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Materiales combustibles

Trabajadores de refinerías petroleras texanas luchan por sus vidas.

Shell Deer Park, cerca de Houston, donde trabajadores sindicalizados se unieron a una huelga nacional de refinerías el 1o de febrero.

  • Matthew C. Bowen, 31 años: murió en una explosión.
  • Darrin J. Hoines, 43 años: murió en una explosión.
  • Kathryn "K.D." Powell, 29 años: murió de heridas resultantes de una explosión.
  • Lew Janz, 41 años: murió de heridas resultantes de una explosión.
  • Matt Grumbel, 34 años: murió de heridas resultantes de una explosión.

Esta lista está clavada con tachuelas en una pizarra en la entrada del sindicato de Trabajadores Siderúrgicos Unidos (USW) Local 13-1 en Pasadena, Texas. La minúscula letra sigue por páginas y páginas llenas de nombres de miembros del USW de todo el país que han muerto en el trabajo. El boletín cuelga cerca de trofeos deportivos y de una máquina de refrescos como recordatorio de que este tipo de muerte es gaje del oficio.

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Justo tres semanas antes de mi llegada a Pasadena, el sindicato —que representa a más de un millón de trabajadores de sitios industriales, incluyendo refinerías petroleras y plantas químicas— había decidido que ya era suficiente. El 1o de febrero de 2015, un minuto antes de media noche, 3,800 trabajadores del USW dejaron sus trabajos en nueve refinerías petroleras en todo el país. La industria no había visto una huelga así en 35 años.

Sus contratos habían expirado y el sindicato y las compañías petroleras no podían resolver una discusión que algunos decían que era sobre las peligrosas condiciones laborales que implicaban las refinerías petroleras. Los oficiales sindicales alegaban que sus miembros estaban exhaustos, que una "dependencia contratista enfermiza y peligrosa que no podía lidiar con el mantenimiento cotidiano" estaba poniendo en riesgo a las refinerías y que se necesitaba mejor capacitación para evitar accidentes. Shell, el principal negociador de la industria, dijo que las peticiones del USW eran excesivas y que se les estaba pidiendo que renunciaran a la "flexibilidad de contratación para dar cabida a los ciclos económicos y a programas de mantenimiento".

Como fuera, si la huelga llegara a nivel nacional, como querían los líderes sindicales, ésta podría afectar al 64 por ciento de todo el petróleo refinado en EU. No había precedente alguno sobre lo que podría hacerle a la economía.

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En tanto, los trabajadores de Pasadena y de todo el país se estaban yendo sin su paga.

Salí del sindicato y manejé ocho kilómetros hasta la manifestación en el Shell Deer Park, una refinería petrolera y planta petroquímica. En cada entrada había miembros sindicales que caminaban de ida y vuelta sosteniendo pancartas que decían que ésta era una práctica laboral injusta y gritaban "huelga". Clavados en el pasto había mensajes menos corteses escritos a mano: "No hay nada más bajo que un esquirol salvo un esquirol de la USW" y "Hoy es el día nacional de reclutamiento de esquiroles en la plataforma Shell Deer Park".

La refinería Shell Deer Park es del tamaño de una pequeña ciudad. Construida en 1929, se ha convertido en un complejo en expansión de más de sesenta mil kilómetros cuadrados (algo así como el estado de San Luis Potosí) lleno de oficinas, con una estación de bomberos, un centro médico, un sistema ferroviario y muelles de embarque. Cada día, 340 mil barriles de crudo entran a esta facilidad para ser tratados, separados y refinados como gasolina, aceites de calefacción y químicos que serán vendidos en todo el mundo. Desde lejos pueden verse nubes de vapor espeso y mecanismos altísimos.

En comparación, algunos miembros sindicalizados con carteles se veían un poco indefensos, como Dorothy y el Hombre de Hojalata frente a las puertas de Oz. No podían hacer más que caminar tranquilamente con sus pancartas mientras estaban alerta por algún esquirol (colegas que abandonaron la causa y volvieron al trabajo). De repente pasaban coches que tocaban el claxon como muestra de apoyo. Los huelguistas habían sido advertidos de tener cuidado al hablar con la prensa para evitar la manipulación en los medios.

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Sin embargo, después de un rato, uno de los trabajadores se me acercó diciendo que podría hablar si yo aceptaba no usar su nombre. "¿Me puedes llamar Santana?" preguntó. Dije que sí.

Ese fin de semana, Santana y su esposa —llamémosla Debbie— se encontraron conmigo para ir por enchiladas y margaritas a un bar y para contarme su historia: una vida dedicada a trabajar en Shell Deer Park. Desde el noveno grado había tomado cursos de verano que lo ayudarían a prepararse para un trabajo en la refinería. Ya para cuando se graduó había tenido cuatro años de entrenamiento. Shell lo contrató en 1984 y, según dice, le pagaba muy bien. Él y Debbie se casaron jóvenes, tuvieron dos hijas, compraron una casa y vivían bien. Lo que no significa que fuera fácil: Santana solía trabajar turnos de 16 horas durante varios días seguidos.

