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Cultură

Odio masturbar a desconocidos a cambio de dinero

El trabajo sexual me ha enseñado que conforme más edad tengo, menos cómoda me siento fingiendo ser alguien que no soy.

Llevo unos siete años dedicándome al trabajo sexual. Durante ese tiempo, he trabajado principalmente como dominatrix y mi actitud nunca ha cambiado: "Voy a ser siempre yo misma y a ti siempre te va a encantar".

Me siento muy orgullosa de mi capacidad de aprender nuevos truquitos, como usar liguero o maquillarme los ojos para tener una mirada felina perfecta mientras estoy en el taxi para encontrarme con un cliente. Desempeñar el papel de femme me ha permitido hacer las cosas que más me gustan de ser pro-BDSM, como azotar a los güeyes que se lo merecen. Me presté encantada a hablar con mi voz de Laura Palmer —soltando risitas y haciendo concesiones a personas con ideología política distinta a la mía—, pero me negué a perder peso o a rasurarme las piernas. Establecidas las normas, el trabajo de dominatrix resultó extremadamente lucrativo y divertido durante una larga temporada. Sin embargo, ahora tengo 31 años y ya he terminado mi posgrado. Eso me convierte en una veterana en estas lides, así que el otoño pasado, cuando una amiga me invitó a trabajar en un "salón de masajes" de Manhattan (es decir, un lugar al que van los hombres para que unas chicas guapas les hagan una buena jalada), pensé: "¡Qué demonios! ¡Vamos a probarlo!".

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Imaginé que masturbar a un hombre sería parecido a los juegos a los que estaba acostumbrada, pero desde el principio me costó adaptarme a esta modalidad, muy extendida por el Midtown. Si alguna vez has pasado por allí y has alzado la vista por encima de los bares y los restaurantes, quizá te hayas preguntado: "¿Quién chingados vive ahí?". La respuesta es: nadie. La gran mayoría de los apartamentos del Midtown son salones de masajes con final feliz.

Cada salón tiene un estilo propio. En el que yo estuve trabajando —lo llamaremos la Casa de la Pijamada—, fingíamos ser un grupo de chicas fresas reunidas en casa de una de nosotras para ver Buffy, la cazavampiros y hacernos peinados. Si querías unirte a nosotras, sólo tenías que hacer un donativo para que usáramos algo que te pusiera cachondo. Seguramente fajaríamos unas con otras, pero lo que más nos gustaba era un buen pito. Si traías el tuyo —además de tu contribución—, estaríamos encantadas de jugar con tus pelotas, reírnos de tus chistes estúpidos y de admirar tus músculos, tu piel y tu fantástico sistema linfático.

Todas las sesiones se desarrollaban de la misma forma: yo recibía al cliente en la puerta, llevando solamente ropa interior y maquillaje. Ponía algún tema de Portishead, fingía asombro cuando me contaba a qué se dedicaba y cuáles eran sus hobbies, ignoraba las cosas ofensivas que me decía, le tocaba la verga y hacía ver que me encantaba que me chupara violentamente los pezones. Pese a que las sesiones eran muy físicas, se esperaba de mí que no me despeinara ni un ápice en ningún momento. Después de toquetearlo y provocarlo hasta que se viniera, le daba un masaje integral con agua caliente, jabón de menta y una esponja vegetal. Sonreía recatadamente mientras él se vestía y le decía que esperaba verlo de nuevo, fingiendo no ver el fajo de billetes que dejaba junto al equipo de música.

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Pronto empecé a verme como una especie de facilitadora de las siestas de hombres adultos. Una vez, después de eyacular en mi mano, un cliente me miró y me dijo: "El otro día conocí a mi sobrino recién nacido. Lo vi tan puro, en brazos de su madre, tan feliz, inocente, lleno de vida y carente de responsabilidades, que pensé: 'Esta criatura tiene la vida solucionada'".


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Tras varios meses masturbando y dando masajes exfoliadores seis horas al día durante varios días a la semana, empecé a sentirme más segura con mi habilidad haciendo trabajos manuales. No ganaba mal y me llevaba bien con mis compañeras. No era un trabajo tan creativo o satisfactorio como el de dominatrix, pero tampoco me ocupaba tanto tiempo. Era como pasar de ser autónoma a trabajar para una agencia.

Semanas después de estar trabajando en el salón, me enteré de que los jefes controlaban las conversaciones de los clientes en los foros. En un plazo de cuatro meses, empezaron a decir de mí que era demasiado "alternativa" para la Casa de la Pijamada. Consideraban que era muy voluptuosa, que llevaba demasiados tatuajes o que se me notaba que no me gustaba lo que hacía pese a que hubiera mejorado mucho. Puedo entender que no soy el estilo de todo el mundo, pero sé por experiencia que tengo todo lo que hay que tener para hacérselo pasar bien a un cliente.

Tras descubrir aquellos comentarios, me despidieron.

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Me pareció una estupidez. Los responsables del salón basaban su negocio en los mensajes de los foros. Es como si el autor de un blog decidiera qué contenido publicar en función de los comentarios de algún trol. De los cientos de clientes con los que he estado, he llegado a la conclusión de que los que buscan que les masturben probablemente son los más estrechos de miras respecto a la belleza femenina.


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Cuando empecé a trabajar de dominatrix, a los veintitantos, me prestaba a dejarme llevar, y lo hacía de maravilla. Todavía me veo a los 24 años —una niña con el metabolismo acelerado, pelo largo y unos pocos tatuajes de ciencia ficción de los 70—, volviendo a casa en bici con 3.000 dólares escondidos en los tennis y una ráfaga de poder estremeciéndome.

Pensaba que sería esa niña para siempre, pero ahora me doy cuenta de que fui una ingenua. Ahora, por primera vez en mi vida, estoy planteando dejar el trabajo sexual. Me entristece, pero me he dado cuenta de que la percepción de sexy superheroína que tenía de mí misma era producto de la fantasía, como la que los clientes tenían conmigo. El glamour del trabajo sexual afecta tanto a quienes se dedican a él como a los clientes. Cuando tenía 24 años, me sentía cómoda fingiendo ser quien no era. Todo el tiempo fingí ser otra persona. Masturbar a hombres me sirvió para darme cuenta de que ya no soy tan buena fingiendo.

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