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Distrito Feral

Me atacó un león marino en la tierra prometida de Darwin

Una visita reciente a la exposición sobre Darwin me hizo recordar cuando estuve a punto de morir en las islas Galápagos a los 17 años por orinar donde no debía.

Fotos por el autor.

La semana pasada fui al antiguo colegio de San Idelfonso para ver la exposición sobre Darwin. Para mi grata sorpresa, me encontré con que la fila de entrada era larga, muy larga. No es que el nutrido público tronara la visita en una experiencia más amena, de hecho, las salas estaban tan atiborradas que causaban franco ahogo y para ser capaz de observar a los especímenes y objetos mostrados en las vitrinas era necesario abrirse paso a codazos, recordando un poco al Túnel de la Ciencia del metro la Raza en hora pico. Pero me alegró comprobar que tantos connacionales asistieran a aprender un poco sobre la vida y obra del gran naturalista inglés. Quizás si los presentes ponían algo de atención, más allá de cumplir con la tarea escolar, algunas de las ideas del celebre evolucionista penetrarían en su inconciente y les haría cuestionarse un par de cosas fundamentales sobre la vida en la Tierra y sobre su propia identidad. Operación cognitiva que aún hoy día, 150 años después de la publicación del Origen de las especies, resulta indispensable para el grueso de la población. No olvidemos que el nuestro es un país marcadamente católico y nociones del tipo "venimos del mono", o mejor dicho que literalmente somos monos, no gozan de gran popularidad.

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No señores, el mundo no fue creado en siete días. Para llegar hasta donde estamos ahora fueron necesarios varios miles de millones de años, innumerables ensayos de prueba y errores biológicos, largos procesos adaptativos, imponerse cotidianamente en la ardua lucha por la supervivencia y mucho azar. ¿Y qué mejor manera de comenzar a colar estos conceptos en la mente de los ciudadanos que de la mano del mismísimo padre de la teoría de evolución por medio de selección natural?

Conforme avanzaba por mi recorrido y penetraba en el aula de la exhibición dedicada al emblemático viaje del joven Charles Darwin a bordo del barco HSM Beagel, recordé mi propia vuelta por esa tierra prometida de la diversidad biológica que se volviera famosa gracias a los escritos posteriores del destacado científico: las islas Galápagos.

Aunque los contextos de ambas expediciones fueron completamente distintos, podríamos decir que los resultados fueron relativamente similares. Darwin llegó al archipiélago ecuatorial en 1835, bajo la tutela del capitán Robert FitzRoy, con la misión de trazar un mapa fidedigno de las costas latinoamericanas para la corona británica. Y yo, en cambio, fui arrastrado hasta ahí en 1999 por el impulso ecoturístico de mi mamá y Álvaro, su pareja hasta la fecha.

Yo en la isla.

En ese entonces cursaba segundo de prepa y como todo buen adolescente, me encontraba atravesando por un periodo de revén perenne y acné desmesurado. Siguiendo el furor generacional, había tomado la decisión atrabancada de dejarlo todo, dedicarme únicamente a fumar mota y aspirar a convertirme en dj. Así fue que mi querida madre se dispuso a matar dos pájaros de un tiro: realizaríamos un viaje con el que ella siempre había soñado y de paso me intentaría sacar del estupor fiestero y reavivar mi pasión por lo animales.

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El archipiélago de las Galápagos se encuentra conformado por 21 islas y numerosos islotes localizados en el océano Pacífico a 972 km de la costa de Ecuador. Para alcanzar este edén biológico, meca indiscutible de todo amante de la naturaleza, es necesario adquirir un paquete de viaje, pues sólo unas pocas islas cuentan con población humana y no existe trasporte público entre el resto. La verdad es que los tours armados, en los que te arrean cual ganado, nunca han sido del agrado de mi familia; sin embargo, para poder atestiguar en carne viva los dominios de las tortugas gigantes no parecía haber otra opción.

Aterrizamos en la accidentada pista del aeropuerto isleño, que data de la segunda guerra mundial, y fuimos conducidos en camión al pequeño barco que durante las siguientes dos semanas llamaríamos hogar. Evidentemente nuestra embarcación, como la mayoría de las demás que aguardaban la llegada de las mazas ancladas en el muelle, llevaba dibujado el nombre: Beagel II. Por supuesto que el destartalado buque distaba mucho de parecerse en lo más mínimo al elegante navío de vela sobre el que Darwin vivió a lo largo de los cinco años que duró su travesía, pero al menos, el nombre intentaba crear la fantasía de que algo similar habría entre ambas expediciones.

