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Especial de narrativa 2015

Especial de narrativa: Tres historias de amor

Tres cuentitos por Abril Ayers Lawson.

¿Ya lo habías hecho antes?—dice el hombre en el cuarto de hotel. Antes de que ella pueda decir algo, él ve la respuesta en su rostro y pregunta—:¿Cuántas veces?

Sin saber si pensará que el número es muy alto (lo que haría que la ocasión pareciera menos importante) o muy bajo (que la haría parecer inexperta), ella responde: —Ésta es la primera vez que lo hago en un hotel así.

—Espero que no sea la última —dice él—. No deberías haberme seguido hasta aquí tú sola.

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Su preocupado y curioso rostro es casi paternal.

Él la mira como si no confiara en ella, como si planeara hacer algo más que dibujar, aunque no puede descifrar qué.

—¿Vas a dejarme que te dibuje o sólo me invitaste para regañarme por no tenerte miedo?

En el sillón ella cruza las piernas, abre el cuaderno hasta llegar a una página limpia. Del compartimiento donde guarda el material de dibujo saca un lápiz de grafito que su esposo ordenó de una página francesa y le dio como regalo en Navidad.

Ella es consciente de que él estaría enojado de que ella esté aquí, aunque le parece de poca importancia, como si fuera una escena de película que suscita emociones pero que nada tiene que ver con la vida real.

—Pero sí me tienes miedo —replica, incrédulo.

Ella ya había empezado a dibujar. No responde.

¿Le tengo miedo? piensa. Y, mientras observa cómo su cara observa la de ella, ¿Cómo me verá? Ella está usando uno de sus mejores atuendos (botas altas de cuero con hebillas plateadas, falda de lana, suéter pegado con cuello bajo y debajo un sostén pushup de encaje). Trae maquillaje.

Con el grafito esboza las dimensiones de su rostro.

—¿Me seguiste al restaurante?

—¿Querías que te siguiera?

Esta respuesta le sale más sugerente de lo que quería, como sucedió algunas veces en los últimos años; como con el jefe de su esposo, por ejemplo, en la comida de Navidad. Casi en seguida el hombre se le acercó "accidentalmente", lo que enfureció a su esposo, quien no pudo sacar su rabia hasta que estuvieran en el auto, lejos del oído de los demás empleados. —¿Quieres cogerte a viejos adinerados? —Se le quedó viendo con ojos de odio, buscando cualquier reacción que sirviera como confirmación. Ella lo ignoró y se mantuvo en silencio. Mientras manejaba, él describió casi sin aliento las cosas que seguro ella quería hacer con los viejos adinerados, cosas que si ella lo confrontara en un futuro, él negaría haber dicho. Esto ya había pasado antes (que dijera cosas que luego negaría haber dicho). Eso la volvía loca. Una hora después, en casa, el enojo se convirtió en lujuria (la lujuria, como ella la entendía, tenía que ver con la imagen de su jefe con ella), y después su esposo parecía amarla de nuevo; simplemente había sido una mala noche.

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—No —añade rápidamente, antes de que pueda responder lo que ella le ha preguntado y que le permitiría coquetear con ella—. No, no te seguí. Simplemente te reconocí en el bar y pensé: Ésta es la segunda vez que lo veo, así que tengo que dibujarlo. Tu cara se quedó conmigo. Tienes una de esas caras.

No hay coqueteo en sus palabras. Son dichas de forma cínica. Autoritaria.

Él parece aceptarlas.

Las fantasías de lo que podrían estar haciendo, de él colocando la mano en su rodilla, de él alzándose a medio dibujo para aventar el cuaderno y poner su boca encima de la de ella, relampaguean como si fueran de una película en su periferia, una película que no está viendo pero que no puede quitar. A veces ni siquiera sabe que los hombres son guapos hasta después, cuando estudia los bocetos que, aunque no les hacen justicia, muestran la estructura del rostro, de los ojos.

Cuando dibuja, justo antes de entrar en trance, es consciente de que está haciendo algo que no debería, pues no quisiera que su esposo la viera y teme la mentira que tendría que maquinar si así fuera: que es alguien que vio a lo lejos o incluso una cara inventada. Ella cree que una parte de él sabe la verdad, mientras que otra parte la niega, y que incluso se excita por ese engaño que la distancia de él, ése que la vuelve poderosa y opaca, como las imágenes porno a las que es adicto; pero esto es sólo una teoría, una teoría que se presenta por sí sola y que da paso igual de rápido a otros pensamientos que van de la mano con el acto de dibujar.

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—Quiero verlo —dice él.

Éste es el momento que ella teme y espera; claro que no puede no mostrárselo.

