De Bogotá a Arkansas: mi paso por una clínica de rehabilitación para problemas alimenticios

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El número para creer o no creer

De Bogotá a Arkansas: mi paso por una clínica de rehabilitación para problemas alimenticios

El diablo se viste de Prada y te alimenta con algodones.

Esta historia comienza una noche de primavera en 2007. Me encontraba, como todas las noches, cenando en Nueva York mi plato predilecto: copos de algodón remojados en jugo de banano, fresa y naranja. Me llenaban la panza, como lo habían hecho desde que tenía 15 años, las tres comidas reglamentarias del día.

Antes de esa noche yo creía firmemente que estaba en la cima del mundo: tenía un título universitario de diseñador editorial que había conseguido al graduarme a los 14 años de un colegio distrital en Bogotá —¿cómo les quedó el ojo, teóricos de la brecha educativa?—, y no podía creer que tres años atrás yo era un adolescente obeso en un barrio de clase media donde mis padres trabajaban largas jornadas y mi única confidente era mi hermana menor.

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Sueno odioso, pero es verdad. Quiero, de hecho, reafirmarlo. La moda (su industria visceral, esa en la que todo es permitido siempre y cuando se transmita un mensaje de consumo primitivo y lujurioso) me daba un estatus de poder y un aura de estilo mucho antes de que el boom blogger existiera y de que todos pudieran ser referencia de la moda con sólo un #hashtag. El cariño me lo expresaban con piezas de lujo. Hasta que un día (ese día), conocí a un elegante caballero en el restaurante St. Regis en Manhattan y él me ayudó, de rebote, a descubrir mi anorexia.

Tuvimos sexo. Él era de edad mediana. Su ropa olía a Creed y usaba un traje Brioni hecho a la medida. Sacó su chequera Goyard y me hizo un cheque por 1.500 dólares. Pensé: él ha malentendido todo. Pensé: él cree que me lancé por dinero, y eso que estoy usando 6.000 dólares en ropa y unos 4.000 más en accesorios. Y pensé: ¿putear por 1.500 pesos (una latina le dirá siempre pesos a los dólares)? Éxito.

Actué: le pedí el cheque para el American Bank y me fui a mi casa, un apartamento dúplex en Williamsburg, a cenar.

Esta historia comenzó, insisto, ese día. Mientras me metía a la boca mis copos de algodón vi que en el cheque estaba escrito keep skinny (mantente delgado) y reí. Reí tanto que me salieron lágrimas de los ojos. Me miré en el espejo de cuerpo entero y observé que estaba destruido. Y no hablo de un destruido tipo glamuroso, como Kate Moss o Liberty Ross, sino un destruido que causaba risa. Que causaba asco.

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Llamé a mi jefe y ella sencillamente pronunció las palabras mágicas: "Querido, nunca es tarde. Déjame yo arreglo todo. Duerme". Ella colgó. Yo no dormí. Durante esas horas recordé los cuatro años de hambre que pasé simplemente por verme bien. Y vi, delante de mí, a toda esa gente que critiqué por ser gorda, por vestirse mal. Escuché los infinitos comentarios de arpía gay promedio que les hice a muchas personas mientras nos engullíamos, con mis amigos y amigas (entre bolsos Channel y Louis Vuitton) las bolas de algodón empapadas con jugo. Y recordé la dieta de los tres por tres: tres gramos de perico por tres de champagne.

Me miré en el espejo de cuerpo entero y observé que estaba destruido. Y no hablo de un destruido tipo glamuroso, como Kate Moss o Liberty Ross, sino un destruido que causaba risa. Que causaba asco.

En terrenos menos imaginarios hice un recorrido en el tiempo que finalizaba con un cuerpo demacrado, lleno de morados, sobre una báscula que marcaba 40 kilos y 215 gramos. El fin de un camino que había emprendido años atrás, en una fiesta de sample sale, en una tienda de departamentos de lujo, con una amiga riéndose de mi inocente obesidad para luego explicarme cómo vomitar media hora después de comer y así no quedar con aliento a guasco: perdí en ocho meses todo mi exceso de equipaje sebáceo.

Horas en silencio. Tristeza. Repulsión. Quería llorar. No podía.

Llegó por fin la mañana y mi jefe, impecable como siempre, con su look de Narciso Rodríguez, tacones Manolo Blahnik y su bolso de Valextra, entró a mi apartamento y me vio tirado en el piso, inerte, pensando en todo el mal que me infligí para verme bien. Me abrazó y, con un tono maternal que nunca le conocí, me sonrió y me dijo que yo iba a ir al lugar donde su hija se había liberado finalmente: una clínica de rehabilitación para personas con problemas y desórdenes alimenticios. Nunca supe el nombre.

