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El número de las estafas

Una carta de amor al submundo de los autobuses Greyhound

Cualquiera que haya viajado en Greyhound o esté familiarizado con los sobrenombres que de forma subterránea recibe la línea de bus -“el perro sucio”, “el sabueso del infierno”- podrá suponer que a menudo es una experiencia poco placentera. Pero, ¿y si...

Bobby hizo estas fotos en 2001 durante un viaje en autobús Greyhound por EE.UU. Su viaje de costa a costa está documentado en su libro One Summer Across America.

En la adaptación cinematográfica de 1957, con fuerte protagonismo de Jayne Mansfield, de la bastante olvidada novela de John Steinbeck El autobús perdido, un ayudante de mecánico llama­do Kit Carson charla de pie con una cajera de bar con ambiciones hollywoodienses en una pequeña y polvorienta terminal de autobuses de Central Valley llamada Rebel Corners. “Me pregunto si hoy habrá gente importante en el autobús”, dice la chica. “La gente importante”, le contesta Kit, “no viaja en autobús”.

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Nelson Algren hizo un análisis taxonómico de la gente co­rriente con que se topó en sus viajes en su libro Nonconformity, escrito en los años 50: “El buscavidas del billar haciendo auto- estop hasta Seattle o Miami, los recolectores de frutas siguiendo las cosechas en un Chevy de 1939 con un faro estropeado y el otro rajado… El ‘camarero desempleado’, ‘cocinero de comida rápida desempleado’, ‘vendedor desempleado’, ‘modelo des­empleado’, ‘azafata desempleada’, ‘autodenominado actor’, ‘autodenominado artista’, ‘autodenominado músico’… Sus nombres son los nombres de ciertos sueños para los que las luces se han apagado”.

Turgenev y Herzen habrían llamado americanos “superfluos” a esta gente. Los despojos del sueño americano. Anticuados como puedan parecer, estereotipos de la era Beat ya superados, estos buscavidas, traficantes, prostitutas y “fuleros independientes” nunca llegaron a irse del todo. Todavía siguen aquí, encajonados en la parte trasera de un autobús Greyhound.

En algún momento de 2002, tras dejar la universidad y de regreso a mi casa en Carolina del Norte, a la deriva y sin perspec­tivas de empleo ni planes definitivos, aproveché la oportunidad de ir a Fort Benning, Georgia, para participar en una protesta en contra de la Escuela de las Américas, la academia responsable de dar entrenamiento a todos los militares y escuadrones de la muerte latinoamericanos. Allí, mientras sacerdotes católicos con hábito se lanzaban hacia la valla de tres metros de la base en un acto de desobediencia civil no violento, trabé amistad con unos jóvenes que estaban de paso y que se dirigían a Florida. Cuando finalizó la protesta nos montamos con un tipo en su Buick, turnándonos por la noche para conducir. En una brumosa carretera de dos direcciones al sur de Georgia, un sheriff rural nos ordenó que aparcáramos a un lado y revisó nuestros docu­mentos de identidad. Uno de los viajeros tenía una orden judicial pendiente y fue trasladado a la cárcel; su novia solo tenía 17 años y, al parecer, sus padres no aprobaban la relación. Fuimos a tres cajeros automáticos para sacar dinero para la fianza y logramos llegar a Gainesville a la mañana siguiente, entrando tambaleantes en Denny’s con los ojos legañosos por el cansancio.

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Allí, como por arte de magia, llegó a nuestras manos un Ameripass de Greyhound caducado (no recuerdo exactamente cómo fue, pero creo que aquellos astrosos lo obtuvieron del amigo de un amigo). Para quien no lo sepa, el Ameripass era un pase razonablemente asequible que permitía al comprador viajar sin límites en autobús por Estados Unidos y Canadá durante 30, 60 o 90 días. Comercializado originalmente para los mochileros eu­ropeos y estudiantes con poco presupuesto que quisieran recorrer ciudades y pueblos durante el día y dormir en el bus por la noche, el Ameripass ofrecía un buen vistazo de la Norteamérica “real” antes de que fuera rebautizado como Discovery Pass y éste, más tarde, suprimido permanentemente en 2012.