"Tus hermanos y hermanas sindicales, con quienes trabajas, se vuelven tu familia principal. La que tienes en casa como que se vuelve secundaria", me dijo Santana. "Pero tratas de hacer lo mejor que puedes".

Conforme pasaba el tiempo, Santana adoptó varios hábitos, como reportarse con Debbie después de sus turnos nocturnos. Una mañana de 1997, ambos hablaban por teléfono cuando Debbie de repente lo escuchó decir: "¿Qué carajos?" Entonces la llamada se cortó.

"Estaba sosteniendo el teléfono y las ventanas empezaron a vibrar", me dijo Debbie. "Vivimos a ocho kilómetros del lugar. Simplemente recuerdo haber bajado el teléfono y pensar: 'Está muerto'".

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De acuerdo con un reporte emitido posteriormente por la Agencia de Protección Ambiental, la explosión en Shell Deer Park se sintió en 16 kilómetros a la redonda. La autopista local fue cerrada. A la gente que vivía en el vecindario de Deer Park se le ordenó quedarse en casa. El fuego ardió diez horas durante las que Debbie esperó, asumiendo que su esposo había muerto.

Más tarde, cuando Santana salió sin daño alguno, algo cambió para los dos. La explosión había sido relativamente menor —sólo pocos fueron lastimados y Santana había estado muy lejos de ella—, pero la posibilidad de un inminente accidente, la realización de cuán rápido podría terminar su vida, se había vuelto demasiado real. La seguridad, dijo, radica en la capacidad de confiar en tus colegas.

Santana me preguntó: "Si no puedo confiar en el hermano a mi izquierda o en la hermana a mi derecha, ¿cómo diablos iré a trabajar?"

El representante sindical del USW Local 13-1, Lee Medley, es un hombre grande, un miembro sindical de cuarta generación, descendiente de mineros de carbón de Virginia Occidental y Pensilvania que siguieron trabajando tras la Gran Depresión en refinerías y plantas en el sur de Texas. Tiene complexión pequeña y fornida y se carga una panza como si fuera bola de boliche. Viste azul sindical de la misma manera en que un fan de futbol usa los colores de su equipo. Si le preguntaras si conoce a alguien que se haya lastimado trabajando en una refinería petrolera, rápidamente te daría una lista que hará que la cabeza te dé vueltas.

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"Mi familia estaba en la ciudad de Texas en 1947 cuando ocurrió la explosión. Tengo un primo que se quemó. Vivió con eso toda su vida. Mi papá tuvo que pasar 18 meses en cama recuperándose y a mi tío le cayó un gancho de carga y le aplastó la cara. Hemos pasado mucho dolor, ¿sabes?"

El mensaje que Medley quería transmitir, y que decía en cada conversación, a veces varias veces, era: "Ésta no es una huelga financiera".

Los trabajadores sindicalizados son, en pocas palabras, bastante caros. En Shell Deer Park, los miembros del USW ganan en promedio 37 dólares (550 pesos) por hora y tienen prestaciones incluyendo días de incapacidad y seguros. Sus trabajos están protegidos por varias reglas que detallan exactamente cuándo y cómo pueden contratar o despedir a un trabajador sindicalizado. Además, tienen pensiones al jubilarse.

La jubilación, de hecho, puede ser parte del problema. Como trabajadores experimentados que dejan su lugar de trabajo, reemplazar su conocimiento y formación puede ser algo difícil. Encima de eso, el clima económico no ha sido bueno con los sindicatos. En Estados Unidos, la afiliación sindical es la más baja que ha habido en setenta años.

Mientras aquellos trabajadores dejan las refinerías, es fácil imaginar por qué Shell y otras compañías han empezado a emplear a obreros independientes —quienes no tienen protecciones sindicales— para que manejen el mantenimiento diario y otros trabajos en las refinerías. Incluso pagar horas extra es más asequible que los costos a largo plazo de contratar a otro trabajador sindicalizado.

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Desafortunadamente, los programas vocacionales y formativos que prepararon a trabajadores como Santana ya no se ofrecen en preparatorias o en las compañías. Medley dijo que las compañías petroleras no están abordando la creciente brecha entre trabajadores jubilados y obreros nuevos. "El problema es que ven la formación como un costo y no como una inversión", me dijo.

Shell pensaba que estas preocupaciones eran exageradas. Cuando le pedimos un comentario, Shell explicó que "las compañías contratistas que trabajan en nuestras instalaciones tienen estándares de seguridad que cumplen o incluso superan los de Shell" y que la compañía ofrece programas formativos de sobra. Eso impresionó poco a los trabajadores con los que hablé.

La noche que conocí a Santana, me invitó a Bombshells, un restaurante tipo Hooters donde hay mujeres bien proporcionadas con pequeños atuendos sirviendo tarros de cerveza. Después de trabajar cuatro turnos seguidos de 12 horas, a los chicos les gusta venir aquí y relajarse. Los llaman "Jueves sedientos". No iban a dejar que una huelga interrumpiera su agenda de bebedores.