El cuaderno en sus manos la hace sentirse ansiosa, ya que lo imagina arrancando las páginas y rompiéndolas, aun cuando esto nunca le ha pasado con algún dibujo que le haya mostrado a alguien.

Él se le queda viendo como si la estuviera viendo por primera vez. Ve de nuevo el dibujo. Sus dedos se dirigen a la sien, se quedan allí un momento sin tocarla para después curvarse y presionar suavemente su boca. La mira de nuevo.

—No sé si debería sentirme halagado u ofendido. Las dos, piensa ella. Pero no dice nada. Espera.

—Déjame invitarte a cenar.

—Acabas de cenar.

—Lo sé —dice apenado y un poco risueño— Me refiero a…

—Soy casada —responde.


Cuando, después de salir del elevador y pasar por otro par de puertas, lo encuentro en la galería, no parece nada feliz de verme. A excepción de mis pasos en el piso de madera y el frágil susurro del aire condicionado, sólo hay silencio, sólo está él saludándome con un hola de cortesía y una expresión de molestia —como si lo estuviera interrumpiendo, en lugar de estar respondiendo a una invitación que él mismo me hizo— y luego se aleja de mí de vuelta a la pintura que parecía estar estudiando antes de mi llegada. Esto hace que me dé la espalda. Me siento ignorada, estupefacta. Quizá porque ya no le gusto, o quizá porque la tarde no parece tener la magia de la noche en que nos encontramos; él se ve menos atractivo. Sus jeans, doblados de abajo como he visto que hacen los hombres cosmopolitas de entre veinte y treinta años en la calle y en las revistas de moda a las que mi esposo está suscrito, me molestan, pues se ven vagamente femeninos.

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Su camisa sí me gusta (blanca, arrugada y desfajada) y en este aire de su misterioso enojo conmigo y con mi voluble opinión sobre él, pienso lo estúpida que es la acusación, lo tonta que soy y cómo probablemente ni siquiera tendremos tiempo de ir por un café antes de que me encuentre de vuelta en un taxi hacia La Guardia.

Pero entonces:

—Empezaba a pensar que no vendrías.

Y quizá porque escucho en su tono que lo lastimé —o que puedo lastimarlo— todo cambia.

—Perdona. No calculé bien el tiempo. No estoy acostumbrada a andar en taxi.

Sólo había llegado 15 minutos tarde, creo, y eso que nada más era para tomar un café un domingo en la tarde.

Sin embargo, la sensación de haber hecho algo imperdonable persistía ¿Será mi imaginación?

—Tal vez deba irme pronto —dice un poco despectivamente, como si una parte de él ya se hubiera ido—. Hay algo importante esta tarde a lo que debo ir.

Algo en mí cambia. Entro en pánico en silencio. Mientras que al principio mi lluvia de preguntas —qué está haciendo, cómo van las cosas en la galería, mi situación con él— parecen prácticas, mientras hablo me doy cuenta de que las preguntas en sí no importan mucho, que son secundarias a mi motivo para hacerlas: traerlo de vuelta a mí. Este sonido, de mi voz llena de interés, me molesta porque creo que él podría escuchar la inconexión y desesperación en las palabras.

Pero no, él cree que en verdad estamos conversando y de hecho está encantado con mis preguntas, con mi ingenuidad. Poco a poco se vuelve menos frío. Discutimos el problema del valor. Él debe crear en otras personas una sensación del valor para las pinturas, explica, y las personas para las que lo hace deben ser las correctas.

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—No podemos dejar que cualquiera las compre —dice refiriéndose a mis pinturas— ¿Entiendes cómo funciona?

Allí, en el segundo piso, se encuentra de pie frente a enormes óleos de lo que parecen ser sureños de clase baja inmersos en dramas domésticos. En una de ellas una mujer aprieta a un niño a su pecho mientras un hombre con jeans y playera sucia le grita con los brazos extendidos y una cara llena de dolor y furia. En otra, una mujer con shorts y blusa sostiene un taco de billar como jabalina justo afuera de una recámara. Éste apunta a una mujer desnuda con expresión de venado asustado parada frente a la cama, donde un hombre (a quien obviamente ambas desean) se sienta también desnudo. La sábana azul marino arroja una sombra sobre una luminosa pierna desnuda y oscurece parcialmente la entrepierna.

De hecho el cuadro se llama Venado asustado, y sospecho que me trajo aquí, a este piso, para verla.

—¿Qué quieres decir? —quiero saber—. ¿Acaso no sabes que debes dejar que quien ofrezca el precio se las lleve? —pregunto.

