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La semana de la literatura 2014

Estamos viendo los árboles

Millie Anthony tiene 38. Altas horas de la noche. Acostada en la habitación silenciosa, mirando por la ventana. Un hombre llamado Jeff acostado junto a ella. “Estamos viendo los árboles otra vez”

Foto por Rhiannon Adam.

Millie Anthony tiene 38. Altas horas de la noche. Acostada en la habitación silenciosa, mirando por la ventana. Un hombre llamado Jeff acostado junto a ella. “Estamos viendo los árboles otra vez”, dice ella. Pasan nueve segundos antes de que él diga, “Sí”.

Y ahí se tumban durante 53 minutos más hasta que se quedan dormidos. Son las 3:47.

Millie se despierta primero y está en la cocina sentada a la mesa. Seis minutos  después aparece Jeff. Coge una taza de la alacena. Va a la estufa y se sirve de la cafetera. Se sienta a la mesa. Se miran el uno al otro. Toma un sorbo. “Ya te hace falta leña”, dice. Termina su café. Se levanta. Millie dice, “Tal vez deberíamos ir a la ciudad más tarde”. “Está bien”, dice él, y sale a la calle. La suya es una casa aislada, con terreno. En medio de la nada. Sin perder el paso toma el hacha. Va hacia los árboles. La canción “Bernadette”, de los Four Tops suena en su cabeza: “People are searching for… ” Antes de llegar al “lugar” decide que se negará a mirarlo. Él no va a mirar ese pedazo de tierra, ese pedazo de tierra —y no lo hace—. Camina justo sobre él. “The kind of love that we possess… ” Baja algunas ramas. Luego las hace leña. Las recoge y regresa a la casa. Suelta el hacha. Entra de nuevo.

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Es un pueblo pequeño y vacío. Poco más que una calle principal con algunas calles aledañas. Hay cuatro cafeterías —antes eran seis— y han elegido la menos concurrida. El peor café, poca gente. Millie y Jeff comparten una mesa con sofás de piel sintética roja. Y ahí están.

Él en cierta forma le sonríe. Ella le mira el rostro. Sus ojos. Su oído. Su taza. Y dice, “Yo creo que debemos moverlo”. Pasan 27 segundos. No está sonriendo ahora. “Tal vez”, dice. Bebiendo. Café. Millie y Jeff. “Puede ser que necesite una nueva pala, esa ya está en las últimas”, dice él.

Están caminando por una calle lateral hacia la ferretería. Acercándose. “Sigue caminando”, dice él. “No hay que hacerlo”. No compran una nueva pala. Van al coche. Y conducen a casa.

Es tarde y los dos están de pie fuera de la cocina mientras el sol se pone y el crepúsculo nace. Jeff parece estar a punto de hablar. Y lo hace. “Ok, vamos a pensar en esto. Si sí hacemos esto —y no estoy diciendo que no deberíamos— tenemos que ser muy precisos. Muy… conscientes. Diecisiete millones por ciento. Planearlo. Y hacerlo. Y hacerlo bien. Él ha estado ahí cuatro años”. Ella es rápida, Millie, ingeniosa. “No ‘él’, ‘eso’. ‘Eso’ ha estado ahí cuatro años. ‘Eso’”. “Está bien, ‘eso’”, dice él.

Toma un sorbo de su cerveza. “¿Cuándo? ¿Mañana?” Se miran el uno al otro. Millie dice, “Esta noche”. Jeff piensa. “Bosque Inkling”, dice ella. “Cuarenta minutos en coche. En lo más profundo, donde nadie va”.

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“Hemos estado allí”, dice él. Ella mira fijamente el pedazo de tierra. Millie mira fijamente el área. Al final del jardín. “Sí, pero no somos ‘gente’”, dice ella.

Él ha revisado el aceite. Puesto agua. Llenado el tanque de gasolina. Y conduce. Solo. Pasan de las nueve. Se sale de la carretera. Hacia el bosque. Él solo. No hay otros coches. Despacio por el camino. Sobre la hierba. Desacelera. Ahora pisa el freno con fuerza. Las llantas traseras se deslizan. Arrancan la hierba. Exponen el lodo. Aparcará aquí de nuevo. Aquí exactamente. Se sienta. Esto es solo una maniobra, piensa, un transporte. No es gran cosa. Armándose de valor. Para excavar. Finalmente sale. Va al maletero. Coge una linterna. Coge unos prismáticos, los cuelga de su cuello. Coge una pequeña cámara. La mete en su bolsillo. Saca un libro, Las aves de Norteamérica: Una guía para la identificación en el campo. Coge la vieja pala con la otra mano. Cierra el maletero. Echa un buen vistazo a su alrededor. Se quita la cámara. Toma fotos de frente. Este. Sur. Y al oeste. Vuelve a guardarla. Entra al bosque. Es de color gris allá dentro. Hay un trozo de luna en el cielo. Huele bien. De vez en cuando un par de pájaros vuelan por encima de los árboles. Palomas, probablemente. Aleteando. Jeff pasa 36 pinos. Catorce robles comunes. Ocho robles escarlata. Veinticuatro tejos. Todos estos números y tipos los apunta en una libreta. Con luz de linterna. Necesitará encontrar este lugar de nuevo. Se detiene. “Ok”, dice. Y comienza a cavar la tumba.