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No la encuentro por Google.

Ella me alistó la maleta, la ropa para salir de allí y ahí fue. Mi vida volvió a ser la misma de cuando tenía 14 años y salía de mi Bogotá natal para enfrentarme a un país que no conocía. Esta vez, sin embargo, partía con unos lentes Balenciaga vintage negros, un abrigo Cerruti vintage que adoraba, sin nada más en la mano que mi maleta y nada más en mi cabeza que un miedo gigante y una certeza de que mi vida se iba a definir de nuevo. De que se iba a destruir de nuevo.

***

El chofer de mi jefe me recogió y nos fuimos en un viaje de dos días rumbo a Arkansas en el que tomé pura agua. Durante el recorrido, el conductor omitió mi existencia y se limitó a pedirme plata para sus comidas o la gasolina. De ese trayecto me queda la vista de una Norteamérica fría, de contrastes entre la opulencia y el vacío rural, de carreteras hechas para un documental. Lloraba internamente y ocultaba el miedo que sentía: tendría que enfrentar un problema que por tres años no lo fue. Un problema que, a la vez, había sido el secreto de mi éxito.

La llegada fue silenciosa. Recuerdo que era una tarde de abril y el sol caía sobre un conglomerado de cottages estilo suizo. Me sentí como un personaje de novela sesentera que llegaba a su retiro de belleza en los Alpes. Sin embargo, el equipo médico y de enfermeros llegó enseguida y eliminó cualquier seña vacacional que pudiera haber en el lugar.

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Me quitaron la maleta, el teléfono, la billetera y la ropa que tuviera bolsillos. Me entregaron un par de camisetas blancas y me puse unos pantalones de sudadera H&M que había llevado para dormir. Después me llevaron a una oficina donde una mujer gorda y madura me esperaba con un cierto aire de asombro y un tibio saludo de bienvenida. Me explicó: este es un centro de tratamiento para desórdenes alimenticios yenfermedades mentales. Me advirtió: es muy importante guardar la confidencialidad de los internos. Me recomendó: mejor mantener distancia por unos días (que terminaron siendo meses) de familiares y allegados. Me dijo: existe la posibilidad de hacer upgrade de la acomodación en un chalet privado.

De ese trayecto me queda la vista de una Norteamérica fría, de contrastes entre la opulencia y el vacío rural, de carreteras hechas para un documental. Lloraba internamente y ocultaba el miedo que sentía: tendría que enfrentar un problema que por tres años no lo fue. Un problema que, a la vez, había sido el secreto de mi éxito.

No era mi dinero. Escogí el chalet compartido. El espacio tenía tres camarotes y seis escritorios, había barras en las ventanas y no existían baños para evitar incidentes (suicidios o vómito). Dejaron lo poco que pude rescatar de mis cosas en una gaveta y me llevaron a un salón inmenso: en él había 30 chicas de trece a treinta y tantos años y tres hombres que llamaron mi atención: uno estaba más delgado que yo. Los otros dos eran sexualmente atractivos: uno, incluso, lo reconocí en una versión extranjera de L'officiel.

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Traté de ser social pero me encontré un salón con gente ensimismada en sus propios problemas. Me senté. Silencio. Dos horas de silencio. Llamaron a la cena: ahí me di cuenta de que estaba en un lugar de desintoxicación física.

La charola con un filete de pechuga, arvejas y un pudín de chocolate me produjo asco. Vomité encima. En cuestión de minutos me trajeron otra. No sabía qué hacer, no quería comer eso, me sentía como un niño que no quiere la sopa: opté por no comer, al mejor estilo de una diva de vereda.

No pararían de insistirme: me amarraron en la silla y una enfermera negra me abrió la boca mientras otra me hacía comer. Escupí como si me estuvieran metiendo veneno al cuerpo. Cada vez que lo hacía, la respuesta del personal era más fuerte. Los otros, impertérritos, veían el show sin hacer nada más que comer de sus charolas el platillo que a mí me estaban embutiendo a la fuerza: la normalidad de la situación parecía ser la regla. En la mesa de al lado yacían los alimentados con sonda: "Eso le pasa si no come", me dijo la enfermera cuando volteé a mirarlos. Terminé de comer. Vomité de nuevo.