—No. Claro que no. Es bueno que hable contigo antes de que empieces a deshacerte de tu obra. Un coleccionista equivocado podría devaluar tu trabajo.

—Pero parece injusto ser tan exclusivos —alego, ya que por la luz de su renaciente atracción hacia mí (palpable por la forma en que sus ojos se adhieren a mis movimientos y siguen mi mano en su camino para ajustar las endebles tiras de mis sandalias) he empezado a sentir inicios de obstinación, de la casual resistencia que una mujer puede ver en el hombre a quien por instinto se sabe ligada.

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—Ah, pero sería injusto de la forma contraria, ¿no? —replica— ¿Crees que algún estúpido yuppie comerciante de arte va a entender lo que haces? ¿Acaso no hay diferencia en que alguien así y L… [un nombre que no reconozco] tengan tu trabajo? ¿Que no sepan cómo mostrarlo? ¿A quién prestárselo? ¿El contexto en el que debe explicarse?

Me necesitas, es lo que parece estar diciendo. Yo te salvé. Leo entre palabras. En sus ojos verdes. En la sugestiva pausa en que percibo su creciente conciencia sobre la pintura detrás de él, la pintura que desea que admire.

—Es un pintor suizo —me dice—. Nunca ha estado en el sur, pero está obsesionado con los videos de música country. Es así como imagina que es el sur estadunidense. Éstas son sus fantasías. ¿No son fascinantes?

Mientras asiento pienso que quizá las odio pero que estoy fascinada por su obsesión, por su forma de ver. Digo algo sobre el uso del color y, en una manera que yo identificaría como pretenciosa, continúo con las implicaciones bíblicas del uso del color púrpura. El pensamiento de que debo sacar el celular de mi bolsa para ver la hora me distrae; siento que si lo hago él tomará incluso esa breve pérdida de atención como un insulto, así que me decido por ser directa, decir que ya casi es hora de mi vuelo; ¿y qué hay de esos contratos que mencionó cuando me pidió que me encontrara con él, el papeleo que podría firmar aquí en lugar de recibirlo por correo?

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—Ah, los contratos —dice; sus ojos buscan mi mano izquierda para ver si tengo un anillo—. Los pido porque hace que todos se sientan mejor, pero en lo personal pienso que son tontos ¿Tú no?

Al ver que no pienso contestar, empieza a describir su sistema para colgar los cuadros, y mientras lo hace se dirige hacia mí. Su mano empieza a rodear mi muñeca para atraerme hacia él. Luego me coloca entre su pecho y la pintura fijada en la pared.

Sus manos están en ambos lados de mis desnudos brazos; dirige mi atención hacia enfrente, hacia el centro de la obra. Este contacto me ocasiona una sensación de impotencia; intento obligarme a no sentir nada, preocupada de que se dé cuenta.

La obra es de tal y tal dimensión, que está a equis centímetros del piso, lo que significa que el centro de la obra está a equis centímetros, y ese tipo de cosas, todas muy específicas y lógicas pero nada más que tonterías murmuradas en mi oído en comparación a la explícita emoción que crean su tacto, su aliento y el olor a lavandería que emana de la camisa que ha tenido durante años, la cual desgastó con el calor y esfuerzo de la parte superior de su cuerpo y por ponérsela una y otra vez, ya que, según él, se ve de una forma correcta.

—Antes ésta estaba aquí y ésa, allá —explica—. Pero le pedí a mi asistente que me ayudara a cambiarlas. Le dije que estaban en el orden incorrecto. Él las puso así porque creía que la que tiene al bebé va después de la del sexo. Pero ésta es mejor, así que creo que debería ser vista después de la otra debido a su excelente manejo de los celos. Parece que de ella irradia: "Soy una persona muy celosa", ¿no? —hace una pausa, parece estar considerando si debería decir lo que piensa—. Mi asistente es muy guapo. Todos lo saben. Lo saqué de aquí antes de que llegaras porque no quería que lo vieras.

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Haber hecho esta confesión parece sorprenderlo a él tanto como a mí.

—Estaba enojado conmigo —dice mi agente—. Creo que estaba con su novia cuando le llamé para que viniera más temprano —hace una cara que sugiere que esta idea, de que su asistente tenga novia, le parece jocosa—. Odian que les llame los fines de semana que cerramos, pero ya se acostumbraron porque saben que es cuando más me gusta trabajar. Normalmente yo ahorita estaría trabajando. Y supongo que lo estoy haciendo. —Parece que apenas se dio cuenta de que el hecho de que cambiara las pinturas coincidió con esto. Con nosotros.