No habiendo tenido nunca uno en mis manos, sabiendo solo de su leyenda, lo examiné con asombrada reverencia, como un tallador examina un diamante o un arqueólogo un cráneo. Para tratarse de un talismán de tan inmenso poder -un pasaje para su portador a, literalmente, cualquier lugar del Estados Unidos continental-, era fácil de reproducir, solo una pagina laminada con texto y números en blanco y negro, anterior a la férrea y represiva era de los códigos QR. Además del pase nos habían dado una fotocopia con el juego completo de todas las letras y números en el tipo de letra Greyhound. Así, como jóvenes superfluos sin nada mejor que hacer, nos apostamos en unos almacenes Kinko y, armados con cuchillas, nos dedicamos con concentración medieval a cortar y pegar, los restos de papel volando por todas partes[I]. Después de fotocopiar las copias finales, nos echamos hacia atrás para admirar nuestro trabajo de artesanía.

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Tenían un aspecto pésimo, de chapucero recortapega. Los espacios entre letras y números eran desiguales y los caracteres se inclinaban a un lado y a otro. “Esto no puede funcionar”, murmuré. “Irá bien”, dijo mi compañero, aunque sonó inseguro. Cuando las llevamos al solitario empleado de Kinko para que las plastificara, éste soltó un gruñido. “¡Lo estáis haciendo todo mal! Tienen una pinta terrible”, dijo, pasando a regañadientes nuestros pases a través de la máquina. Sellados con legitimador acetato, parecían un poco más oficiales.

Cualquiera que haya viajado en Greyhound o esté familiarizado con los sobrenombres que de forma subterránea recibe la línea de bus -“el perro sucio”, “el sabueso del infierno”- podrá suponer que a menudo es una experiencia poco placentera. Pero, ¿y si esa experiencia poco placentera te transporta gratis por todo el país? Cuesta indignarse y sentirse estafado cuando viajas de balde.

El plan era encontrarnos en Pensacola. Los tirados con los que estaba optaron por asearse, quitarse los piercings del tabique nasal y ponerse unas arrugadas camisas con botones hasta el cuello. A pesar de sus mejores esfuerzos, seguían pareciendo tíos sucios vestidos con ropas de gente normal. Siendo la clase de persona que espera a que sea un amigo el primero que se zambulle en un lago para comprobar si se topa con rocas afiladas, yo me descarté de aquel viaje inaugural. Me despedí de ellos mientras se encaminaban a la estación, con aspecto hosco de dirigirse a un funeral. Dado que uno de ellos aún tenía pendiente una orden judicial, mis expectativas de volver a verles eran escasas.

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Cuando aparecí en Pensacola un día después y fui a una casa punk, ellos ya estaban allí, bebiendo unas cervezas que se habían caído de un muelle de carga en alguna parte. “Ningún problema”, dijeron encogiéndose de hombros cuando les pre­gunté cómo había ido. Después de que una feroz pelea en un bar con unos militares pusiera rápido fin a nuestra estancia en Pensacola, mis compañeros se dirigieron alegres y tranquilos a coger el bus a Nueva Orleans, con aire de sentirse a gusto con el fraude y el hecho de viajar gratis.

No fue hasta el verano siguiente cuando traté de utilizar mi pase, e incluso entonces lo hice solo por desesperación. Después de dos días intentando salir de la abrasadora extensión de Omaha haciendo autoestop, y otro más esperando entre las altas hierbas del valle de Missouri a que pasara un tren de carga que no aminoró la marcha, me paré delante de la estación de los buses Greyhound sopesando varias estrategias de fuga en caso de que la empleada se diera cuenta de que mi Ameripass era una falsificación.

Por fin traspasé la doble puerta y me dirigí hacia el mostrador tratando de caminar con seguridad. “Portland, por favor”, dije. Traté de sonreír e irradiar encanto. La mujer examinó mi chapu­cero pase plastificado y tecleó unos números en su ordenador. Miró mi identificación, después a mí, y después otra vez el pase.