Al ver que yo no podía retener la comida ni por un breve instante, me llevaron al médico de la clínica y descubrieron que tenía un hueco en el estómago por culpa de mi alimentación basada en bolas de algodón. Mi dieta, entonces, mientras sanaba la barriga, sería a base de comprimidos de vitaminas que terminé aceptando de mejor gana. Y a dormir. A jugar, al menos, que estaba durmiendo.

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El día dos inició muy temprano: nos dijeron que nos bañáramos y que fuéramos a orinar, siempre y cuando nuestras 30 compañeras lo hicieran antes. El baño en un lugar de estos no puede ser usado para masturbarse o tener encuentros sexuales, ni tampoco para inducirle el vómito a alguna chica ofreciéndole una mamada para ayudarla.

***

El horario era estricto: charlas tipo alcohólicos anónimos para compartir nuestra vida y esquema de dieta, tener encima a un médico general, un nutricionista, un psiquiatra y un trabajador social, quienes monitoreaban los avances de cada mañana, una reunión final en la que hacían un diagnóstico de las comidas y los horarios. Entre sesión y sesión fui conociendo a todos (a sus enfermedades): anorexia, bulimia, ortorexia; y a sus historias (sus causas comunes): familia ausente, novio posesivo, baja autoestima.

La rutina me condujo, finalmente, a enfrentar a mi enemigo: la comida sólida. Para evitarle usé un método que me enseñaron años atrás unas chicas (a las que les cambié maquillaje de contrabando): un vaso de agua con mostaza y sal. Un crimen.

Más crímenes en ese mundo: usar maquillaje (de castigo nos dejaban dos días con la misma ropa y nos bloqueaban el acceso a la crema de dientes); tener papel higiénico (podíamos comerlo, así que nos daban toallas húmedas); comunicación con la familia, en mi caso, por cuatro meses seguidos.

***

Al final del primer periodo, llamé a mi mami. Ella lloró y me dijo que por qué la tenía olvidada. Le mentí: que estaba muy ocupado trabajando, que había olvidado comunicarme, pero que estaba bien. Por su parte, mi jefe seguía mandando dinero a mi casa, así que mi madre no notó la ausencia económica de lo que yo me había acostumbrado a enviarle. "Come bien", me dijo, y colgó.

Esa llamada me quebró totalmente: se me fue al piso todo. Mi rebeldía se apagó. Mi rebeldía: papayas y sandías huecas repletas de palos de paleta y maquillaje de Sephora que generaban toques de queda en la clínica. Hasta ese día, yo había organizado sencillamente una especie de mercado negro con el fin de continuar con mi delgadez. Utilizaba las frutas tropicales como caletas de contrabando, y con ellas traficaba belleza y elementos para vomitar. Nunca fui delatado; no obstante, después de hablar con mi madre, me fui a donde la directora de la clínica y le conté todo. Sentí la necesidad de estar allí y hacer la tarea con juicio. Avanzar.

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Me hicieron la oferta del upgrade gratis para que no tuviera contacto con los demás y evitar las maldades que había hecho en el pasado. Para adelante y para atrás, fui dándome cuenta de que tenía un problema, de que en cualquier momento podía terminar alimentado por sonda durante semanas enteras. Y me pasó.

Un paso que tuvo cicatrices, aciertos y errores. Fueron días de desespero y miedo, de llanto a solas y risas vacías que me permitieron llevar de manera coherente un proceso que me hizo reevaluar todo en lo que creí y con lo que crecí. Entendí la forma en la que la industria de la moda obsesiona a las personas con héroes de papel que, a su vez, sufren torturas cegados por un estilo de vida que se alimenta de la ignorancia y el rápido consumo. También comprendí la forma en la que muchas personas como yo, temerosas de ser diferentes, se convierten en marionetas de carne y le declaran la guerra a su cuerpo por perseguir un ideal de belleza. Un prototipo que nos mata de a poco y deja marcas mentales que 10 años después aún me asustan y me producen una angustiosa nostalgia por el estilo de vida que dejé atrás.

Durante los primeros meses fui un poco apático y sólo hablaba con los chicos lo esencial, pero Francis siempre estuvo allí, él me explicó todo y me ayudó a armar mi red de contrabando con las sandías. Francis era un chico rubio de facciones finas que parecía un cadáver de Abercrombie & Fitch en sus días de gloria. Su risa era contagiosa y, al igual que yo, tenía un mal aliento del que nos reíamos porque éramos conscientes de que era consecuencia de tanto vomitar.