—Pero supongo que tú no, ¿o sí? Porque trabajas de noche —añadió, y me sorprendió que lo recordara—. Supongo que estarías a punto de prepararle la cena a tu esposo, ¿no?

Esto último me lo dice con un tono falsamente liviano, con un tono acusatorio, pero rápidamente se ve seguido por lo triste que dice estar de que me vaya

—Sí, yo también supongo eso —contesto.

—Sí, qué mal que debas irte. Siento que podríamos hablar por horas y horas.

Algo que no es del todo tristeza pesa en el aire

—Sí —asiento— Yo también.


No pudiste quedarte más que un par de minutos en el sillón de la oficina conmigo; estabas inquieto, te levantaste. Caminaste hacia la ventana a través de la dorada tarde que alumbraba el vidrio y me contaste que no habías tenido novia después de la universidad, a los 22. —Ni siquiera podía hablarle a las chavas — dijiste mientras encendías un cigarro. Sonreíste. Era como si estuvieras hablando sobre alguien más y de nuevo tuve esa sensación de dos hombres diferentes, cada uno queriendo impresionarme al mostrar su contraste con el otro.

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—En la universidad trabajaba en la biblioteca — dijiste—. Estaba obsesionado con una mujer que venía casi diario. Una estudiante de licenciatura. Parecía una Isabelle Huppert joven. Algunas de sus blusas parecían negligés ¿Cómo se llaman?

—Camisolas —dije complacida por saber algo que tú no.

—Camisolas. Ella usaba camisolas bajo el saco. Blancas Rosas. Color champaña. Sin sostén. En equilibrio. Había una nobleza innata en ella. Pequeños pechos, pero enormes pezones. A veces los veía cuando se inclinaba sobre los libros, aquellas areolas rosas del tamaño de un tazo. Perdona si entro mucho en detalle, yo…

Planeabas lo que le dirías a ella. Lo escribías y lo practicabas de una forma que sonara despreocupada, pero siempre que la veías te congelabas, no podías decirle nada, y si se acercaba al escritorio donde estabas, actuabas como si estuvieras ocupado para que otro tuviera que ayudarla.

—Finalmente, un día en un bar cerca del campus se acercó a donde yo estaba sentado. Me vio como si me reconociera, sonrió; era como estar en un sueño. Pude ver que estaba a punto de preguntarme algo. Parecía estar esperanzada. Estaba usando una de esas camisolas color champaña con las que la había soñado. Esto fue lo más cerca que estuve de ella. Traía perfume, muy ligero, no el que pensé que usaría, pero lo suficientemente fuerte como para opacar el olor de mi comida y del bar. Se inclinó hacia mí.

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En este momento te llevaste un cigarro a los labios e inhalaste. Sostuviste mi mirada.

—Me dijo: "¿Me prestas tu cátsup?"

—Una década después me la encontré en una fiesta. Se veía casi igual excepto por su cara, que estaba más delgada. Vi que tenía una increíble estructura ósea. Pude ver que se pondría muy guapa conforme los años. Usaba un sombrero de gángster. Se veía ridícula. Perturbadoramente sexy. Sentía que me conocía pero no sabía de dónde. Yo tampoco se lo dije. Pretendí no saberlo. Ella era… receptiva —dijiste esto intencionalmente y te me quedaste viendo—. Pero resultó ser aburrida y no muy inteligente.

Este cambio en la historia me tomó por sorpresa. El aire cambió. Sentí como que me advertías algo.

—¿Entonces saliste con ella? —pregunté.

—¿Con ella? No. De esa pequeña conversación en la fiesta pude ver que era muy aburrida. Tuve que inventar una excusa para alejarme. Fue una gran decepción: estaba allí con la mujer de mis sueños en una noche de verano, pero simplemente no estaba allí, tan sólo quería alejarme; lo que decía ni siquiera tenía sentido; ni siquiera podía decidir si me gustaba su voz o no; y, al mismo tiempo, como señaló una novia con la que casi me caso, me di cuenta de que estaba enamorado de su imagen y con sólo ese año que la vi en la biblioteca tuve suficiente. Todo ese tiempo pensé que me estaba perdiendo de algo, de algo más, pero lo que me interesaba siempre estuvo allí. Aún recuerdo sus atuendos. Recuerdo cómo se veía su cabello cuando llovía. Un día usó una horrible blusa amarilla y me sentí menos atraído, como si hubiera cometido un error. Al día siguiente se veía mejor y sentí como que hicimos las paces. Ahora que he estado en algunas relaciones entiendo que éstas no son mucho más que eso, en esencia, aunque sí involucran hablar y tener sexo.