En la mesa, Santana me presentó a tres de sus hermanos sindicales. Ninguno me quiso dar su nombre, pero todos aceptaron que me quedara a escuchar. Llamémoslos Tony, Andy y Bill. En realidad lo que querían era hablar de esquiroles. "Escuché que un tipo ni siquiera pagaba sus cuotas sindicales porque iba en contra de su religión", dijo Tony.

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"¿Qué mierdas tiene que ver la religión con nuestros deberes sindicales?" preguntó Andy.

"Exactamente", dijo Tony haciendo el gesto de una chaqueta. "Y otro tipo, escuché que acaba de comprarse un Corvette. O sea, ¿dejas la causa sólo para no atrasarte en los pagos de tu Corvette? ¿Crees que tu factura es más importante que las mías?"

Pero yo quería saber si creían que la planta era segura. Mencioné que Shell dice que sí y que algunos dicen que es mucho más peligroso trabajar en una procesadora de carne que en una refinería petrolera.

Tony asintió con la cabeza. "Claro, si algo sale mal en la procesadora de carne, me podría cortar el dedo. Si algo sale mal en Deer Park, el vecindario estallará". Bill asintió. "El punto es que nos pagan por ser niñeros de una bomba".

A nadie le gusta hablar de muertes en el trabajo, pero todos parecen estar acostumbrados a la idea, como si fuera algo que simplemente puede ocurrir. Todos ordenaron otra ronda de cervezas.

La misma noche que estuve en el bar con Santana y sus colegas, Medley se encontró con los negociadores de Shell en La Quinta Inn en Deer Park. Estas juntas usualmente tienen sus formalidades: la compañía propone una nueva oferta de contrato o el sindicato da su respuesta a la oferta más reciente. Se espera que Medley, como otros presidentes de sindicatos locales, se siente del otro lado de la mesa y hable por parte del sindicato.

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Pero durante las negociaciones, Medley dijo, se hartó de las formalidades. "Veinte días sin dormir, preocupado por mi gente, ¿y me dan un papel que no cambia nada y que no ayuda a nadie? Les dije: 'Rechazamos este pedazo de mierda y todos ustedes pueden irse a volar un papalote'".

Al día siguiente, 20 de febrero, la huelga se expandió hasta la refinería en Port Arthur, la más grande del país. Otras dos refinerías en Luisiana prometieron unirse en poco tiempo.

En su apogeo, la huelga llegó a incluir siete mil trabajadores de 15 refinerías. Algunos predijeron que duraría toda la primavera, pero el 12 de marzo el sindicato anunció que había acordado provisionalmente un nuevo contrato con Shell. Como era de esperarse, el contrato incluía los típicos aumentos anuales para los trabajadores del USW, las mismas prestaciones médicas y la cláusula de "no retroceso" que procuraba preservar las condiciones de acuerdos previos. Sin embargo, éste sólo abordaba los asuntos sobre la dotación de personal y seguridad con una promesa de revisar dichos temas en el futuro.

"No hay cambios concretos", me dijo Santana. "Es sólo algo que dicen que van a examinar. ¿Eso qué significa?"

Esta resolución podría haber llegado debido a que la huelga estaba perdiendo efecto. El sindicato ofrece subsidios por trabajar en condiciones difíciles, que es lo que hace que los miembros guarden sus recibos médicos o hipotecarios, pero para algunos esto no ha sido suficiente. De acuerdo con Shell, más de 150 trabajadores del USW en Shell Deer Park se han rendido y han regresado a trabajar.

El 19 de marzo, el USW Local 13-1 llamó a que sus miembros votaran sobre el nuevo contrato. La mayoría votó a favor y fue aprobado. "No me siento más seguro, pero la gente quiere seguir trabajando", dijo Santana, quien votó en contra.

Unos días antes del acuerdo, yo había llamado a Santana para preguntarle si pensaba que todo ese relajo valía la pena: no cobrar cheques durante meses mientras el sindicato y las compañías luchaban sobre algunas líneas de un contrato. Él respondió preguntándome si sabía cómo se construía un avión. Dije que no.

Me pidió que imaginara ensamblar yo mismo cada parte del avión; el motor, las alas, cada bujía. "Si lo haces todo tú mismo, sabrás que puedes confiar en él. En el momento que despegue, sabrás en qué estás volando", dijo.

Luego me pidió que imaginara sólo construir la mitad del avión y que me dijeran que el resto del avión lo ensamblaría alguien más, alguien de quien no podría estar seguro que estuviera tan calificado como yo. "¿Qué pensarás cuando estés en la pista de despegue? ¿En realidad querrás que despegue?"

Santana guardó silencio. Pensé que tal vez la llamada se había cortado. Unos segundos después dijo: "Eso es por lo que estamos luchando. Simplemente no queremos tener un problema a seis mil metros de altura". Con este nuevo contrato, dijo, el miedo sigue vigente.