El itinerario incluía una ruta por varias islas en compañía de un guía local y unos 20 turistas de distintas nacionalidades con los que la convivencia diaria era forzosa. Durante el día explorábamos caminando el medio terrestre o hacíamos snorkel en los arrecifes. En las noches navegábamos. Pronto descubrimos que un aspecto en el que ambos viajes quizás si atinaban a ser semejantes era la comida. Engrudo de avena tibio, huevo pasado por agua, pescado carbonizado en aceite, arroz pastoso y espagueti con catsup. ¿Pero quién dijo que la vida del marinero se destaca por satisfacer el hambre de los exigentes? De cualquier manera, valoré como nunca antes las galletas cracker-bran que mi mamá había cargado consigo "por si las dudas".

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Eso dicho, las pobres condiciones gastronómicas y el hacinamiento del barco no alcanzaban a eclipsar por un segundo el panorama que nos rodeaba. Acantilados escarpados disparándose trepidantemente de las aguas cobalto, cientos de volcanes, playas negras y rosadas. Cada cuerpo terrestre con el que nos cruzábamos parecía ser completamente distinto a los que le rodeaban. Algunos eran rocosos y agrestes, otros selváticos y exuberantes. Explosión de biota por doquier. Fauna terrestre, aérea y acuática. Organismos endémicos en su mayoría. Iguanas marinas asolándose en montones sobre las rocas, iguanas de monte masticando cactos con devoción, tortugas del tamaño de una mesa de dominó, serpientes tornasol, pájaros bobos de patas azules, fragatas con enromes buches rojos, albatros, cormoranes, mantarrayas y hasta pingüinos. Cada uno de ellos realizando sus actividades cotidianas sin prestar el más mínimo caso a los turistas que los fotografiaban. Tal era el grado de obnubilación de las bestias que, si no tenías cuidado, tropezabas continuamente con los leones marinos que amamantaban a sus crías sobre la arena o pateabas sin querer a algún pelícano despistado.

Este fue uno de los primeros aspectos que llamaron la atención de Darwin sobre la abundante zoología local, su falta total de precaución ante el visitante humano. En opinión del naturalista, el comportamiento inusualmente relajado de los animales se debía en parte a la ausencia de depredadores terrestres de gran tamaño y al aislamiento geográfico de la localidad, condición que la mantuvo cobijada durante largo tiempo de la nefasta interacción con el hombre. En su bitácora de campo, el buen científico realizó anotaciones de un experimento en el que levantaba a una iguana marina de su letargo y la lanzaba con fuerza hacia las olas. Para su sorpresa, el reptil salía nadando imperturbado y se volvía a tumbar en su sitio habitual. La acción del observador era repetida y la reacción del reptil nunca cambiaba. Llegó a lanzar al mismo individuo quince veces seguidas y la respuesta del saurio siempre fue la misma.

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Tristemente la carencia de alarma por parte de las fieras las transformó en presa fácil para los navegantes que comenzaron a frecuentar las islas en el siglo XIX. Los marineros capturaban cantidades extensas de tortugas gigantes y las llevaban a bordo, volteadas sobre su caparazón, a manera de despensa viviente. El propio Darwin le hincó gustosamente el diente a un buen número de ejemplares de distintas especies. Corrían otras épocas, aún no se revelaba el desastre ecológico sin precedentes que causaríamos, por lo que consumir carnes exóticas era algo relativamente bien visto. De hecho, durante su periodo como estudiante en Cambridge, el joven biólogo fundó un club dedicado a comer animales desconocidos para el paladar humano. Sobre las iguanas de las Galápagos concluyó: "Estos lagartos, cuando se cocinan, producen una carne blanca del gusto de aquellos estómagos que están mas allá de todo prejuicio".

Fue cerca del décimo día de nuestra estancia en archipiélago que tuve un encuentro cercano con uno de los pocos animales peligrosos de esos rumbos y estuve a punto de borrar mis genes de la especie humana antes de tiempo. Nos encontrábamos en las inmediaciones de un farallón, un promontorio rocoso que se levantaba en medio de un mar revuelto. La razón para visitarlo era una colonia nutrida de leones marinos. Cientos de ejemplares de Zalophus wollebaeki, los leones marinos endémicos de las Galápagos, descansaban sobre las piedras. Estos mamíferos acuáticos habitan en grupos de varias decenas de hembras por cada macho. Cuando nadas con ellos, por lo general sólo interactúas con las crías y las hembras que no se encuentran gestantes. Los machos suelen ser recelosos y son sumamente territoriales, y estamos hablando de carnívoros poderosos que con facilidad pueden llegar a medir dos metros y medio de largo y rebasar los doscientos cincuenta kilogramos de peso, con hocicos fuertes repletos de dientes puntiagudos y habilidad notable para el nado.

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Antes de aventarnos de la lancha nos advirtieron que tuviéramos precaución con los machos, que en la época reproductiva, momento del año en el que nos encontrábamos, algunos de ellos podían llegar a comportarse agresivamente.