Una gota de sudor apareció en mi frente, y aunque mis músculos faciales estaban encajados en una falsa sonrisa de tranquilidad, confianza y legalidad, en lo único en lo que yo podía pensar era en salir corriendo. De repente, como una má­quina tragaperras marcando premio, la vieja impresora matricial empezó a escupir resmas de papeles: transbordos, destinos, itinerarios, la ondulada geografía de la ruta oeste de Greyhound revelándose en blanco y negro. La empleada lo metió todo en un sobre de papel azul y me lo tendió con una formal sonrisa.

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En el exterior traté de confundirme entre los truhanes, taxistas y adictos a la metanfetamina que buscaban colillas de cigarrillos. Un intercomunicador graznaba distorsionados, ininteligibles horarios de salidas. Me puse a la larga cola de mi autobús con el resto de almas condenadas. Al cabo de 45 minutos, cuando el conductor se puso en la puerta para comprobar nuestros billetes, una mujer de mediana edad se fue directa hacia él y empezó a hacerle toda clase de fastidiosas preguntas. “No tengo por qué aguantar esto”, dijo él frunciendo el ceño, cerrando de sopetón la puerta y marchándose en su autobús medio vacío, dejándonos a todos allí tirados. Otro bus llegó una hora y media más tarde.

Tras subir me dirigí de inmediato a los asientos traseros, esperando ser tan discreto como me fuera posible: un pasajero fantasma ocupando un asiento o dos pero que en realidad no estaba allí. Saliendo de Omaha, la voz del conductor sonó entre chasquidos por el intercomunicador: “A cualquiera que quiera fumar, beber o usar drogas en este autobús, lo echaré afuera sin pensarlo dos veces. Lo echaré en mitad de ninguna parte y tendrá que caminar. Después llamaré a la policía para que vayan a por él”. En un Greyhound no eres un pasajero, eres un recluso siendo transferido a otra prisión. Puede que seas un adulto, puede que peines canas, pero para ellos sigues siendo un chaval detenido, un chico al que un policía le puede cachear y preguntar, “¿Llevas alguna aguja con la que me pueda pinchar?”

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Con el autobús retumbando por la pradera, la gente se aco­modó y empezó a conocerse entre sí. Un chico con ojos a lo

David Bowie y el tatuaje de un vampiro en una mano me dio conversación. Se dirigía al oeste con su esposa, que se parecía a RuPaul. Se acababan de casar y él había saltado de un tren de mercancías que iba a 40 millas por hora para llegar a la boda. Ambos, discretamente, metían de vez en cuando las manos en un refrigerador bien oculto y sacaban botellas de Smirnoff Ice. En toda la parte trasera del bus, otras personas iban sacando bolsas de papel marrón teniendo cuidado de no hacer demasiado ruido.

La mujer del chico del tatuaje se durmió, y él se puso a hablar con una chica campestre y grande del medio oeste que estaba en el asiento de al lado del lavabo, girándose periódicamente hacia mí como un muñeco articulado para preguntar, “¿No es verdad?, “¿No piensas lo mismo? y “Aquí mi colega está de acuerdo, ¿a que sí?” A la hora del almuerzo, el bus se detuvo ante un McDonald’s. Todo el mundo se apeó y él, con un beso, envió a su esposa a por unos Big Macs. Tan pronto como desapareció, él se dirigió al lavabo del bus. La chica grande del campo estaba dentro esperándole, con ojos amplios y expectantes. Antes de encerrarse con ella, el chico me vio mirándoles y dijo con una sonrisa, “Te compraré una hamburguesa si no le dices a mi mujer lo que voy a hacer con esta chica en este lavabo”.

