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Lo sexy y lo cruel

Saquen los pitos

Me fui de putas y estuvo bien paique.

Resulta que una de mis amigas de toda la vida está próxima a echar el bodorrio. Como estamos chapadas a la antigua, no podíamos dejar que entrara al mundo de la monogamia institucional sin una despedida de soltera tradicional, así que nos lanzamos a uno de los puteros para morras de Insurgentes, en la Ciudad de México.

Entramos al lugar tras ser recibidas por varios hombres mayores harto cordiales que te abren la puerta del coche, te ponen la manita y te llevan hasta la “recepción”, un pasillito de dos metros cuadrados donde desembolsas el cover o checas tu reservación.

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El lugar era más bien pequeño, aunque las paredes de espejo ayudaban a que se viera más grande. Debía tener unas 25 mesas, todas acomodadas en torno a una pista de placas marmolescas que se iluminaban desde dentro cambiando de color. En aras del romanticismo (asumo) había lucecitas en el techo que imitaban un cielo estrellado.

Nos sentaron en una mesa de la segunda y última fila, pero no hubo bronca porque seguíamos estando estúpidamente cerca de la pista. Además, a mi derecha había una cabina de plexiglás con una regadera. Esto prometía.

Enrique, nuestro mesero descamisado, se acercó a ofrecernos trago. Sospeché que llevaba poco tiempo en esta chamba porque a ratos tenía mirada de cachorrito asustado, pero quién sabe, igual eso pone a las clientas y le consigue mejores propinas.

Nosotras llegamos temprano, a eso de las 9:20. Nos advirtieron que el lugar se llenaría pronto y era cierto, para las diez de la noche todas las mesas ya estaban ocupadas por morras cuya edad varía desde los veinte hasta los cincuenta y tantos. Supongo que por eso suena pop en español de los ochenta y noventa, una especie de “no hay pierde” musical.

Sólo había chicas, pero me dijeron que también dejan entrar vatos, nomás que no se pueden sentar cerca de la pista. Casi todas las que estamos ahí llegamos con una futura novia; sólo topé un grupito de morras que rondaban los treinta años y parecía que nomás buscaban pasar una noche de sábado mirando cortes de carne chidos. Lo que sí se me hizo muy raro de este bisnes es que parece que su fuerte es la monogamia: si no es por las despedidas de soltera, las morras nomás no van a ver pelos.

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Para las diez y media (hora a la que según empezaba el chou) todas teníamos cara de "Dude, ya saquen los pitos", pero la cosa se siguió alargando hasta las once, nomás que ahora al ritmo de reguetón y con hartas chichis en las dos pantallas.

A la tercera llamada (ajá, como en el teatro), salió un compa bastante pinchón a echarse una especie de monólogo cómico. No sé si es porque yo ya andaba bien eriza pero la neta se me hizo bien chafa, sobre todo porque al final el dude nomás bulleó a las morras (que si se casaba hasta los treinta, que si se vestía de tal forma…) Y bueh, puso las reglas del juego: Que nada de fotos ni video, que mientras más desmadre eches más tienes al morro encima y que, por favor, no magulles la mercancía (con el eufemismo: “tóquenlos bonito”).

Insisto, puede que hayan sido mis ganas de ver hombres empelotados, pero entre las bromitas del cabrón y el hecho de que el "premio" por expresar tu calentura a gritos fuera que los strippers te bajaran por los chescos. Entre esas dos cosas yo terminé tripeada en reflexiones feminazis: ¿Por qué aquí me joden con que me tengo que casar antes de los treinta? Si yo estoy pagando ¿no debería bajarse él por los chescos? ¿El poder económico-sexual está reservado nomás a los hombres heterosexuales o qué chuchas?

O sea, pa’ resumir mi estado de ánimo: o empezaba a ver culos redonditos y apretados, o aquello iba a valer madre. Por fin se apagaron las luces, cinco dudes con hábitos de monje y veladoras salieron de entre los espejos (sí, a partir del monólogo todo se convierte en un gran cliché), y echaron la coreografía grupal hasta quedarse en trusas apretadas. Hijosdesurrepinchísimamadre, una nomás no sabe pa’ dónde mirar.