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Millie está en la habitación. Se ha duchado. Pelo mojado. Desnuda. De pie frente al espejo. Mirando fijamente su cara. Su cuerpo. A sí misma. Desliza su pulgar suavemente a lo largo de la tenue y plateada cicatriz de cinco pulgadas que va desde su clavícula hacia su pecho. Cicatriz de Frank. Del golpe número cuatro. El último. Ella puede oír el sonido del coche de Jeff que regresa. Se mira en el espejo. Observa su rostro. Millie. Millie dice, “Ja”. Se obliga a sí misma a sonreírse a sí misma. Camina hacia la cama. Se pone unos pantalones de mezclilla. Una sudadera. Botas.

Jeff en la cocina. De pie. Y Millie entra. Se miran el uno al otro. “¿Estás bien?”, dice él. Ella asiente con la cabeza. “¿Tú?” “Estoy bien”, dice Millie. “¿Tienes hambre?” “Voy a comer más tarde”, dice él; “Vamos a sacar, ‘eso’”. Él le sonríe. Ella le devuelve la sonrisa. “Podría ser espantoso”, dice, “cuatro años”.

En el terreno. En el lugar. La pala entra en la tierra. Y sale. Y entra. Jeff cava. Millie mira. Un sonido diferente. Jeff se detiene. Mira hacia abajo. Millie se acerca. Jeff cava más. Con cuidado. Como un arqueólogo. Ve un sucio anillo blanco de cortina de baño. Usa la pala como una escoba. Barre ligeramente. Raspa. Ahora la mugrienta cortina de plástico de baño. El cuerpo de Frank dentro. Nada de él es visible. Solo una forma. Frank la Momia. Jeff se toma un descanso. Respira profundamente. Y en su cabeza suena Levi Stubbs cantando. El último grito de súplica: “¡Bernadette!” Mira a Millie. Con tanto amor. Sigue con la excavación.

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Juntos logran sacar la forma de la tierra. Como premio. Ambos jadeando. Ellos han pasado por esto antes, pero es más fácil ahora. Lo que pesaba 90 kilos se ha convertido en menos de 40.

El olor, leve pero ahí. Presente. Permanente. Una nota de olor. Podrido pero dulce. Olor a almendra. Glaseada. No, no es eso. Es lo que es: el olor de un esposo muerto.

Jeff dice, “¿Puedes conseguir algunos periódicos viejos y preparar el maletero?” Millie entra a la casa. Jeff mira el cuerpo. “Te voy a levantar ahora, amigo”. Él ya había dicho eso antes. Hace cuatro años. Se pone la cosa sobre su hombro. Al igual que un ratón muerto, piensa, un gran ratón muerto. Lo lleva al coche. Millie está acabando de preparar el maletero. Jeff deja caer el cuerpo dentro de él. Sobre los periódicos. Cae con un pequeño sonido. Un leve suspiro. Se miran el uno al otro. Cierra el maletero. Millie se mete del lado del pasajero. Se sienta. Se abrocha el cinturón de seguridad. Jeff entra. Se enciende el motor.

En el camino. Conducen. Millie dice, “Vamos a algún lugar. Vamos por una cerveza”. “¿En serio?”, dice él. “Vamos por una cerveza, escuchemos música, pasemos un buen rato”. Él la mira. Conduciendo. Mira el rostro de Millie. Él se ríe. “No, no vamos a hacer eso. Eso lo haremos en algún otro momento”. Ella encoge los hombros.

Así que llegan al bosque. Aparcan en el mismo lugar. Jeff se pone la cosa muerta en el hombro, y entran. Está más oscuro. Nubes ahumadas bloquean la luna. Pero Millie tiene la linterna, y árbol por árbol encuentran el hoyo recién cavado. Arrojar el cuerpo dentro de él. Echarle tierra. Cubrirlo con hojas, ramitas, musgo. Y listo.

Caminan de vuelta al coche. “No es por ahí, es por aquí”, dice. “¿Estás seguro?”, dice ella. “Sí”, dice. Y tiene razón. Llegan al coche. Entra. “Está más lejos ahora”, dice Jeff. Millie se abrocha el cinturón de seguridad. Sin decir nada. “Cuando volvamos quemaremos los periódicos y rellenamos el agujero”. Ella asiente. Jeff arranca el coche. Dice, “Y eso es todo”. Se dirigen a casa. Es la 1:57 de la madrugada.

Millie Anthony se acuesta en la cama. La habitación está en silencio. Sus ojos están abiertos. Jeff, junto a ella, está dormido. No exactamente roncando, solo respira profundamente. Inhalando y exhalando. Inhalando y exhalando. Ella puede ver el árbol tras la ventana. Tambaleándose lentamente. A veces rozando el cristal. Inhalando y exhalando. Inhalando y exhalando.

Soy un cráneo con un diente de oro. Un esqueleto con un reloj de mano que me queda grande. Estoy en el lodo. El plástico alrededor de mi cabeza casi se ha podrido, y pedazos de carne frágil, como de papel, se aferran todavía a mis huesos delgados. A mi alrededor flotan mis tarjetas de crédito y una billetera podrida, ciempiés de color rojo, cochinillas gordas, un montón de gusanos. Los bosques están en silencio. Me debilito. Muero segundo a segundo. Me deshago. Me desintegro. Más débil. Solo en raras ocasiones soy vaho en el cristal. Forma en la nieve. Hombre en el supermercado. Grito en el viento. Y nunca árboles.

Varios años pasarán antes de que él sea desenterrado de nuevo y llevado aún más lejos. Pero hoy, en este momento, Millie y Jeff están en un bar. Tomando cerveza y oyendo música.