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Más tarde, el bus se detuvo abruptamente en un aparcamiento desierto en Cheyenne. Dos vehículos de la policía inundaron el bus con sus luces y el conductor salió afuera. Todo el mundo parecía visiblemente tenso, ocultando secretos culpables, listos para huir. El chico del tatuaje y su esposa ocultaron sus bolsas vacías y se quedaron abrazados. Los polis subieron al autobús y avanzaron por el pasillo central, examinando a los pasajeros con evidente complacencia. Por fin agarraron a dos hombres mexicanos -depor­tados-, que se fueron con ellos con aspecto de sentirse devastados. Unos cuantos pasajeros expresaron objeciones, pero la mayoría parecían visiblemente aliviados; la reacción “¡Gracias a Dios que no he sido yo!” estando muy cerca del sufrimiento humano.

Cruzando Wyoming conocí a un skater de 26 años que había estado viviendo todo el verano debajo de un puente en Santa Bárbara. Intercambiamos cassettes y hablamos de Mike Watt. Cuando nuestro bus se detuvo en medio de la noche en un Dunkin Donuts desierto, nos hicimos unas rayas detrás de unos contenedores y luego nos quedamos despiertos toda la noche hablando sobre extraterrestres. Después de que se durmiera, apoyé la mejilla en el frío cristal de la ventana, mirando a la luna y las estrellas entre el resplandor de los faros de los camiones que pasaban en sentido opuesto. A las 4:30 de la mañana vi salir el sol en la distancia, al otro lado del llano desierto.

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Boise estaba vacío y radiante ese domingo al amanecer, como el plató de una película. Saqué un café en un expendedor automá­tico y tuve un momento de paz contemplando las rugosas colinas.

Atravesando Idaho me senté al lado de un hombre de mediana edad que me habló de su trabajo arreglando turbinas de viento. “Debe ser una locura estar tan arriba y tan cerca de esas hélices enormes”, le dije. “Es una locura”, me dijo con los ojos humedeci­dos. Me habló de tener que acatar un contrato de trabajo en toda la zona oeste y después me mostró unas fotos de su novia desnuda.

Dos días más tarde, el bus llegó finalmente a la verde Portland, la ciudad de los sueños en miniatura. Vi por la ventana a mis amigos esperándome en el aparcamiento. Salí a toda prisa y me agarré a ellos como un hombre que se está ahogando. Pasamos el verano como uno lo tiene que pasar en Portland: montando en bicicleta, bebiendo espresso, buscando en los contenedores de Trader Joe y haraganeando de la forma más indolente.

Como un buffet libre o una máquina de videojuegos con parti­das gratis ilimitadas, el atractivo de un sin fin de viajes gratis puede hacerse compulsivo para la persona condenada que dice, como escribió Emerson, “en cualquier sitio menos aquí”. Así, gracias al Ameripass, dio comienzo una etapa de viajes sin rumbo fijo unidos entre sí por las excusas más peregrinas: visitar a una novia, visitar a amigos, tratar de estar en casa para las vaca­ciones. Lo importante es estar en movimiento, zigzagueando por el país, encontrando nuevos sitios y rincones, autopistas estatales y pueblos pequeños, investigando de un lado a otro al igual que las impresoras matriciales dejan caer pequeñas gotas de tinta para crear una imagen mediante el puntillismo.

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Para la gente que no descansa, esos descendientes de Caín condenados a vagar por la Tierra, la única paz es la paz de estar en movimiento, suspendidos entre geografías. Para ellos, no hay nada más reconfortante que el motor que ruge debajo de un asiento, el aire frío que sisea a través de los conductos de ventilación, las filas de productos iluminados por fluorescentes en una parada de camiones abierta toda la noche, la sensación de ser un fugitivo evadiendo temporalmente a sus captores. Caes en el sueño más reparador de tu vida con la capucha subida y tu mochila como almohada.