Por fortuna no parecía haber ninguno a la redonda, así que me abroche el chaleco salvavidas, comprobé que el visor estuviera ajustado y salté emocionado al agua. Nos aproximamos chapoteando hacia el muro de rocas y en el acto, los individuos más curiosos de la manada se zambulleron para inspeccionarnos. Pasaban dando giros a nuestro alrededor, casi se dejaban tocar. Había muchísimos y todos querían jugar. Se acercaban y te daban topes sutiles con la trompa.

Después de unos veinte minutos de retozar con ellos, comencé a sentir frío y unas ganas insoportables de hacer pipi. ¿Y qué se hace en el agua cuando la necesidad apremia? Pues se libera el líquido sin pena ni remordimiento. Así es que me aparté un poco del grupo y meé a gusto. Claro que yo no contaba con que un gran macho ya había llegado a la fiesta. Nos circulaba atento a unos diez metros de distancia.

Estaba a punto de terminar de vaciar mi vejiga cuando escuché la voz consternada del guía desde la lancha. Nos informaba que habían visto a un macho y que era mejor que regresáramos a cubierta. Pero ni tiempo tuve de asimilar la información, porque en ese preciso instante el enorme mamífero se apareció entre las sombras y me embistió en línea recta. Pensé que aquella meada quizás había sido la peor estupidez que hubiera cometido en mi corta existencia. No tenía idea de si los leones marinos marcaban su territorio con orina como lo hacen perros, pero, de ser así, acababa de cagarla y en grande.

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La primera pasada fue de reconocimiento. Pocos centímetros antes de alcanzarme, la silueta se deslizó casi rozando mi flanco derecho. Era gigante, parecía como un oso gordo de pelaje corto. Para empeorar las cosas, mi atacante estaba tuerto de un ojo, lo que le daba un aspecto aún más inquietante. Giré el cuerpo conforme el temible animal pasaba a mi lado y comprobé con ansiedad cómo rápidamente se perdía entre el azul. Me llené de angustia. Un miedo de ése que se siente como hielo en la espalda me invadió por completo. Lo más grave del asunto es que la siguiente embestida podría provenir de cualquier dirección. Volteé con pánico hacia todos lados; ya no se veían otros individuos, sólo agua revuelta y sombras.

Escuché gritos y el ruido del motor de la lancha, pero no saqué la cabeza del agua; por alguna ilógica conjetura tenía la impresión de que si lograba divisar a la bestia estaría a salvo. Obviamente me equivocaba. De golpe, el rotundo rostro de un solo ojo se materializo una vez más dentro del fluido. Se acercaba a gran velocidad hacia mí y llevaba las fauces abiertas de par en par. Casi vomito de la impresión. Sentí un fuerte jalón a la altura de la nuca. Me tarde unos segundos en comprender que estaba pasando. Fue una coreografía perfecta, el guía me sacó del agua cargándome del chaleco, mientras que el lanchero repelió la embestida del león marino ayudándose con un remo.

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Estaba a salvo. Suspiré. Tenía una taquicardia desmesurada y la adrenalina me hacía temblar. Después de recuperarme un poco, le pregunté al guía si pensaba que el macho me iba a morder. Subió los hombros a manera de respuesta. Le pregunté que hubiera pasado si no me sacaban del agua. Me contestó que probablemente mi mamá los habría demandado, y se carcajeo. Los otros turistas me veían con esa mirada que denota que creen que eres un completo pendejo. Decidí por el momento mejor ahorrarme indagar sobre la pipí, tampoco quería corroborar sus sospechas.

El resto de las vacaciones pasaron sin mayor incidente. Solo fuimos atacados por "Lonesome George", un macho centenario de tortuga de la isla Pinta, Chelonoidis nigra abingdonii, que vivía en la estación científica Charles Darwin. Como buen anciano, la gran tortuga, no gozaba del mejor humor y se abalanzaba con furia contra los visitantes. Sin embargo, su velocidad era mínima. Parecía que se movía en cámara lenta. Por lo que resultaba fácil evadir sus tarascadas. Esta magnifica criatura, cuya fecha de nacimiento databa de 1910, murió el 24 de junio de 2012; era el último ejemplar conocido de la subespecie a la cual pertenecía.

A lo largo de los años le he preguntado a distintos etólogos si los leones marinos marcan su territorio con orina y si realmente me encontraba en peligro ante aquella envestida. Parece ser que en ése caso sí me salvé apenas por un pelo.

Tengo que reconocer que las cosas le salieron bastante bien a mi mamá, pues tras ese viaje evocativo, siguiendo lo pasos de Darwin, concluí que yo también quería estudiar biología; lo del gusto por la fiesta nunca se me quitó del todo, pero bueno, nadie es perfecto.

Lee más textos de animales en nuestra columna Distrito Feral.