento industrial y se hallaba detrás una modesta puerta en una pequeña calle de Brooklyn. Estaba lleno de aparatos de gimnasio negros, barras y aros de gimnasia y pilas de pesas —además de filas de pesas rusas y balones terapéuticos, estantes llenos de cuerdas de saltar, máquinas de remo y una esquina llena de cajas de madera—, pero en su mayoría era una extensión de espacio abierto cubierto con tapetes negros y pasto sintético.

Cuando empezó la clase todos dijimos nuestros nombres, historiales deportivos y metas. Algunos dijeron que corrían, nadaban o jugaban básquet. Yo dije que no hacía nada, esperando que me sirviera de excusa para lo que sucediera después, pero entonces una pareja que llegó tarde también dijo que no se ejercitaba. Sólo que éstos eran rápidos y fuertes en casi todo y nunca se quedaban sin aliento, en especial cuando estábamos aprendiendo a hacer burpees: un horrible ejercicio en el que te tiras al suelo, luego saltas —si puedes— para ponerte en pie y aplaudes sobre tu cabeza al tiempo que vuelves a saltar. Y luego haces todo de nuevo. De nuevo y de nuevo y de nuevo.

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Después de unas diez burpees, me di cuenta de que en algún punto había empezado a gemir como los que juegan tenis (¡!), lo que me emocionó, ya que creo que nunca antes había gemido por esfuerzo. Luego terminamos con cuatro minutos de sentadillas: veinte segundos de ir de arriba abajo como si estuviera orinando, seguidos de diez segundos de descanso, todo repetido ocho veces. Esto tal vez no suene tan loco, pero estoy casi segura de que es lo más que me he ejercitado en toda mi vida. Cuando terminamos, me caí de inmediato en los primeros pasos que di tratando de alejarme de los tapetes hacia el área de lockers.

Pero estaba tan cansada que no me importaba si me veía tonta, y en ese punto todo lo que quería era ir a casa y acostarme. Y nunca más volver.

Las preocupaciones por la gente que hace demasiado crossfit, o que lo hace mal, han llevado a al menos una demanda legal. En 2008 un técnico de la Marina denunció a su gimnasio (no propiamente de crossfit) alegando que los ejercicios de su entrenador le habían provocado rabdomiólosis, "una condición en la que el tejido muscular esquelético dañado se rompe fácilmente" y es causada a menudo por "ejercicio físico extremo" (citas de Wikipedia). Él había estado orinando sangre y estuvo hospitalizado durante un mes, además de que eventualmente ganó 300 mil dólares (unos 4.5 millones de pesos). Para crear conciencia sobre las técnicas incorrectas, el CEO del crossfit Greg Glassman ha escrito varios artículos sobre la rabdomiólosis en la publicación en línea CrossFit Journal. En un post de 2005 (tres años antes de la demanda), Glassman escribió:

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Hasta la fecha hemos visto cinco casos de rabdo de esfuerzo asociada a entrenamientos de crossfit. Cada caso resultó en la hospitalización del afligido. El peor caso estaba extremadamente enfermo, el menos afectado no tenía más que quejas de dolor… Sin embargo, el dolor no describe por completo el malestar de la rabdo. El peor caso, un tipo de la SWAT, dice que los seis días de morfina intravenosa apenas calmaron el dolor.

La ilustración que acompañaba al post, bajo la palabra "RABDO", era el dibujo de un grotesco payaso como Krusty, sólo que sangrando y con aspecto miserable, conectado a una máquina de diálisis y con los riñones en el piso. La caricatura del payaso eventualmente se conoció como "El tío Rabdo" y un escritor lo llamó en 2013 "la mascota no oficial y perturbadora del crossfit" en un post de Medium.

En casa, el dolor me atolondró y me puso eufórica. Aunque no tenía los síntomas de la rabdo, LOL, como que me encantó el dolor y el ardor —apenas me podía sentar y si moverme rápido o subir escaleras hubiera sido parte de mi descripción de puesto en el trabajo, entonces me habría tenido que tomar una semana—. Era como si hubiera otro cuerpo despertando dentro del mío. Éste estaba enojado y era malo, no porque lo estuviera molestando, sino porque me había tomado demasiado tiempo recordar que estaba allí. Además, me encantaba andar cojeando por todos lados y gritar al sentarme: "EN CASO DE QUE SE LES HAYA OLVIDADO QUE HAGO CROSSFIT… ¿DIJE CROSSFIT?"

Así que me inscribí en lo que llaman programa "On Ramp": un curso de dos semanas (seis clases) para principiantes en el que aprendes cómo hacer bien todos los ejercicios de crossfit y qué es lo que necesitas para poder seguir practicándolo.

El programa que elegí empezaba la mañana siguiente a mi primera clase. Resultó que el gimnasio estaba mucho más tranquilo a las 6AM y que sólo cuatro nos habíamos inscrito. Nuestro entrenador era bastante buena onda y parecía entender lo intimidante que era estar allí. También entendía el límite personal de cada uno y no hacía que nadie se sintiera estúpido o asqueroso. Además, estaba muy en forma, como si alzara pesas, y tenía una enorme barba.

Así que todos platicamos un poco y luego empezamos a aprender algo de crossfit y, durante la siguiente hora, jadeé, sudé y me sentí rara haciendo lagartijas, sentadillas, seudo barras y abdominales (con una enorme liga). Me divertí un poco, o más que divertirme, sentí una especie de satisfacción, y cuando fui a casa no podía dejar de decir que estaba "haciendo crossfit".

Pero en las dos semanas siguientes, algo cambió. Lo que empezó como deseo de ponerme EN FORMA Y SER FUERTE (dícese: estar flaca y buena), como que se transformó en hacer que les cayera bien a mi entrenador y a mis compañeros y en querer estar con ellos. Todo esto porque desde el principio fue claro que no podía llevar el ritmo y que casi todo tendría que ser modificado debido a mis limitaciones físicas. Y esto fue algo liberador, ya que los entrenamientos me agotaban pero dejaron de parecerme aterradores. Además, me gustaba estar en un cuarto con nuevas personas haciendo algo nuevo y viéndome como idiota.