En casa, la ansiedad psicológica de estar fijo dentro de unas coordenadas puede ser más agotadora que el desgaste y el cansan­cio propios del viajar; bebes demasiado, caminas en círculos, te sientes angustiado y das largos paseos sin rumbo definido. Cuando la gente dice cosas como “¡No he salido de la ciudad en dos años!” no puedes evitar dedicarles una mirada incrédula. En medio de la noche, miras el interior del autobús y te sientes conmovido ante la imagen de los pasajeros durmiendo, apoyados uno en el otro, babeándose encima, roncando sonoramente. Te trae a la cabeza recuerdos semiolvidados de las siestas de la niñez, cuando se apagaban las luces y una habitación entera llena de extraños se dormían juntos, o incluso recuerdos lejanos y ancestrales de cuando familias numerosas vivían bajo el mismo techo en viviendas diminutas. Hace que te preguntes si será una coincidencia que la tierra de Nod, ese purgatorio de vagabundeo eterno al que Caín es desterrado, haya llegado a significar el reino del letargo.

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Te despiertas en Pittsburgh, con su agitado río y sus ame­nazadoras montañas parecidas a las de Moriá, la geografía al completo exudando una cierta oscuridad, como si estuviera gobernada por algún negro demonio alado. Te despiertas en Savannah, el viejo reloj en la pared, los bancos y reclinatorios de madera de la iglesia, el mustio musgo español emanando una extraña, elocuente sensación de historia de sangre. Te despiertas en Amarillo, donde la luz del sol se filtra a través del polvo de las enormes ventanas y la estación no ha sido tocada por el tiempo: el teléfono de pago sigue costando 25 centavos y hay televisores a monedas adosados a los asientos de plástico. Te despiertas en Dallas una bulliciosa tarde de sábado en verano y caminas dejando atrás a la gente y a sus citas hasta un pequeño “espacio verde” corporativo y te quedas dormido sobre el suave césped hasta que te despierta la policía.

En la terminal de Atlanta te sientas al lado de un hombre de 90 años que está completamente despierto y lee sus papeles. Se llama Unamuno, en honor al iconoclasta filósofo vasco que se libró por los pelos de ser fusilado tras dedicar un afilado j’accuse a los generales de Franco durante una celebración fascista el 12 de octubre de 1936, en lo más crudo de la guerra civil española.

Unamuno dice que es marchante de arte y antigüedades y que está viajando por el país en representación de un cliente algo turbio del que no desea mencionar el nombre. Se ríe y no contesta cuando le preguntas si luchó en la guerra civil española. Os sentáis juntos en el autobús que se dirige al norte y durante la noche os comu­nicáis en una mezcla de defectuoso inglés y español. A la mañana siguiente, cuando llegáis a Raleigh, él deja marchar su autobús para poder ir a desayunar juntos y que le enseñes tu ciudad natal.

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En el viejo café, saca una pila de papeles de su cartera de cuero: garabatos, panfletos, aforismos, diagramas de Venn, muestras de color, el sistema moral que él ha creado, su versión del Apoyo Mutuo del filósofo anarquista Piotr Kropotkin. No terminas de decidir si es brillante o una completa locura.

En un Greyhound no eres un pasajero, eres un recluso siendo transferido a otra prisión.

Hay un cierto kismet,o destino, en los encuentros fortuitos en el autobús, cuando estás aburrido hasta lo indecible y únicamente encuentras solaz hablando con otras personas que están despier­tas y solas a las 4 de la mañana, y averiguas entonces que tienen las historias más extrañas, que son verdaderas singularidades.

Acompañas a Unamuno de regreso a la estación de los Greyhound y le ves marcharse, continuando su viaje hacia el norte. Nunca vuelves a verle o a saber de él.

La tecnología se mueve inexorablemente hacia adelante, abriendo y cerrando vulnerabilidades. Las estafas se des­cubren, se desarticulan y nuevas estafas emergen. Las viejas copiadoras mecánicas de Kinko que utilizabas para obtener co­pias gratis son reemplazadas por lectores de tarjetas digitales que pueden trucarse para conseguir copias gratis. El viejo mundo, en el que la gente podía desaparecer y reinventarse -donde los datos personales centralizados se almacenaban en papel y los números de identificación expedidos por el gobierno no eran accesibles de forma inmediata mediante redes de fibra óptica, códigos de barras y escáneres de huellas dactilares- ya no existe.