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Su historia era muy diferente a la mía: de niño su mamá siempre quiso que fuera actor y lo obligaba a participar en cuanto concurso de belleza o de talento existía. Aunque siempre ganaba, había veces en las que quedaba en los últimos puestos. Cuando eso sucedía, su madre lo llevaba al gimnasio y lo obligaba a tener una dieta muy estricta. En poco tiempo, Francis se volvió anoréxico. Su padre ausente lo encontró un día desmayado en el piso y se lo llevó a vivir con él. Tenía 22 años. Allí su problema creció. Comía sólo una vez por semana. Vendió drogas. No funcionó. A su regresó, su mamá, por miedo a que la juzgaran por mala madre, lo mandó a esta clínica un par de meses antes de mi llegada.

Nos volvimos muy amigos con Francis, pero sin fines sexuales. Era un hermano fracasado como yo, dueño de un asiento en primera fila para ver el espectáculo de un grupo de gente rica siendo humana. Durante esos 10 meses, la clínica adquirió más movimiento: pasamos de la sanidad a la efusividad, al final todos discutíamos, reíamos, llorábamos y, por momentos, vomitábamos.

Un paso que tuvo cicatrices, aciertos y errores. Fueron días de desespero y miedo, de llanto a solas y risas vacías que me permitieron llevar de manera coherente un proceso que me hizo reevaluar todo en lo que creí y con lo que crecí.

En las reuniones grupales no había secretos. Siempre nos señalaban la importancia de sacar todo lo propio para enseñar a los demás. Así los conocí a todos, a unos en cierta parte los entendí, a otros les grité y les dije cuán bendecidos eran por tener una vida de ensueño y tirarla a la caneca por una talla. A una más la vi morirse.

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Se llamaba Verónica. Era reconocida por ser una de los pocas que tenía chalet propio y eso le daba un estatus que los demás odiaban en secreto. Además, tenía una belleza muy ausente que nadie percibía, pero su voz era tan hermosa que por momentos desafiaba mi homosexualidad. Casi no hablaba, pero en las sesiones de grupo nos compartía su vida. Su novio la había obligado a bajar de peso para que vivieran juntos por siempre. Un día él se mató en un accidente aéreo y ella siguió perdiendo peso para mantener su recuerdo.

El día en que se murió era noviembre y hacía frío. Verónica estaba hablando de los malos ratos que pasaba a veces con su novio cuando perdió el aliento y se desplomó. Todo el equipo médico salió a su ayuda y en cuestión de minutos desapareció con ella.

A los 15 minutos vi cómo subían su cuerpo, cubierto con una manta Hermes de cabeza a pies, a una ambulancia. Desde ese día, de Verónica nunca más se habló.

***

Entre toma y toma, como si mi vida se tratara de una novela de Televisa, pasaron 10 meses y por fin me pude ver en un espejo: era un hombre de 80 kilos que daba consejos a los demás para que no fueran como yo. Entendí, finalmente, que tenía la responsabilidad de enfrentar un problema que me acompañaría de por vida.

Sin embargo, simultáneamente, sabía que mi sobrepeso estaba de vuelta. Barriga grande, recapacitación inmediata: basta con volver a mis viejos hábitos y evitar que mis amigos se burlaran de mí y me vieran como a un marrano de lazo blanco. El doctor me dijo lo siguiente: "El pasado no perdona y tampoco olvida. Lo mejor es dejar lo negativo de lado y seguir de cero. Esto es un punto de reinicio o reincidencia. Usted escoge igual".

Fue tentador volver a vomitar y estar a punto en unos meses, pero opté por la voz del corazón: salí de la clínica sin pena ni gloria, se despidieron de mí, Francis vino a recogerme para enfrentarme a la vida real. En ese trayecto camino al aeropuerto, Francis lucía un escultural cuerpo y me recomendó un nutricionista para que yo obtuviera los mismos resultados. Asentí de forma hipócrita: yo no quería ser de nuevo un muñeco de aparador remasterizado que pasara de ser un esqueleto con marcas colgándole en los huesos a un monstruo inflado con esteroides y suplementos alimenticios. Llegamos al aeropuerto, nos despedimos y en el avión pude comer mi primera comida libre: un menú de clase turista de American Airlines.

De nuevo en Nueva York, no todo fue fácil. Llegar a mi casa fue una experiencia horrible: ver ropa que no me servía, saber que mi estilo ya no me quedaba, saber con certeza que esa vida ya no era la mía.

Después de muchas visitas al psicólogo, viajé a Colombia a ver a mi familia y mi madre notó que su gordito había vuelto. Dejé todo atrás. Hice trizas todo lo que me recordara mi pasado: lo quemé o lo vendí. Pagué mis deudas estudiantiles, lo extra de la clínica y me compré un clóset de gordo cool que hoy, seis años después, aún conservo.