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Exhalaste. El humo de tu cigarro era una neblina azulada. La ventana miraba hacia la pared gris del edificio de enfrente, moteada de rojo en algunas zonas decoloradas. En retrospectiva pensaría que una relación no es para nada como quedártele viendo a una mujer en la biblioteca que ni siquiera sabe que la has estado viendo durante todo un año (y lo que ahora pienso es que cuando al fin tuviste la oportunidad de estar con ella, te acobardaste, ya que esperabas sentirte superior), pero allí en tu oficina lo que dijiste pudo haber sonado muy profundo, pero eso más bien tenía que ver con la forma en que tus pantalones resaltan tus nalgas y la manera en que te llevas el cigarro a los labios, con cómo tus nudosos huesos del carpo dan paso a enormes y cónicos antebrazos; con tu eterno aire crítico tipo dandy remilgoso mezclado con cierta desesperanza soberbia de que este mundo nunca será lo suficientemente bueno para ti; y no sé cómo explicarlo, pero había algo perverso en ti, algo un poco sórdido que las marcas de ropa no podían esconder del todo; podría imaginarte en la cárcel, ¿y acaso todo eran estereotipos? ¿En realidad había algo excepcional entre nosotros, o simplemente me estaba emocionando con el primer "chico malo" que apareció durante mi brote de desesperación marital?

—Aunque podría decirse que mi primer amor fue mi hermana— dijiste mientras seguías hablando de otras mujeres. —A los cinco años creí que íbamos a casarnos, como nuestros padres, y cuando se lo dije me llamó idiota y me explicó que los hermanos y hermanas no pueden hacer eso. Yo estaba devastado. Ella era el centro de mi vida. A menudo me rompía el corazón, y si no hubiéramos sido familia, ella no se habría llevado conmigo. Le pregunté esto antes de que muriera y ella felizmente lo confirmó. Dijo: "Claro que no Eres muy raro"—. Tu cara se veía alegre mientras decías esto. Pude ver que amabas el humor de tu hermana, y a mí también me gustaba, y tal vez fue aquí cuando me empezaste a gustar.

—Ella era tan… era…

Entonces te detuviste. Como si te estuvieras espantando el sueño. Me estabas viendo de nuevo.

—Te ves hambrienta Es hora de comer

***

Sin embargo, en el restaurante empecé a perder interés mientras estaba sola en la mesa y tú estabas enfrente coqueteando con una mesera que conocías. La mesera que me tomó la orden también se dio cuenta, pareció sentir lástima por mí y, mientras estaba allí sentada en el comedor con aire acondicionado usando tu chamarra encima de mi blusa, te veía con la actitud de una mujer casada en una cita con un canalla: un canalla de quien alguna vez, ante su propio asombro, en realidad creyó estar enamorada, a pesar de qué el era tan…

¿Acaso mientras comíamos te conté que decidí que eres el hombre más solitario que he conocido? La soledad se aferraba a ti. —Su prometido es albanés —dijiste de la mesera cuando al fin decidiste sentarte conmigo. —Ella es italiana pero él albanés, y él habla su lengua pero ella no habla la suya. Ambos van con un maestro de inglés. —Parecía gustarte pensar en esto al mismo tiempo que dabas una pista de estar celoso—. Vengo casi todos los martes. —En los breves intervalos entre conversaciones, cuando agachabas la cabeza, lo podía ver: eras uno de esos solteros miserables que van al mismo restaurante el mismo día de la semana y tiene relaciones de fantasía con las meseras. Hablabas de los detalles de su vida como si estuvieras dentro de algo, como si fueras alguien dentro de una construcción mucho más grande, así que te imaginé con la cabeza en la almohada, soñando con sentarte a su lado mientras ella toma sus clases de inglés, tu mesera de los martes de piel olivo y cascada de rizos negros y tetas grandes, soñando con robársela a su prometido como…

Pero ahora estabas conmigo. Recuerdo tu cara en el taxi y ahora veo en ella el brillo del triunfo, de que la fantasía de tenerme se volviera realidad, de la sensación de posibilidad con la que veías a la mesera justo antes de que tu atención se dirigiera hacia mí. Si podía pasarte eso conmigo, entonces también con ella.

Y francamente en ese entonces decidí dormir contigo como un acto de compasión. Pobre cosita, aquella noche, nunca había visto a alguien que necesitara tanto que se lo cogieran. Eras el tipo de persona triste que se entume tanto que ya ni siquiera sabe qué es la tristeza, que cree estar bien porque ni siquiera puede recordar cómo es ser feliz, y yo quería ayudarte.

Feliz. Vi que te estaba haciendo feliz. Había olvidado lo que era hacer feliz a alguien.