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Las estafas pueden facilitar un vistazo desde-el-otro-lado-del- espejo del sistema monetario, pero aun así siguen funcionando en virtud de la misma e inacabable lógica capitalista. Situaciones como las del hurto en tiendas son presupuestas y neutralizadas de antemano por las políticas de seguros. La inicial emoción anfetamínica de encontrar un contenedor lleno de comida que

justo acaba de caducar, o hacer que una máquina de cambio escupa un torrente de monedas termina por desvanecerse, y uno se mueve hacia nuevos pastos, siempre buscando, nunca satisfecho. Los antiguos profetas advirtieron de manera ex­plícita en contra de una vida que gira en torno a los placeres sensuales y la posesión de cosas, incluso si esas cosas se han obtenido de balde.

La edad adulta se deposita en uno de forma insidiosa. Las puertas se cierran, ciertas aventuras se hacen insípidas, el cuerpo decae, y las responsabilidades con los amigos, familia, salud y trabajo empiezan a cobrar cada vez más peso. El análisis libre de costes de engañar al sistema ya no te anima. Consigues un trabajo que te da algo de dinero y prefieres pagar el precio al completo antes que tener que enfrentarte al estrés o a los proble­mas. Tu apetito por un comportamiento arriesgado disminuye de forma proporcional a los problemas y al bochorno que ese comportamiento te pueda causar. Como todos los buenos ciu­dadanos, al final terminas por entender que resulta más barato meter monedas en el parquímetro que pagar por falsear unas tarjetas de aparcamiento que antes o después, inevitablemente, te van a delatar. Todos los individuos inconformistas acaban por someterse a base de palos.

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A finales de los 2000, solo unos pocos tozudos seguían complicándose con el timo del Ameripass, a menudo en perjuicio suyo.

A finales de los 2000, solo unos pocos tozudos seguían com­plicándose con el timo del Ameripass, a menudo en perjuicio suyo. Un amigo mío, con empleo y salario desde hacía cuatro años pero intentando aún ordeñar las últimas gotas de su juven­tud itinerante, hizo con su pase falsificado un último viaje en el que terminó teniendo que huir y esconderse de las autoridades detrás de unos matorrales en pleno desierto. A otro tipo al que yo conocía le confiscaron su pase en San Francisco. Y a otro lo pillaron usando un Ameripass falso en Ohio, fue arrestado y tuvo que pasarse meses yendo a juicios y gastando miles de dólares en costas legales.

Como todos los timos caducos que se describen en el ma­nualde guerrilla de Abbie Hoffman Steal This Book!,de los años 60, el del Ameripass se ha desvanecido hasta convertirse en un recuerdo, una palabra clave secreta desconocida por la mayoría que, como mucho, ya solo puede inspirar un pequeño destello de nostalgia prohibida hacia una indiscreción juvenil que ya quedó atrás.

En 2007, la compañía de transportes escocesa Firstgroup compró Greyhound con la intención de rehabilitar la des­honrada marca para competir con los nuevos transportes de bajo coste como el Megabus. El familiar logotipo rojo, blanco y azul fue reinventado como un perro en relieve de color plateado: un elegante presagio de un nuevo y más cómodo tipo de viaje en autobús para los profesionales blancos y urbanos.

Recientemente, después de unos cuatro años sin viajar en autobús, fui a la estación de Greyhound en Raleigh y compré un billete a Nueva York. Era barato, tan barato como el de Megabus. La mujer del mostrador me asignó un asiento en un esbelto nuevo vehículo con Wi-Fi, espaciosos asientos con cinturón de seguridad de cuero y un aseado lavabo. Los otros pasajeros se sentaron jugueteando tranquilamente con sus dispositivos electrónicos o revistas. Cuando estábamos a punto de partir, alguien le gritó al conductor que el Wi-Fi no funcionaba. Para mi sorpresa, el conductor, con presteza y cortesía, lo arregló. “El “nuevo Greyhound” era algo irreconocible.

Mientras el bus salía de Raleigh bajando por la acanalada Capital Boulevard, me preparé para la familiar admonición -”Te echaré fuera y no miraré atrás”- pero lo que proyectó el intercomunicador fue una voz agradable que dijo, “Hola, amigos, si no se sienten cómodos y hace demasiado calor o frío, por favor, háganmelo saber”.