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Después de eso, cada uno de los morros, seis en total, hizo un baile individual. Se echaron una rola prendida y una balada —desde “Entrégate” de Luismi, hasta “When a Man Loves a Woman”—, salieron disfrazados de vaquero, pirata, corredor de autos… (les advertí sobre los clichés), se iban quitando todo, presumían cada músculo, se bajaban los calzones pero se los volvían a subir y ninguno se sacó la reata en la pista (cosa que, admito, me decepcionó un poco).

Durante cada número, la escultura de carne en turno se baja de la pista para echar el sabroseo mutuo con tres o cuatro morras de mesas distintas. Una chica enfundada en un traje de leopardo arrasó con el marcador tras haberle mordido las nalgas a cada uno de los bailarines y montarse en dos de ellos.

Entre cada acto había un break, pero después de unos tragos ya era mucho más fácil ignorar al anfitrión y los meseros ofrecían boletos para bailes individuales en tu mesa a cambio de 150 varos.

Hubo en particular dos actuaciones memorables: Nico, un güerever que se aventó un número de acrobacia con telas rifado como él solo, y Junior, que haciendo uso de una de esas lamparitas que truenas y agitas (glowstick, les dicen) recreó una eyaculación de semen fosforescente que nos hizo aullar a todas.

Conforme la noche avanza y el alcohol corre, nos íbamos convirtiendo en una horda de féminas en celo, el cuarto inundado de morras vibraba por los gritos y la calentura que todas traíamos.

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Después del tercer baile individual, iluminaron la regadera que estaba a mi derecha (¡por fin!) Nico entró a la cabina y se reía al ver mi cara de pervert. Se mojó y bailó, se bajó los calzones, siempre alargando en el momento en el que todas nos empezábamos a morder los labios. Como nos habían traído así toda la noche, me levanté para asomarme, y él, bastante cooperador, estiró el resorte de la trusa dejándome ver que tiene muy buena irrigación sanguínea y que le gusta su chamba.

El Español y El Potrillo también se echaron un regaderazo, pero ahí ya no vi tanto porque cambié lugares con un par de amigas (me vi lenta, lo sé). Como sea, esos dos bombones y Richard de plano se ganaban un aplauso lento acompañado por un “¡Bravo, maestro!” en cuanto se quitaban la camisa. Miren que nomás me acuerdo y empiezo a salivar.

Como bien dijo M, una morra con la que platiqué mientras fumábamos: “¡Es que cómo ponen! Están tan grandotes y tan… No es que te los quieras tirar, es que los quieres en tu cama para morderlos, arañarlos y hacerles cosas muy sucias, me entiendes, ¿no? [pausa] ¡Neta qué bueno que de aquí voy a casa de mi güey!”

Un poco antes de la una, empiezan a subir a la pista a las morras que se van a casar y les echan el baile a cada una. A la 1:30 terminó el chou y era hora de canjear los boletos. Obviamente, en aras de la investigación, yo pedí uno con Richard, que está más bueno que el pan recién horneado. Me encantaría contarles cuánto dura pero perdí la noción del tiempo, lo que sí puedo decirles es que se siente tan bien como se ve y que fue hermoso.

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También hay privados y “privados especiales” por 600 y 750 varos, respectivamente, nomás que mi capital no alcanza para semejantes lujos carnívoros y no me quisieron decir bien de qué van.

Total, mis caritas de popó; fue una noche rechula y altamente recomendable. ‘Ora, antes de que empiecen con que les dan asco ese tipo de morros, les recomiendo que se den un rol a ver si siguen pensando igual, porque ya teniendo esos abdómenes, brazos, piernas y culos divinos enfrente, eso del pudor se complica bastante.

Y para los aguafiestas que salen con que “esos güeyes son putos”, primero, no sean acomplejados y, segundo, la preferencia sexual de esas esculturas es lo último que te pasa por la mente cuando los tienes encima. Así que mejor, reconozcamos la buena chamba que hacen y abracemos el hecho de que la cosificación masculina también tiene lugar, o dicho más llanamente: una no es de palo.

@dorotrix

Lee más en nuestra columna Lo sexy y lo cruel.