El confort y las comodidades están bien, pero, ¿dónde es­taban los subrepticios pactos casi criminales en la parte de atrás? ¿Dónde la desesperada y solitaria necesidad de desnudar nuestros fracasos, humillaciones y sinsabores para conectar con los demás? ¿Dónde estaban los adolescentes en fuga, los bebe­dores en secreto, los que transportaban drogas, los pedófilos tratando de redimirse, los inmigrantes sin papeles, las prostitutas con aspiraciones? Todos los gigantes, los míticos personajes americanos más grandes que la vida se han extinguido. Ahora los viajeros callan como muertos, no revelan nada; ¿por qué hablar con desconocidos cuando puedes hacerlo con alguien a quien sí conoces a través de un aparato electrónico? ¿Para qué tener experiencias emotivas en la vida real si éstas no se pueden guardar en la red?

Odié el nuevo y perfecto autobús con Wi-Fi y ese futuro de almas aplacadas, siempre conectadas pero siempre solas, que representaba.

Tras unas cuantas horas lluviosas en la carretera, el bus se detuvo en un área de descanso en la Virginia rural. Los pasa­jeros se apiñaron en una pequeña glorieta para fumar y estirar las piernas.

Un hombre de mediana edad de pelo entrecano y ojos amables me ofreció compartir con él un cigarrillo. Iba de regreso a su casa en Petersburg, Virginia, tras un mes en la Carolina del Norte rural con sus hijos. Como suele suceder con la gente del sur, hablamos de la guerra civil y me contó que se había encontrado un mosquete cargado y un tomahawk indio mientras detectaba metales detrás de su casa, al lado del río Appomattox. También había hallado un cañón de artillería enterrado detrás de una casa antigua y, buceando en los embarrados ríos costeros de Virginia, unos dientes de megalodón. “Allí hay enterradas todo tipo de cosas… Solo tienes que buscarlas”, me dijo con aire entusiasmado.

De nuevo en el bus, un obrero de la construcción de Massachussets con acento a lo Kennedy que se dirigía al Cabo Cod se unió a nuestra conversación. “¡Dientes de megalodón!, dijo. “Tengo un colega que hace inmersiones buscando cosas de esas”. Cuando supo que yo era escritor, me dijo que podía ir a vivir a una casa semiabandonada en el Cabo que él conocía.

Se habla de planes y de sueños, las vidas se dejan al des­cubierto, la gente escapa de otra gente y se aproxima a otra, buscando un trabajo, esperando un cheque de paga, recogiendo una transferencia de Western Union. Como Al Burian escribió en uno de sus artículos sobre los Greyhound, “Vivimos y mo­rimos en la autopista, y entre medio nos sentamos en asientos ajados, esperando para llegar a algún lado, olvidando a dónde vamos”. Incluso ahora, en el gélido futuro, tan ensimismados y bidimensionales, no todo está perdido.

Se puede encontrar algo de consuelo en el hecho de que todavía hay lugares ocultos y gente fascinante que jamás pensarías encontrar; secretos ocultos que solo se nos revelan cuando el sol o la luna están en la posición correcta en un momento concreto del día. Reliquias arcanas y antiguos perga­minos permanecen ocultos en cuevas y tumbas. Hay huesos de dinosaurio y maletas polvorientas enterradas, esperando que alguien las descubra. A medida que el gran ojo de vigilancia del futuro cartografía y penetra en todo el espacio conocido, el mundo oculto se adentra más y más en las profundidades hasta el momento de su total desaparición.


[I]Estimados/as señores/as de Greyhound: los actos que se describen aquí están, por supuesto, basados en historias ajenas, rumores, chismorreos; como en el juego del teléfono, para cuando algo llegaba hasta mí estaba tan degradado que ya no se parecía a algo similar a la verdad. Yo nunca he hecho nada de esto. Lo prometo. Sinceramente, el autor.